Concilio Vaticano II ¿Traidor o traicionado?

Gianni Gennari / Vatican Insider. 01 de febrero.- Comenzó el año del 50.º aniversario del Concilio Vaticano II. Cuando el papa Juan lo anunció, el 25 de enero de 1959, en San Pablo, me encontraba a pocos metros de él, y vi los rostros desconcertados de los cardenales… En particular, recuerdo la barba del cardenal Tisserant… Y luego, en muchas de las sesiones, me encontraba con amigos en San Pedro para ayudar a los obispos a acomodarse y moverse en la basílica durante los encuentros. Nos llamaban assignatores locorum, básicamente «máscaras» —como entonces en las salas de los cines— del Concilio. Cosas de poca monta. En cambio, sí es digno de nota que, aún hoy, el Concilio Vaticano II siga siendo objeto de debate y discusión. A mí me parece clara la presencia de tres posiciones: una que dice que el Concilio fue «traidor», por ser harina del costal del Diablo, que se insinuó en la Iglesia; otra que dice que el Concilio fue un don del Espíritu Santo, pero que fue «traicionado»; y una tercera que dice que el Concilio fue y es un don del Espíritu Santo, que no solo debe ser conmemorado, sino también puesto en práctica en el tiempo, incluso a largo plazo, respetandos de las circunstancias y de la realidad.
«¿El Concilio traidor?» Resulta obvio señalar de este lado a los llamados «lefebvrianos», que se habían manifestado ya durante el Concilio —pero que, si bien ruidosa, fueron minoría— y que después, con el apoyo de fuerzas internas de la Curia (y no solo) continuaron pensando que el Concilio había sido una tragedia para la Iglesia y para la fe, incluso «la estafa» —término explícito utilizado con frecuencia— de una minoría progresista y medio protestante que se impuso de hecho y con todos los medios, incluso ilícitos y engañosos, sobre los papas y sobre los demás obispos que sostenían la fe de la tradición católica romana. Son los que escriben aún hoy que, desde entonces, todo se precipitó por culpa del Concilio. Extremistas como los discípulos de Lefebvre, que rompieron la comunión eclesial e incluso sostienen —basta leer las repetidas acusaciones en internet— que el último papa verdadero fue Pío XII y que la sede de Pedro desde hace medio siglo se encuentra «vacante». No bromeo: un sacerdote personalmente suspendido a divinis, don Ricossa, escribe esto textualmente, y muchos, observando todo en conjunto, le dan la razón. También se escriben libros, como en el caso del Prof. Roberto De Mattei, que demonizan al Concilio como tal. Una de sus últimas obras, por ejemplo, es una miríada admirable de piezas verdaderas —escritos, testimonios, episodios— dispuestas en modo tal que forman un mosaico falso e ideológicamente carente de valor para sostener que el origen de todos los males se encuentra allí. Es la posición de máxima de los lefebvrianos: ellos parten del latín y de la liturgia —incluso con algo de razón en lo que se refiere a los desequilibrios y las improvisaciones infelices de género opuesto— para sostener que la «crisis» real que hoy atraviesan la fe y la Iglesia es efecto y culpa del Concilio. Para ellos, la verdadera fe es solo la anterior al Concilio Vaticano II, que la ha traicionado, y solo volviendo a sus posiciones teológicas y disciplinarias podrá esa fe volver a la Iglesia católica. ¿Qué decir? Precisamente el Prof. De Mattei —líder intelectual laico del campo italiano— escribió en un libro sobre la tradición que las reglas de la fe son aquellas fijadas en un tratado sobre los Loci Theologici, de Melchor Cano, sacerdote y obispo español del siglo xvi, nacido en 1509 y fallecido en 1560, que participó en el Concilio de Trento como «teólogo imperial», bajo el mandato del rey de España… Todo aquello que no está comprendido en los cánones de Cano es sospechoso, casi siempre, de ir en contra de la fe.
