Cuando el tiempo tiene otra dimensión Una experiencia en el Cister

En el monasterio de Montesión (Toledo)

Surgió la oportunidad de ir a visitar a un amigo monje dominicano, Miguel Ángel, que lleva la parte asistencial del monasterio de Montesión, en una zona privilegiada de las afueras de Toledo. Una enorme finca y un monasterio muy elegante, adaptado para la atención de los monjes y monjas cistercienses. Una comunidad mixta que convive con mucha normalidad y serenidad y lleva su ritmo propio como consagrados. En este monasterio surgió la reforma cisterciense en España en 1435 y fue fundado por Martín de Vargas del monasterio de Piedra. En el monasterio se respiraba un aire de paz y serenidad que no es fácil encontrar en medio del mundanal ruido en el estamos inmersos. Cada día se agradecen más espacios que nos alejen mundo tóxico que nos toca vivir: Guerras, incendios, incurable polarización política y social, serpientes de verano para ocultar la podredumbre que está saliendo a la luz en nuestras altas esferas políticas y sociales, el “tú más” instalado como argumento principal, una justicia lenta que parece no llegar nunca a conclusiones firmes, mientras la corrupción nos acorrala como los fuegos de las Médulas. Celebramos juntos la Eucaristía y yo, en algún momento, deseé que no acabara nunca, se estaba muy bien allí como Santiago, Pedro y Juan en el monte Tabor. El tiempo en ese monasterio tiene otra dimensión, como si no existieran las prisas. Nos invitaron a comer y nos quedamos a compartir la mesa y la frarernidad. Durante la comida aparecieron un monje, en su silla de ruedas y una monja, los dos vestidos de ángeles. Un momento de humor y de sana ingenuidad que disfrutamos mucho. Nos fueron repartiendo a cada uno de los comensales un folio con hermosos mensajes sobre la virgen María, y con dibujos que ellos mismos habían realizado. Un momento especial lleno de ternura y de ingenuidad que nos hizo estallar en aplausos a todos. Este mundo es otro mundo del que tenemos necesidad, al menos de vez en cuando, para no perder de vista que no somos dueños sino peregrinos hacia el santuario de la verdad. Y al final, como todo lo bueno, se acabó como nuestro tiempo y tuvimos que dejar el monasterio del Císter para volver a nuestra cotidiana realidad. Esa misa noche había fiesta en el pueblo y la música de la verbena estaba a todo volumen, sin control, y unido a que hacía un calor espantoso fue muy difícil conciliar el sueño en toda la noche. Me venían al recuerdo los momentos de paz y serenidad, de silencio profundo, en medio de esos lugares donde se asienta el monasterio de Montesión en las afueras de Toledo, entre montes y tierras plantadas de melocotoneros y con grandes espacios verdes para el paseo y la meditación. No sé si estamos acertados los seres humanos optando por el ruido y las multitudes, e vez de seguir la indicación de fray Luis de Leon cuando decía: “Dichosos los que huyen del mundanal ruido y siguen la escondida senda por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido” El hermano Miguel Ángel nos llenó el maletero de melocotones y volvimos a casa con la idea de que algo grande estábamos dejando atrás. Al menos conservamos, Alfonso, Tomás y yo, la experiencia de un paréntesis que ha merecido la pena y que, seguramente, volvemos a repetir.

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