#25N2025 El Evangelio desde el exilio: cuando volver también es una forma de partir

El Evangelio desde el exilio: cuando volver también es una forma de partir
El Evangelio desde el exilio: cuando volver también es una forma de partir

Ningún exilio comienza en el aeropuerto. Comienza mucho antes, cuando algo en el alma presiente que una etapa está por desprenderse.

Durante más de treinta años viví en Los Ángeles. Allí formé familia, ministerio y comunidad. Allí crecí entre catequistas migrantes, mujeres de fe que, con sus manos cansadas, enseñaban la ternura de Dios a nuevas generaciones. Allí descubrí mi vocación como teóloga, acompañando a quienes viven entre dos mundos. Pero un día de agosto, el país que había sido mi hogar me cerró la puerta. Recibí la orden de deportación y, con ella, un silencio tan hondo que solo podía convertirse en oración.

Recuerdo el día en que vinieron a buscarme. Yo no estaba en casa; los agentes fueron recibidos por mi hijo. A él le notificaron que debía salir del país y que regresarían para asegurarse de que lo hiciera. No hubo papeles firmados ni palabras de consuelo, solo la presencia fría de una amenaza que entró hasta la puerta del hogar. Cuando mi hijo me lo contó, su voz temblaba. Esa noche entendí que quedarme significaba poner ese peso en los hombros de quienes más amo. Así que decidí partir, no por miedo, sino por amor: para que mis hijos no tuvieran que vivir la vergüenza o el terror que tantas familias migrantes conocen. Fue una despedida sin aeropuerto, un éxodo doméstico, el comienzo de mi exilio interior.

El regreso a México fue un viaje sin mapas. Empaqué tres décadas de vida en unas cuantas maletas. Dejé a mi esposo, a mis hijos adultos, a mis hermanas de camino. Dejé la casa donde florecieron mis sueños. Volví a una tierra conocida y extraña a la vez. Las calles me hablaban con acento antiguo, pero mi alma era otra. No regresé como quien visita su país; regresé como quien es devuelta al punto de partida para comprenderlo todo de nuevo.

Al principio, sentí que el suelo se deshacía bajo mis pies. No pertenecía del todo aquí ni allá. Pero en ese vacío comenzó a germinar algo nuevo: una fe más honda, despojada de certezas. Aprendí que el desarraigo no es solo pérdida: también es revelación. En medio del desconcierto, Dios me habló de un modo distinto —sin templo, sin escenario, sin micrófono—, solo con su presencia obstinada en el silencio.

En ese silencio comprendí que el exilio no es solo un lugar geográfico, sino una condición espiritual. Toda persona que ha tenido que soltar una vida, una certeza o una tierra conocida, ha pasado también por su propio exilio interior. Descubrí que la fe auténtica no se alimenta de estabilidad, sino de confianza. Recordé a María saliendo apresurada hacia la montaña, a Rut caminando detrás de Noemí, a Agar en el desierto oyendo su nombre pronunciado por Dios. Todas ellas experimentaron la pérdida como umbral sagrado. Y entendí que el Evangelio —cuando se vive desde los márgenes— se vuelve una semilla de esperanza radical. Allí donde el mundo dice “fracaso”, Dios dice “florecimiento”. En la soledad del retorno, esa promesa comenzó a latir también en mí: la certeza de que la fe puede renacer aun entre ruinas, y que cada persona desplazada, incomprendida o herida lleva en sí una revelación de Dios que la Iglesia todavía necesita escuchar.

He visto cómo la política migratoria actual se ha convertido en un desierto donde la dignidad humana se evapora. Personas que durante años trabajaron, oraron y sirvieron en silencio son de pronto tratadas como amenazas. El sistema que deporta a quienes sostienen con su esfuerzo y su fe la vida cotidiana de las comunidades no solo hiere cuerpos, sino también almas. Cuando el poder decide a quién se le permite quedarse y a quién se le ordena desaparecer, el Evangelio vuelve a ser crucificado en los márgenes. Y sin embargo, incluso allí, la esperanza resucita.

Fue entonces cuando comprendí algo que había escuchado en labios de muchas mujeres migrantes:

El Evangelio florece de forma profunda y distinta en medio del desarraigo.

Lo he visto en los rostros de quienes siguen sirviendo a la Iglesia sin reconocimiento alguno. En las madres que oran en voz baja mientras sus hijos son perseguidos como delincuentes por sus rostros morenos. En las catequistas que preparan clases después de limpiar casas ajenas. En cada una de ellas descubrí que la fe no necesita estabilidad para ser fecunda. Esa certeza, que tantas veces ayudé a nombrar en otras, se convirtió ahora en mi propia verdad.

Desde México, sigo acompañando a mis hermanas migrantes por medio de encuentros virtuales y retiros en línea. Nuestras conversaciones son una liturgia tejida de nostalgia, resistencia y esperanza. Ellas, con su sabiduría sencilla, me recuerdan que Dios no tiene papeles ni límites geográficos: viaja con su pueblo, cruza muros y habita donde se le permite amar.

Mi exilio se ha vuelto mi altar. No lo busqué, pero me ha devuelto el corazón del Evangelio: ese que no se predica desde el poder, sino desde la fragilidad. Hoy entiendo que Dios no me trajo de regreso para cerrar una historia, sino para continuarla desde otra tierra.

Sigo creyendo en el Dios que cruza fronteras, en el Dios que se queda con los que quedan. Y en esta nueva etapa —más interior que geográfica— descubro que volver después de décadas también es una forma de partir, que la promesa sigue viva en quienes deciden creer aun cuando todo parece perdido.

“El Señor te guardará en tu salida y en tu entrada, desde ahora y para siempre.” (Salmo 121:8)

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