Disparates legales que parecen... "derechos"

Padre Umberto Marsich* / 20 de agosto.- Hace poco falleció, en la ciudad de México, el escritor y comentarista Carlos Monsivais. No discuto la magnitud de su obra literaria e histórica, sin embargo, me ha llamado siempre la atención el juicio que de él dio otra brillante mente literaria mexicana, es decir, Octavio Paz: “Carlos no era un hombre de ideas, sino de ocurrencias”.

En esta línea, en efecto, interpreto el juicio que Carlos expresó, acerca de la Ciudad de México, después de que, en ella, se convirtieron en leyes, o sea, en hechos legalmente permitidos y éticamente incuestionables, sea el aborto que los gay-monios y lesbi-monios: “México es una ciudad –expresaba Carlos Monsivais- donde estamos viendo un “avance civilizatorio” inesperado; es, en efecto, la ciudad donde se despenalizó el aborto y donde se aprobaron los matrimonios lésbico gay; donde se está discutiendo el tema de la eutanasia. Una ciudad de las libertades…”.

Hoy en día, por mérito de la agenda perredista que está en el gobierno, se está promoviendo también el ‘derecho’ al ‘vientre subrogado’ para permitir a todas las mujeres, que quieran ser madres prescindiendo, incluso, de su orientación sexual, tener un hijo a como dé lugar. Una ley que evitaría la situación ‘discriminatoria’ en la que se encuentran aquellas mujeres que, por algún defecto de la naturaleza, no pueden tener hijos. La asamblea legislativa del Distrito Federal, en su afán de promover acciones de ‘beneficencia’, pero sin razonar las implicaciones éticas y sociales de las leyes que promulga, está encaminada también hacia la legalización de la maternidad subrogada.

La increíble facilidad con la cual un organismo legislativo anula siglos de sabiduría popular y de conquistas éticas es verdaderamente alarmante e indignante. Al mismo tiempo, refleja un dramático ‘extravío antropológico’. Éste, por cierto, se debe a la tiranía del ‘relativismo ético’ y a la fuerza de un ‘pensamiento débil’ que todo lo destruye y que ha abierto espacios de ‘tolerancia legal’ acerca de numerosos problemas fronterizos entre la ética y el derecho. En efecto, los parlamentos actuales, aliados con un ejercicio simplista y falseado de democracia legislativa, inventan nuevos y absurdos ‘derechos’, pero, sin fundamento alguno. Descuidando la tutela de los demás derechos, reales, objetivos e universales, se han vuelto contradictorios y desconfiables; se han convertido, además, en fuente de disparates jurídicos y desorientación general. Benedicto XVI así expresó su perplejidad frente al surgimiento irracional de estos nuevos y presuntos derechos: “Hoy se da una profunda contradicción. Mientras, por un lado, se reivindican presuntos derechos de carácter arbitrario y voluptuoso, con la pretensión de que las estructuras públicas los reconozcan y promuevan, por otro, hay derechos elementales y fundamentales que se ignoran y violan en gran parte de la humanidad” (CV 43).

Probablemente, en la raíz de este extravío jurídico, encontramos un falso concepto antropológico de libertad, alejada de toda ‘verdad’. Pruebas de esta manipulación de la libertad la encontramos en los numerosos ‘eufemismos’ que se utilizan para ocultar realidades incómodas y cuestionables. Me refiero a los nuevos términos que se han ya introducidos en la conciencia colectiva de nuestras sociedades. Estos son: salud reproductiva, preferencia sexual, interrupción del embarazo, mono parentalidad familiar, etc. Es sobre estos nuevos términos que se reivindican los presuntos nuevos derechos cuestionados, anteriormente, por el Papa.

El matrimonio heterosexual y el reconocimiento legal de las ‘uniones de hecho’.

En nuestros días, ha nacido la voluntad de dar algún reconocimiento legal a las ‘uniones de hecho’ sin ningún distingo, siempre y cuando existan “vínculos afectivos”: realidad, ésta, que no puede constituir propiamente materia jurídica. La atribución, a este tipo de relación, de derechos similares a los de los cónyuges, parece no favorecer el matrimonio propiamente dicho. Además, con estas leyes permisivas, lo que se hace es poner, a los ojos de las nuevas generaciones, un modelo diferente de familia, más “ligera y más débil”, que convencerá a los jóvenes pensar que todas son iguales; que todo, moralmente, es relativo y que no vale la pena asumir compromisos serios si, también con menos, se adquieren los mismos derechos. La “eventual equiparación legislativa –agrega el Compendio de doctrina social de la Iglesia- entre la familia y las uniones de hecho se traduciría en un descrédito del modelo de familia, que no se puede realizar en una relación precaria entre personas, sino sólo en una unión permanente originada en el matrimonio, es decir, en el pacto entre un hombre y una mujer, fundado sobre la elección recíproca y libre, que implica la plena comunión conyugal orientada a la procreación” (227). Detrás de todo esto se esconde el proyecto político e ideológico de que las “uniones de hecho”, legalmente reconocidas, puedan extenderse también a personas del mismo sexo, equiparándolas indebidamente al matrimonio heterosexual. Otra realidad, más comprensible, sería el reconocimiento legal de las “sociedades de convivencia”.

