"El paraíso ocurre allí: en la relación que resiste al abismo, en la memoria que salva" "El paraíso es un 'conmigo', un ser acogido, reconocido, custodiado"

La crucifixión de Chagall
La crucifixión de Chagall

Hay una cruz clavada en el polvo. En lo alto, un cartel: «Este es el rey de los judíos». Tres idiomas, para que todos lo lean. ¿Ironía? ¿Sentencia? Depende de cómo se mire. Debajo de esa inscripción, un hombre: Jesús. El sol está a punto de ponerse y el aire se llena de gritos burlones. Los jefes, el pueblo, los soldados: todos se ríen de ese rey que no reacciona, que no se defiende. En un mundo que venera la fuerza, el imperativo «sálvate a ti mismo» suena como un dogma. ¿Eres rey? Demuéstralo. ¿Tienes poder? Úsalo. Sobrevive.

Pero no. Este hombre no se salva a sí mismo en absoluto. No huye, no replica, no contraataca. Se queda. Clavado y, sin embargo, presente, como en La crucifixión blanca de Chagall: un Cristo envuelto en el talit, que permanece inmóvil mientras la historia arde a su alrededor. En el centro no hay poder: hay vulnerabilidad expuesta, disposición a llevar todo el peso del mal humano sin responder con la misma lógica.

Crucifixión de Caravaggio

Lucas construye la escena como un espejo. Jesús calla. No habla a sus acusadores, no se justifica. Si calla, escucha. Son los demás los que llenan el silencio. Por un lado, un condenado que escupe palabras sarcásticas: «¿No eres tú el Cristo? ¡Sálvate a ti mismo y a nosotros!». Es el grito de la desesperación que se disfraza de fuerza, la voz de quien ya no cree en nada más que en la posibilidad de un milagro de emergencia. Pero también es la lógica del mundo: valgo si puedo, si consigo prevalecer al menos en el último instante.

Por otro lado, otro hombre. También clavado, también al final. Pero tiene la lucidez de dirigirse a Jesús por su nombre. No «Rey», no «Mesías»: solo «Jesús». Un nombre sencillo como un suspiro. Y luego: «Acuérdate de mí». No pide un prodigio, no pide una liberación. Pide memoria. Que su rostro no se pierda en la nada. En esa súplica hay una confianza desarmada, casi infantil, que atraviesa la oscuridad sin pretender explicaciones.

En ese momento, sin embargo, la escena se invierte. La verdad no se encuentra en la cruz central, sino en la lateral. Hay que cambiar el foco de atención. El llamado «buen ladrón», al que la tradición llamará Dimas, no es un modelo moral. Es un hombre que reconoce su culpa sin complacencia: «Nosotros lo merecemos, él no». No busca escapatorias. Busca un atisbo de sentido en lo incomprensible, un asidero que le permita no ahogarse en lo absurdo de su fin. Porque la muerte siempre es absurda.

Por un lado están los jefes, los soldados, los espectadores que se burlan. Por otro, dos condenados que hablan como hermanos de infortunio. En medio, un cuerpo que muere en silencio. Y he aquí la respuesta, breve, clara, sorprendente: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso».

Sin juicio. Sin doctrina. Sin condiciones. Solo un hoy. Mientras el tiempo para ellos está a punto de terminar, Jesús habla del futuro inminente. No un mañana pospuesto, no un consuelo aplazado. Hoy. Lucas abre una rendija en el instante presente: el paraíso no como recompensa, sino como compañía. El paraíso es un «conmigo», un ser acogido, reconocido, custodiado.

La escena parece detenerse. El viento se calma, el tiempo se ralentiza. Tres cuerpos suspendidos. Y en ese vacío que huele a derrota irrumpe una luz inesperada, como en los cuadros de Caravaggio: nace de la oscuridad, pero la vence. Hay un murmullo, un leve susurro entrecortado y sin oxígeno, un gesto mínimo, un instante de confianza.

El paraíso ocurre allí: en la relación que resiste al abismo, en la memoria que salva, en la cercanía que no se rompe ni siquiera en el umbral de la muerte. Es la promesa de un Dios que no se escapa, que no baja de la cruz, sino que permanece al lado. Incluso cuando todo ha terminado.

Volver arriba