"Y Dios me miró con cariño"

Explicar la vocación a la vida consagrada es una tarea compleja porque casi nunca tiene explicación. Llega cuando no la buscas y la sientes encima como una nube que te cubre y ya no te deja nunca más. Si te defiendes de ella, pierdes el tiempo porque es inútil luchar contra Dios, como es inútil luchar contra la niebla cuando te envuelve. Si Dios se empeña en algo, lo consigue siempre.
Pero tampoco es una imposición porque, una vez que la sientes, la amas, la cuidas y la defiendes como un regalo inmerecido y no deseas perderla por nada del mundo.
Cuando yo he querido analizar mi vocación tan prematura a la vida consagrada, sólo se me ocurre entenderla desde aquel detalle que casi siempre pasa desapercibido en el encuentro de Jesús con el joven rico: “Jesús le miró con cariño…” Mc.10, 21. Esta anotación que señala el evangelista Marcos es clave para entender el comienzo de una vocación a la vida consagra; yo diría que es el momento en que se deposita el grano de trigo en la tierra fértil para que dé fruto.
Desde aquí entiendo yo mi propia vocación consagrada. Dios me ha mirado con cariño desde el principio y me ha derrotado."Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir, me forzaste y me pudiste” (Jer. 20, 7)". Cuando miro atrás y descubro que he nacido y crecido en una familia pobre pero llena de amor, de hermanos, de alegría y de fiesta, a pesar de que no sobraba nada material; más bien faltaba. Cuando miro a mi infancia y me veo con mi pequeño rebaño de cabras atravesando los montes, buscando los mejores pastos y las fuentes para que mis cabras se alimentaran bien y saciaran su sed en las pocas fuentes que, entonces, quedaban en los montes de Toledo. Cuando me veo contemplando el amanecer, muchas veces, desde lo alto del monte "El Madroñal", donde anida el búho real, y un horizonte de luz se iba abriendo paso lentamente hasta inundar de claridad todas las llanuras manchegas, entre colores anaranjados y rojos, descubro que Dios me ha mirado con cariño.
Cuando me empeñé, no sé muy bien por qué, en pedirle a mi padre que me llevase al seminario, con apenas diez años, pero con la convicción de que aquel y no otro era mi lugar y de esa decisión se derivó todo lo que hoy soy, he vivido y me ha hecho tan feliz, siento que Dios me miró con cariño.
Cuando salieron a mi encuentro tantos compañeros y tan magníficos formadores en la orden de la Merced que fueron labrando mi tierra con entrega y esfuerzo gratuito, siento que Dios me miró con cariño.
Cuando pude acceder a la universidad, siendo el hijo de un pastor, que apenas podía costear los libros de texto, pero encontré una familia religiosa que me acogió y me ayudó a ser lo que soy a cambio de nada, siento que Dios me miró con cariño.
Cuando mis hermanos de congregación, siendo muy joven aún y sin ninguna experiencia de gobierno, se fiaron de mí para elegirme su provincial durante dos mandatos y los superiores mayores de España me eligieron para ser presidente de Confer, siento que Dios me miró con cariño.
Cuando Dios permitió en mi cerebro un tumor que me redujo a ceniza y he logrado superarlo con la ayuda de magníficos profesionales de la medicina y la oración de muchos hermanos consagrados en diversos lugares de la geografía, siento que Dios me miró con cariño.
Y porque Dios me miró con cariño y tengo la suerte de no ser rico como aquel joven del evangelio, lo dejé todo para ser suyo sin dejar de serlo de mis hermanos, los hombres. Ahí está la explicación de mi vocación, de toda vocación, porque en todos los consagrados hay escrita una historia de amor. Una historia que sólo la entiende quien se ha sentido mirado con cariño.
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