El disparate del matrimonio entre personas del mismo sexo.

Acerca del matrimonio entre personas del mismo sexo, el magisterio pontificio del Papa Benedicto XVI ha sido muy explícito en cuestionarlo: “Sólo sobre la roca del amor conyugal, fiel y estable, –declaraba recientemente el Papa- entre un hombre y una mujer, se puede edificar una comunidad digna del ser humano”. Hay razones antropológicas y sociales, más que religiosas, que justifican la negativa pontificia. La Iglesia, consciente del deber que tiene de proclamar con firmeza la verdad acerca del hombre y de su destino, frente a la voluntad política de muchos países, de reconocer legalmente el derecho de las parejas homosexuales al matrimonio, declara su oposición en vista de tutelar la dignidad de los verdaderos valores humanos y cristianos de la sexualidad, del matrimonio y de la familia. En efecto, a los católicos que operan directamente en política, su Santidad Benedicto XVI pide que actúen guiados por su conciencia, recta y formada, para no favorecer leyes contrarias a la misma naturaleza humana: “Los políticos y legisladores católicos –escribe el Papa- conscientes de la grave responsabilidad social que tienen, deben sentirse particularmente interpelados por su conciencia, recta y formada, cuando se trata de presentar o sostener leyes inspiradas a los valores fundados en la naturaleza humana, entre los cuales está la familia fundada sobre el matrimonio entre hombre y mujer” (Sacramentum Caritatis, 83).

Las uniones de hecho homosexuales, por ninguna razón, pueden ser equiparadas al matrimonio heterosexual, fundamento único de la familia y de la sociedad civil. En el pleno respeto de la dignidad y de los derechos de cada persona, debe quedar aclarado que la demanda del reconocimiento legal del matrimonio homosexual contrasta con fundamentales datos antropológicos y, en particular, con el inexistente bien de la generación de los hijos, que sigue siendo la razón específica del reconocimiento social del matrimonio. Según la doctrina moral de la Iglesia el poner la unión homosexual en un plano jurídico análogo al matrimonio y a la familia, el Estado actuaría arbitrariamente y entraría en contradicción con sus propios deberes. Las legislaciones actuales de los países, en general, ya garantizan los derechos individuales de las personas y no se ve, por lo tanto, la necesidad de crear un modelo legal que configure algo similar al matrimonio donde, además, a los derechos no corresponderían los deberes. Éste sería el camino más seguro para obstaculizar la formación de familias más auténticas, dañando a la persona de los hijos en primer lugar y, luego, a la sociedad entera. La comunidad civil y la cristiana no deberían permanecer indiferentes ante estas tendencias disgregadoras, que minan en la base sus propios fundamentos.

Una relación interpersonal, para poder ser tutelada por el derecho, debería tener, por lo menos, algún beneficio en orden al bien común de la sociedad. Una amistad, por ejemplo, que constituye sin duda una relación interpersonal gratificadora, no puede exigir el derecho de una protección legal por parte del estado. Los beneficios son exclusivamente individuales, mientras el matrimonio es una forma de relación, entre pareja constituida por un varón y una mujer, que tiene valor público en orden al bien de la sociedad y la protección de los hijos y, desde luego, debe ser tutelado por el derecho. Al contrario, las relaciones homosexuales no contribuyen en absoluto a la continuación de la sociedad y tampoco las uniones de hecho pueden ser consideradas más sólidas de los matrimonios. El ambiente de una familia estable, socialmente reconocida, tiene vínculos mucho más serios para dar vida a los hijos y para garantizar su educación. El matrimonio entre un hombre y una mujer es, en razón de su mayor estabilidad, el ambiente más adecuado para la educación y el crecimiento armónico de los niños. Además, aquellos que se casan representan indudablemente un ejemplo mucho más positivo para las nuevas generaciones.

