Trabajo, sindicatos y doctrina social de la Iglesia



Con fecha 28 de abril de 2014, el Papa Francisco escribió un tweet en el que afirmaba que: “La desigualdad es la raíz de los males sociales”, y nos recordaba lo que escribe en la Evangelii Gaudium (202), que afirma:


“Mientras no se resuelvan radicalmente los problemas de los pobres, renunciando a la autonomía absoluta de los mercados y de la especulación financiera y atacando las causas estructurales de la inequidad, no se resolverán los problemas del mundo y en definitiva ningún problema. La inequidad es raíz de los males sociales”.



A su vez, el 13 de junio de 2014, el Observador permanente de la Santa Sede ante Naciones Unidas, intervino durante la XXVI Sesión ordinaria del Consejo de Derechos Humanos, sobre el tema solidaridad internacional y derechos del hombre, con cita del Magisterio social:


La solidaridad no es un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos” (Sollicitudo rei socialis, n. 38).



Ello me lleva a reflexionar en unas pocas líneas sobre la posición del trabajo y su mundo circundante, así como su vinculación con la solidaridad, entendida como determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común.



El derecho al trabajo es un derecho humano contenido en el artículo 23 de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 (DUDH), siendo expresión y desarrollo de la dignidad humana, además de una fuente de riqueza que debe ser un instrumento eficaz contra la pobreza, procurando unas condiciones de vida decorosa para los trabajadores y sus familias.



Como contribución al trabajo digno, tenemos la experiencia del descanso sabático en su función liberadora, como nos recuerda el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia (http://www.vatican.va), que constituye “un baluarte contra el sometimiento humano al trabajo, voluntario o impuesto, y contra cualquier forma de explotación, oculta o manifiesta. (...) su función es también liberadora de las degeneraciones antisociales del trabajo humano. Este descanso, que puede durar incluso un año, comporta una expropiación de los frutos de la tierra a favor de los pobres y la suspensión de los derechos de propiedad de los dueños del suelo. Esta costumbre responde a una profunda intuición: la acumulación de bienes en manos de algunos se puede convertir en una privación de bienes para otros”.





En España, la Constitución de 1978 (CE), positiviza el derecho al trabajo en su artículo 35, es decir, fuera de los derechos fundamentales con protección reforzada basada en los principios de preferencia y sumariedad y, en su caso, a través del recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional (artículo 14 y la Sección primera del Capítulo segundo y el artículo 30).



Su posición en el texto Constitucional es elocuente: está situado después del derecho y el deber de defender a España, del mandato al sostenimiento de los gastos públicos, del derecho al matrimonio y después de reconocer el derecho a la propiedad privada y a la herencia.



También un derecho fundamental recogido en la CE, en el artículo 28, es el de libertad sindical, que trae su causa del artículo 23.4 de la DUDH, que sostiene que “toda persona tiene derecho a fundar sindicatos y a sindicarse para la defensa de sus intereses”. Es inevitable e incuestionable interrelacionar el derecho al trabajo y el de libertad sindical.



Por ello, el Magisterio (Laborem exercens, 20) reconoce la función fundamental desarrollada por los sindicatos de trabajadores, cuya razón de ser consiste en defender los intereses vitales de los hombres empleados en las diversas profesiones, para la tutela de sus justos derechos frente a los empresarios y a los propietarios de los medios de producción. Son, en la búsqueda del bien común, un factor constructivo de orden social y de solidaridad y, por ello, un elemento indispensable de la vida social.



También indica que los sindicatos son propiamente los promotores de la lucha por la justicia social, por los derechos de los hombres del trabajo, en sus profesiones específicas:


“Esta lucha debe ser vista como una acción de defensa normal en favor del justo bien; [...] no es una lucha contra los demás. El reconocimiento de los derechos del trabajo ha sido desde siempre un problema de difícil solución, porque se realiza en el marco de procesos históricos e institucionales complejos, y todavía hoy no se puede decir cumplido. Lo que hace más actual y necesario el ejercicio de una auténtica solidaridad entre los trabajadores”.





Al sindicato, además de la función de defensa y de reivindicación, le competen las de representación, dirigida a “la recta ordenación de la vida económica” (Gaudium et spes, 68) y de educación de la conciencia social de los trabajadores, de manera que se sientan parte activa, según las capacidades y aptitudes de cada uno, en toda la obra del desarrollo económico y social, y en la construcción del bien común universal.



Pero el trabajo y su mundo no es ajeno a la posición de los trabajadores respecto del mismo y respecto de su entorno, en el que se ha perdido el sentido de colectivo porque se carece de solidaridad, adecuando a los propios intereses los conceptos, ahora polisémicos, de injusto o inaceptable.



También y en ocasiones con mayor dureza para los creyentes, sucede en demasiadas ocasiones, salvando las distancias, aquello que De Lubac llama “mundanidad espiritual”, que significa “ponerse a sí mismo en el centro”.



Deben ser las organizaciones sindicales, tan vilipendiadas en los últimos tiempos, a veces con razón y a veces por interés propio o ajeno, las que deben concienciar a los trabajadores de la negatividad de la estrategia de interiorización laboral, por la que “trabajo para mí y para mi empresa” y, por lo tanto, ya no consideran a los demás trabajadores como partes del mismo sistema. Además, todo apunta a que la globalización ha fomentado el ejercicio de un trabajo mecánico, ritual y masificado, enfatizado en la competitividad y no propiamente en la productividad.



El economista y profesor Niño Becerra, señala que hemos padecido “el sobredimensionamiento del individuo, la exacerbación del individualismo llevado hasta sus últimas consecuencias... el hiperindividualismo ha permeado todos los órdenes de la economía, de la sociedad y de la política en estos últimos 50 años”.





Pero para que se produzca el cambio, los sindicatos deben renovarse y adecuarse a las nuevas formas de trabajo y al creciente desempleo, ampliando su radio de acción de solidaridad a los trabajadores con contratos atípicos o a tiempo determinado; a los trabajadores con un puesto de trabajo en peligro a causa de las fusiones de empresas, cada vez más frecuentes, incluso a nivel internacional; a los desempleados, los inmigrantes, los trabajadores temporales; aquellos que por falta de actualización profesional han sido expulsados del mercado laboral y no pueden regresar a él por falta de cursos adecuados para cualificarse de nuevo (Juan Pablo II, Discurso al Simposio Internacional para Representantes Sindicales (2 de diciembre de 1996).



Pero no menos importante es que los trabajadores cambien el paradigma de la individualidad que sólo conduce al egoísmo exacerbado en las relaciones laborales afectando al conjunto de la sociedad, y tengan como principio “la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos”.



Cambio de paradigma que debe buscar superar el consumismo, que no sólo se manifiesta en la tendencia inmoderada a adquirir, gastar o consumir bienes, no siempre necesarios, sino en cómo nos posicionamos frente al otro, al que no pocas veces “adquirimos”, “consumimos”, es decir, lo utilizamos en beneficio propio.



Ahora sí, hay que descubrir de nuevo el valor subjetivo del trabajo, preguntándose sobre el sujeto del trabajo y las condiciones en las que vive.

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