Fiscal Anticorrupción de bolsillo pequeño



La creación del Sistema Nacional Anticorrupción (SNA) ha caminado por sendas espinosas y difíciles. No fue fácil la reforma que se consumó en la promulgación de las modificaciones constitucionales del 27 de mayo de 2015 en el Diario Oficial de la Federación, ni el andamiaje jurídico secundario para dotarle de eficacia legal, mismo que fue publicado el 18 de julio de 2017. Desde entonces, el SNA quiso presentarse como fruto de la participación organizada de la sociedad civil. En el desgranar de discursos, el sistema nacional es el “cambio de paradigma que dota al país de nuevos instrumentos para fortalecer la integridad en el servicio público y erradicar la corrupción”.

Sin embargo, la agilidad con la que deberían darse las cosas vuelve a tropezar con cerrazones, intereses y política de partidos que traban el asunto. En el Congreso de la Unión, la parálisis es generada por evasiones, mientras la corrupción trasmina y corroe la sana convivencia de un país que se debate por su futuro.

Según cifras del Instituto Mexicano para la Competitividad, en 2015 los costos de la corrupción alcanzaron los 906 mil millones de pesos, equivalente al cinco por ciento del Producto Interno Bruto. Por otro lado, y de acuerdo con el Índice de Percepción de Corrupción 2016, el nombre de nuestro país se situó en el lugar 123 de entre 176 nacionales estudiadas, y lo más grave es que los mexicanos son poco confiables en exterior. Esos mismos estudios revelan que las familias, a nivel nacional, destinan el 14 por ciento de sus ingresos para sortear actos de corrupción, desde las típicas mordidas hasta defraudaciones.

Lo anterior no es un daño económico solamente, es el resultado de un Estado débil donde no hay imperio de la ley o se maneja a modo según sea el cañonazo de billetes. Y cuando se defrauda, algunos se enriquecen y benefician, pero otros, los más, entran a la vorágine de pobreza, desconfianza y descomposición. El fruto podrido es evidente cuando, según el Observatorio Ciudadano, el primer trimestre del 2017 ha sido el más violento en toda la historia de México y el la violencia y la corrupción están profundamente ligadas; eso nos está carcomiendo.

Desde hace dos años, los representantes populares deben al pueblo de México la designación del Fiscal Anticorrupción. Su nombramiento ha quedado en la parálisis legislativa mientras los partidos componen y descomponen; la orgullosa suficiencia de los partidos políticos parece el narcótico favorito de los líderes parlamentarios para embotar sus sentidos y evadir la corrupción que les salpica. Sus argumentos sólo desprenden el tufo de la podredumbre, como lo escribió el arzobispo de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio, hoy Papa Francisco: “La corrupción tiene olor a podrido. Cuando algo empieza a oler mal es porque existe un corazón encerrado a presión entre su propia suficiencia…”

Si es cierto el compromiso de los líderes en el Congreso de la Unión para realizar un periodo extraordinario de sesiones, entonces deberán escoger al mejor hombre o mujer ajeno a la contaminación e intereses de los partidos políticos. Ese Fiscal Anticorrupción deberá ser un servidor público de impecable trayectoria y compromiso ético, con “un corazón grande, visión amplia y de bolsillo pequeño”.
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