Como la viuda inoportuna

El Evangelio nos cuenta una historia preciosa de una viuda inoportuna, en la que Jesús, como en tantas otras oportunidades, explica cómo han de vivir sus discípulos y qué han de hacer para construir el Reino:

Les dijo «Había un juez en una ciudad, que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres. Había en aquella ciudad una viuda que, acudiendo a él, le dijo: "¡Hazme justicia!" Durante mucho tiempo no quiso, pero después se dijo a sí mismo: "Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, como esta viuda me causa molestias, le voy a hacer justicia para que no venga continuamente a importunarme."» Dijo, pues, el Señor: «Oíd lo que dice el juez injusto; y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche, y les hace esperar? Os digo que les hará justicia pronto. Pero, cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?» Lc 18,1-8

Desde que comencé mi caminar en la vida contemplativa dominicana, se me dijo que nuestra vocación orante era como la de la viuda, la de insistir a tiempo y a destiempo, pidiendo a Dios justicia. Con 18 o 20 años, que me pusieran como modelo a una viuda, ¡y además pesada e inoportuna!, la verdad es que me caía fatal, pero en eso, como en tantas cosas, he aprendido la sabiduría del Evangelio y su aplicación a lo largo de la vida.

¿Por qué explico esto? Porque recibí un correo insultante en el que se me decía que una monja y la Iglesia, nunca deben “meterse” con la justicia humana: simplemente aceptarla con `resignación cristiana´.”

No he oído blasfemia y falta de respeto mayor en los últimos tiempos contra “la justicia de Dios” y contra mi persona. Tengo claro que como orante siempre hemos de orar a Dios para que Él convierta y cambie los corazones, porque de corazones endurecidos e injustos, nace el desorden, el caos, la injusticia y todos los males de nuestro mundo. Pero qué duda cabe que Jesús nos invita a tomar partido por su causa en este mundo.

Después de lavar los pies a los discípulos, los invitó a servirse unos a otros; después de entregar su cuerpo y sangre, les dijo que ellos hicieran lo mismo y lo hicieran para recordarlo; y a aquel que le preguntó quién era su prójimo, Jesús le explicó la parábola del buen samaritano y le dijo: Vete y haz tú lo mismo.

Podría multiplicar los ejemplos, pero me quedo con una idea. Muchas veces oímos hablar de los “derechos humanos”, y está muy bien, pero personalmente me gusta hablar de los derechos de mi Dios, el Dios de Jesucristo: el derecho que tiene Dios de que todos sus hijos vivan con dignidad. Y hasta que eso no sea una realidad, no podemos hablar de la llegada definitiva de su Reino, ni podemos cruzarnos de brazos.

La experiencia “de Dios” más antigua de la historia sagrada es la de Moisés que ve una zarza que arde sin consumirse. Y desde ella Dios, no le habla de sublimidades y realidades espirituales ajenas a sus hijos. Le dijo: -He oído los clamores de mi pueblo, he visto su opresión, y no puedo soportarlos. Por eso te envío: vete y diles “Yo Soy” me envía…”

Nuestro Dios nos llama y nos envía a liberar a su pueblo, yendo como Moisés a hablar con los “faraones prepotentes” que oprimen a los más débiles, o como la viuda inoportuna que reclama justicia a un “juez injusto”. También nos invita a orar insistentemente con confianza sabiendo que Él está de parte de los pobres, y que en el momento del dolor y el sufrimiento Él no los abandona.

Los discípulos de Jesús nos tenemos que identificar por el compromiso con su causa y, por la confianza en que “a pesar de todo, todo acabará bien”. Y no lo olvidemos ante el otro, ante el misterio de las personas y de Dios, debemos descalzarnos: son tierra sagrada.

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