Hay que agradecer al cielo que los tiempos de la Inquisición han quedado en el pasado. Podría citar cientos de páginas, incluso recientes, que provienen de esta vertiente, en las que los papas del Concilio, e incluso aquellos que vinieron después, hasta Benedicto XVI, son acusados de traición a la fe. Recientemente, de esas partes provinieron acusaciones encendidas hacia Benedicto XVI por haber recordado con respeto en Alemania «la fe» de Martín Lutero. ¡Escándalo! Para ellos, el Papa sigue siendo el peligroso teólogo allende los Alpes que fue determinante —solían decirlo abiertamente, hoy lo dicen con algunas reservas— en el cambio decisivo de todo lo que la Curia romana había preparado, y por consiguiente en la «deriva» del Concilio entero con respecto a la Tradición, que para ellos es más importante y decisiva que la Biblia. De aquí —según los lefebvrianos en sus diferentes matices— se desprenden los errores fatales del Concilio: el primado de la Palabra de Dios, la colegialidad episcopal, la vocación universal a la salvación e incluso la santidad, los derechos del hombre en lugar de los de Dios y de la Iglesia, la libertad religiosa y de conciencia también para las demás religiones, el ecumenismo, la paz con el pueblo judío, el diálogo con los hombres de buena voluntad, la afirmación del «Pueblo de Dios» todo «sacerdotal» de aquel «sacerdocio real» olvidado durante 2000 años, y peligrosamente amenazante para la autoridad exclusiva del clero, la revalorización de la sexualidad humana (con sus consecuencias), la importancia de la libertad también para la mujer; a fin de cuentas, el reconocimiento de los límites de la autoridad como tal, también en la Iglesia.
Es esa es la línea de quien piensa en el Concilio como «traidor» de la fe, origen de la crisis de hoy. En este frente actual de discusión se encuentran muchos, también a nivel de responsabilidad en la Iglesia, que piensan que es necesario volver a la Iglesia de los tiempos de Pío XII, e incluso de antes, al latín como idioma que diferencia y que calla voces no previstas, al esplendor del culto como tal, que desconfía de todo lo que exalta la pobreza como testimonio del Reino de los Cielos, a la sospecha de todo lo que significa promoción social y liberación de los oprimidos.
¿Parece un retrato rígido? Lo es, porque está expresado en poca líneas, pero dice mucho sobre el debate vivo.
Existe también, por supuesto, el bando contrario, es decir, el frente de los que piensan en el Concilio como una ruptura decisiva con el pasado, con la concepción de una Iglesia jerárquica perfecta, de un laicado sometido, de una liturgia hecha de estética y misterio: la música, el latín, los silencios, el celebrante de espaldas al pueblo que «asiste», no participa, no celebra también él, sino que está presente y observa el precepto.
Son aquellos que se llamaron del «disentimiento», palabra jamás usada por los primeros, que la han practicado durante medio siglo diciendo que en disentimiento se encuentra el Concilio y los papas que lo han celebrado y alabado. Prácticamente, sin decirlo, son dos extremos que se tocan: que el Concilio sea «traidor» de la fe, o que la Iglesia posconciliar haya «traicionado» al Concilio, lleva a la misma posición extrema. En ambos frentes se identifican con la fe cristiana, y quitan credibilidad a quien no concuerde con las propias posiciones: «Nosotros somos Iglesia», vosotros no. Vale para quien ha pensado que el Concilio autorizaba a desechar todo lo viejo, positivo y de fe, a favor de lo nuevo, negativo y traidor, y para quien ha pensado que todo lo que era antiguo y viejo debía desecharse en favor de lo nuevo, positivo y, por fin, verdaderamente evangélico y cristiano: dos frentes y la misma posición, que no acepta la gracia del Concilio, definido así por todos los papas en estos 50 años.
Y entonces, ¿es antiguo o nuevo el Concilio Vaticano II? Antiguo y nuevo a la vez. Antiguo por la confirmación de la fe de siempre, nuevo por la metodología pastoral, el análisis y el reconocimiento de los tiempos nuevos y de sus exigencias. Y antigua y nueva es también la Iglesia, que vive en el 50.º aniversario del Concilio. Antigua porque es siempre la misma, esa Mater Ecclesia que se regocijaba en las palabras con las que Juan XXIII dio inicio al Concilio mismo, el 11 de octubre de 1962, y nueva porque del Concilio nacieron verdaderamente «cosas nuevas», al menos siete grandes novedades, que serán desarrolladas en un próximo escrito.