" No se garantiza en absoluto la salvación del dolor, sino la resistencia dentro del dolor" "No es el Templo el que sostiene la fe: es la fidelidad la que sostiene el tiemp"

Kiefer
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Algunos hablan del Templo de Jerusalén, que estaba adornado con hermosas piedras. La gente, encantada, señala las piedras pulidas y las decoraciones votivas. Vemos esto y aquello con el dedo índice levantado. Están admirados, deslumbrados, con la mirada de quienes necesitan certezas visibles, majestuosidad palpable, grandeza medible. Son los ojos de quienes buscan en las paredes la seguridad de lo eterno. Jesús los congela. «Llegarán días en que, de lo que veis, no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida», dice.

Es un golpe de pico a la contemplación. Como en un cuadro de Anselm Kiefer, donde la grandiosidad ya es ruina, y las cenizas hablan más fuerte que el oro. Jesús empuja la mirada más allá de la superficie, la lanza más allá de la ilusión de la solidez. No es el Templo el que sostiene la fe: es la fidelidad la que sostiene el tiempo. Cada muro está destinado a derrumbarse.

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Los discípulos hacen la pregunta inevitable: ¿cuándo ocurrirá esta catástrofe? Les ha invadido un escalofrío de miedo. Es la urgencia totalmente humana de conocer el futuro para ilusionarse con controlarlo. La respuesta no tranquiliza. No hay fechas, no hay oráculos ni horóscopos. Solo una lista de acontecimientos desestabilizadores: guerras, revueltas, terremotos, pestes, hambrunas. «Os echarán mano... os perseguirán... os traicionarán...».

Es un crescendo rítmico y oscuro, en el que todo lo que tranquiliza se desmonta pieza a pieza. El texto se mueve como una máquina narrativa que empuja al lector hacia el umbral del apocalipsis. Se descubre el velo, pero no se trata del fin del mundo, sino del fin de una determinada forma de ver el mundo.

Lucas (21,5-19) construye una tensión narrativa centrífuga. Es como si quisiera alejar cualquier punto de apoyo: el templo, las certezas, las relaciones sociales, incluso la familia. Todo es arrastrado por el torbellino. Pero es precisamente en el corazón del torbellino donde se abre una rendija.

«Os echarán mano... pero esto os dará ocasión de dar testimonio». La ocasión. La oportunidad. El desastre, paradójicamente, es una oportunidad para resetear. La condición óptima no para dar testimonio de una doctrina, sino de una confianza que hay que vivir.

No se promete protección contra la violencia. Se promete una presencia en medio de la violencia. No se garantiza en absoluto la salvación del dolor, sino la resistencia dentro del dolor. Como en ciertas páginas de Primo Levi, donde la tenacidad del ser humano brilla precisamente en el fango de lo inhumano.

Jesús lo dice de manera fulminante: «Ni un solo cabello de vuestra cabeza se perderá. Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras vidas». No es un certificado de exención del dolor. Es otra cosa. Es una resistencia, una consistencia profunda, que no se derrite, incluso cuando todo a su alrededor se derrumba. Es lo contrario de la ideología del éxito, de la fuerza. Es la dignidad de la insistencia. Es la virtud de los obstinados. Es la de Antígona, que opone su frágil determinación a la fuerza de la ley. Es la de Job, que no entiende, pero permanece.

En una época que nos entrena en la inmediatez, la eficiencia, el rendimiento, la lección de Jesús es despiadada. La salvación no está en el control del desastre.

Cuando todo parece derrumbarse, Lucas nos dice que es precisamente entonces cuando surge la posibilidad de un testimonio. Cuando el templo se desmorona, cuando la historia tiembla, se abre un espacio para reconocernos, para decir quiénes somos realmente y para dar testimonio de la esperanza.

Por eso, quizás, la frase más desestabilizadora de Jesús es también la más liberadora: «No os preocupéis por cómo responder». No hay que preparar ninguna estrategia. No hay palabras perfectas que decir.

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