Ordinario apetito

No confundir con “apetito ordinario” ni asociarlo sólo con temas gastronómicos. Estoy citando nada menos que a San Juan de la Cruz cuando dice en la Subida al Monte Carmelo: “Lo primero, traiga un ordinario apetito de imitar a Cristo en todas sus cosas, conformándose con su vida”. (I, Cap. 13,3). Así lo suelta, sin más contemplaciones, dejándonos con la inquietud de qué será eso del “apetito” y qué le añade lo de ser “ordinario”.

En realidad, de apetitos sabemos todos bastante en su versión de deseos, gustos, afanes, inclinaciones o ganas, asociadas estas muchas veces al comer y beber. A Eva el fruto del dichoso árbol prohibido le “tentaba el apetito, era una delicia de ver y deseable para tener acierto” (Gen 3,6). David dijo un día que le apetecía beber el agua de una fuente de Belén que estaba precisamente en poder de los filisteos. Como siempre hay gente dispuesta a hacer lo que sea para contentar al jefe, allá que se fueron tres de sus hombres arriesgando sus vidas para traérsela. Entonces él cayó en la cuenta de lo insensato que había sido y, en vez de bebérsela, la derramó por el suelo de puro remordimiento (2 Sam 23,15ss).

A otros el apetito les da por lo sexual, como a Amnón, hijo de David, un tipo incestuosísimo: se enamoró de su hermanastra Tamar que estaba divina de la muerte, le dijo que le apetecían unos buñuelitos que le salían a ella riquísimos y que se los llevara a su alcoba. Comprenderán que no voy a ponerme a contarles aquí lo que sigue, pero los mayores de 18 años pueden leerlo en 2 Sam 13.

Mejor vuelvo al texto de San Juan de la Cruz: “…la cual (vida de Cristo) deben considerar para saberla imitar y haberse en todas las cosas como se hubiera él”. Considerar: es decir, conocerla, recordarla, estudiarla, contemplarla y hasta aprendérsela de memoria. Saber más sobre sus gustos y apetitos: le gustaba madrugar, por ejemplo, y estar a solas con su Padre en el monte; prefería comer en compañía; se le iba el corazón hacia la gente más perdida; le impacientaban los fariseos y sus rigideces; no se dejaba acaparar por la familia; le importaba la gente y les hacía preguntas: “¿Qué queréis que haga por vosotros?, ¿A quién buscáis? ¿Qué te parece, Simón?, ¿De qué venís hablando por el camino?, ¿Quieres curarte?, ¿Ves algo?, ¿Cuánto tiempo hace que le pasa esto? ¿Quién me ha tocado el manto?, ¿Quién soy yo para vosotros?”... Sabía acoger los gritos y las lágrimas de la gente abatida y derrotada: “Ánimo, no tengas miedo, yo no te condeno, vente conmigo, tus pecados te son perdonados, levántate, sal fuera, vete en paz...”

Procuraba con extraña fijación tener cerca a sus discípulos, caminar con ellos, comer en su compañía. Ellos se comportaban tal y como eran: cerriles y obtusos, escuchándole a medias, enredando en sus móviles mientras les hablaba del Reino. Pero él estaba inmunizado contra la decepción: los quería tal como eran sin poderlo remediar, lo mismo que le pasa con nosotros para dicha nuestra.

Si lo de imitarle y conformarnos con su vida nos sobrepasa, podemos al menos ir a más en lo de conocerle y discurrir nuevas maneras de hacerlo, a mí se me ocurre esta: bajarnos de internet los cuatro Evangelios y convertir nuestros artilugios electrónicos en GospelPad, Gospelphone, whatsapGospel, onetouchGospel, smartGospel, androidGospel…

Si mi propuesta consigue un éxito viral (acabo de aprender este adjetivo), al mirar a los que van sentados enfrente de nosotros en el metro enfrascados en sus móviles, podremos preguntarnos: ¿Estarán jugando a explotar caramelos de colores o aprendiéndose de memoria las bienaventuranzas…?
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