El reconocimiento legal de las uniones homosexuales quitaría relevancia a la masculinidad y a la feminidad de la persona humana, con desprecio de la corporeidad misma, del sentido común y de la racionalidad. Para el cardenal E. Tonini, todo esto que está sucediendo refleja el triunfo de la cultura individualista, según la cual el vínculo entre hombre y mujer sería un hecho exclusivamente privado y, desde luego, la preocupación dominante es aquella de garantizar a los individuos la más total libertad de comportamiento, sin medir las nefastas consecuencias sociales. La Iglesia se opone con toda razón a que cualquier forma de convivencia y de uniones ‘fantasiosas’ se identifiquen con el matrimonio debidamente contraído. Ser comprensivos ante ciertas situaciones de hecho no implica claudicar ante las amenazas que buscan, de alguna manera, el progresivo deterioro y la marginación de la familia fundada sobre el matrimonio. La conferencia de los obispos italianos, en una reciente declaración, reforzaban esos conceptos afirmando: “El cristiano fiel está obligado a formar su conciencia en conformidad con la enseñanza del Magisterio y, desde luego, no puede apelarse al principio del pluralismo y de la autonomía de los laicos en política, favoreciendo así soluciones que dañen o que suavicen la salvaguarda de las exigencias éticas fundamentales para el bien común de la sociedad” (29 Marzo 2007). En el mismo documento defienden rotundamente la familia y los derechos de los hijos, declarando: “Sólo en la familia fundada en la unión estable de un hombre y una mujer, y abierta a una ordenada generación natural, los hijos nacen y crecen en una comunidad de amor y de vida, de la cual pueden esperar una educación civil, moral y religiosa”.

Otro disparate más: la legalización de la maternidad subrogada.

En esta nueva onda de disparates, mientras la humanidad parece ensañarse en campañas publicitarias en contra de la natalidad y en políticas de planificación forzada, la Asamblea Legislativa del Distrito Federal, en su próxima agenda, ha ya incluido el ‘derecho’ a la maternidad subrogada para mujeres infértiles. En ella, se convierte el bebé en un ‘objeto’ finalizado a satisfacer los deseos y caprichos de sus padres y no en ‘sujeto’ de derechos; tampoco, en el fruto del amor de una pareja desde la fecundación hasta el nacimiento natural en el seno materno. Nos preguntamos: “¿Desde cuándo un deseo puede ser objeto de tutela legal?”. El hecho de la gestación de un bebé no puede ser orillado a fenómeno opcional ni a evento lucrativo entre la madre genética y la prestadora de su útero. Ni la buena intención de una mujer, que desea permitir a otra el gozo de la maternidad, puede ser considerada razón ética suficiente para permitir el alquiler de su útero. Ahora, en el Distrito Federal, una mujer podrá prestar su útero para gestar el hijo de una pareja o mujer soltera infértil y no sólo eso: la mujer que presta el útero mantiene salvaguardado el derecho a recurrir al aborto si ella lo desea. La pareja y la mujer gestante deberán tramitar un documento ante la Consejería Jurídica y manifestar su intención de llevar a cabo esta práctica ante la Secretaría de Salud local, que determinará si están preparados sicológicamente para realizar tal procedimiento. La pareja se compromete a hacerse cargo de todos los gastos médicos que se generen a partir de la gestación hasta la total recuperación de la madre subrogada, con independencia de si se logra o no el nacimiento. La mujer gestante, a su vez, se compromete a entregar el ‘producto’, a la pareja o a la mujer solicitante, inmediatamente después del parto. Aunque se precisa que esta práctica no tendrá fines de lucro, se deja abierta la posibilidad de llegar a un acuerdo económico para atender el bienestar integral de la mujer gestante.

Desde el punto de vista moral, muchas son las argumentaciones y razones en contra de todo tipo de manipulación embrionaria y de caminos de ‘producción’ de la vida humana que no sean los naturales como el de la maternidad subrogada. El documento ‘Donum Vitae’, de la Sagrada Congregación de la Doctrina de la fe (1978) y el más reciente ‘Dignitas Personae’ (2008), efectivamente, resumen las argumentaciones desde tres puntos de vista:

a) Desde el punto de vista de los esposos (razones esponsales):

* La falta de la mutua donación personal de los esposos respeto a la procreación de una nueva persona. Falta más grave cuando, inclusive, se utilizan gametos ajenos a la pareja de esposos. Se trataría de una donación, o venta, contraria a la unidad del matrimonio y a la dignidad de los esposos. Además, se lesionarían los derechos del hijo, privándolo de la relación filial con sus orígenes paternos y podría dificultar la maduración de su identidad personal. Se determinaría una situación “asimétrica”, donde el niño tendría una doble vinculación biológica con su madre, la genética y la de gestación.

* La disociación de los significados unitivo y procreador del acto conyugal. La “inseparable conexión”, que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por su propia iniciativa entre los dos significados del acto conyugal, es el argumento decisivo. Es decir, de la misma manera que todo acto amoroso, manifestado en la relación sexual, debe quedar potencial y responsablemente abierto a la vida, así también todo acto procreador debe ser fruto del cariño y del amor que se expresa en la comunión corporal. La fecundación obtenida fuera del acto matrimonial se considera privada de su dimensión unitiva y ni la totalidad de la vida conyugal justificaría esta disociación en ningún caso. La fecundación artificial es ilícita, pues, porque permitiría una procreación que no sería el resultado de un acto específicamente conyugal y porque la procreación natural es la única conforme con la dignidad de la persona humana.

* La procreación humana es tal y, obviamente, es lícita sólo cuando es el fruto de un acto conyugal inseparablemente corporal y espiritual y no debe reducirse a un procedimiento técnico. El acto de amor conyugal sigue siendo el único lugar natural digno de la procreación humana.

* El derecho de ser padre y madre es exclusivo de los cónyuges y sólo entre ellos. Las procreaciones artificiales, con o sin madre subrogada, no respetan la dignidad de los esposos, ni su unidad insustituible, operando también, en algunos casos, una ruptura inhumana entre paternidad genética, gestatoria y educativa.

b) Desde el punto de vista del hijo (razones filiales):

* El hijo tiene siempre el derecho a ser concebido naturalmente, o sea, llevado en las entrañas, traído al mundo y educado en el matrimonio; tiene derecho a ser fruto exclusivamente del acto específico del amor conyugal de sus propios padres, mientras las técnicas no respetan este derecho. En la procreación con gametos ajenos al matrimonio, como ya hemos señalado anteriormente, la negatividad ética aumenta en cuanto supone una fragmentación de la paternidad y de la maternidad.

* El hijo, más que algo debido y dependiente de los deseos del matrimonio, es su “don” y el testimonio vivo de la donación recíproca de sus padres y nunca se le puede convertir en un objeto de propiedad de alguien, ni tampoco engendrarlo para satisfacer ‘los deseos’ o caprichos de los padres. El matrimonio, en sí, afirma la Instrucción, no da el derecho “a tener un hijo”, sino a poner humanamente los actos naturales a eso destinados. Como persona humana que es, el hijo no puede ser utilizado como medio para algo. Tampoco es un objeto que se persigue y se produce a toda costa.

* El hijo, en pocas palabras, debe ser siempre y sólo el fruto de los dinamismos amorosos de sus padres y nunca un “producto fabricado” por la técnica o gestado en útero ajeno al materno. Rebajar la procreación a fabricación parece deshumanizador.

* El hijo, en razón de los escasos resultados de las técnicas de generación artificial y del proceso de selección de los embriones, podría cargar psicológicamente, a lo largo de su vida, con las consecuencias de lo que llamamos “síndrome del sobreviviente”.

c) Desde el punto de vista de la sociedad (razones sociales).

* El equilibrio mismo de la sociedad exige orden procreador, o sea, que los hijos vengan al mundo en el seno de una familia bien determinada, con padres identificables y a través de los dinamismos amorosos correspondientes. La familia sigue siendo, antropológicamente, el único lugar digno de una procreación responsable y la alteración de las relaciones entre los cónyuges e intrafamiliares, que producen las procreaciones sobre todo heterólogas, de alguna manera afectan la armonía social y su tejido. En efecto, las técnicas de reproducción asistida humana afectan a valores muy significativos de la vida social, como los conceptos de maternidad, paternidad y filiación; por estas razones, no pueden ser dejadas en manos de los especialistas para que ellos decidan lo que es o no es éticamente aceptable. La libertad de investigación no puede ser absoluta sino limitada por la ética y el derecho.

Conclusión.

Creemos que la ‘ciencia jurídica’, por su propia índole y esencia, tiene la función de proteger y tutelar los grandes valores y derechos naturales humanos. El no hacerlo, desde luego, sería contrario a su finalidad y resultarían ilegítimas sus decisiones y sus leyes. Una legislación, por tanto, que dejara de tutelar el derecho a nacer de los más débiles, dentro de un matrimonio posiblemente biparental y a través de los dinamismos amorosos específicos para la transmisión de la vida, sería absurda y adversa a su naturaleza. La sociedad contemporánea ha emprendido caminos extraños para permitir todos los disparates que se le ocurre, disolviendo, poco a poco, todas las instituciones que se habían consolidado a través de la historia. Vivimos, por tanto, en un periodo de licuefacción de valores, principios, tradiciones e instituciones que, sin lugar a duda, no beneficiará a nadie sino, más bien, darán vida a una cultura de destrucción y perversión sin retorno. Dentro de este circo humano, a la Iglesia le corresponde permanecer fiel a su misión de humanización y de liberación de todo aquello que esclaviza la mente del hombre y contamina su corazón.

*Integrante del Consejo de Analistas Católicos de México, Comisión de Bioética.

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