"El Reino no pertenece  a los soberbios, sino a los humildes" El Papa, en el ángelus: "No tengamos miedo de reconocer  nuestros errores, de ponerlos al descubierto"

Ángelus del Papa
Ángelus del Papa

"El publicano tiene el valor y la humildad de presentarse ante Dios. No se encierra en su mundo, no se resigna al mal que ha hecho"

"No es ostentando nuestros méritos como nos salvamos,  ni ocultando nuestros errores, sino presentándonos honestamente, tal como somos, ante Dios, ante  nosotros mismos y ante los demás"

"Al comentar este episodio, san Agustín compara al fariseo con un enfermo que, por vergüenza  y orgullo, oculta sus llagas al médico, y al publicano con otro que, con humildad y sabiduría, muestra  al médico sus heridas, por muy feas que sean, y le pide ayuda"

"Hacemos nuestro el sufrimiento y la esperanza de los niños, las madres, los padres y los ancianos víctimas de la guerra"

En su catequesis antes del rezo del ángelus, desde la cátedra de la ventana, León XIV glosa la parábola del fariseo y del publicano y pide a los cristianos que, como este último, "no tengamos miedo de reconocer  nuestros errores, de ponerlos al descubierto", porque "el Reino no pertenece  a los soberbios, sino a los humildes".

Según el Papa, "no es ostentando nuestros méritos como nos salvamos,  ni ocultando nuestros errores, sino presentándonos honestamente, tal como somos, ante Dios, ante  nosotros mismos y ante los demás", Y, por eso, termina la catequesis con una cita de San Agustín, en la que "compara al fariseo con un enfermo que, por vergüenza  y orgullo, oculta sus llagas al médico".

Tras el ángelus, el Papa recordó a los damnificados por las inundaciones en México y pidió oraciones por las víctimas de la guerra: "Hacemos nuestro el sufrimiento y la esperanza de los niños, las madres, los padres y los ancianos víctimas de la guerra". Y recordó la bienaventuranza de Cristo: "Felices los que trabajan por la paz"

Creemos. Crecemos. Contigo

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Texto completo de la catequesis del Papa

Queridos hermanos y hermanas, ¡buen domingo! 

Hoy el Evangelio (cf. Lc 18,9-14) nos presenta a dos personajes, un fariseo y un publicano,  que oran en el Templo. 

El primero se jacta de una larga lista de méritos. Las buenas obras que realiza son muchas, y  por eso se siente mejor que los demás, a quienes juzga con desprecio. Se mantiene de pie, con la  frente en alto. Su actitud es claramente presuntuosa: denota una observancia exacta de la Ley, sí, pero  pobre en amor, hecha de “haber” y “tener”, de deudas y créditos, carente de misericordia. 

El publicano también está rezando, pero de manera muy diferente. Tiene mucho por qué pedir  perdón: es un recaudador de impuestos al servicio del imperio romano que trabaja con un contrato  público, el cual le permite especular con los ingresos en detrimento de sus propios compatriotas. Sin  embargo, al final de la parábola, Jesús nos dice que, de los dos, es precisamente él quien vuelve a  casa “justificado”, es decir, perdonado y renovado por el encuentro con Dios. ¿Por qué?

En primer lugar, el publicano tiene el valor y la humildad de presentarse ante Dios. No se encierra en su mundo, no se resigna al mal que ha hecho. Abandona los lugares donde es temido,  seguro, protegido por el poder que ejerce sobre los demás. Acude al templo solo, sin escolta, aun a  costa de enfrentarse a miradas duras y juicios severos, y se coloca delante del Señor, al fondo, con la  cabeza inclinada hacia abajo, pronunciando unas pocas palabras: «¡Dios mío, ten piedad de mí, que  soy un pecador!» (v. 13). 

Así, Jesús nos da un mensaje poderoso: no es ostentando nuestros méritos como nos salvamos,  ni ocultando nuestros errores, sino presentándonos honestamente, tal como somos, ante Dios, ante  nosotros mismos y ante los demás, pidiendo perdón y confiando en la gracia del Señor. 

Al comentar este episodio, san Agustín compara al fariseo con un enfermo que, por vergüenza  y orgullo, oculta sus llagas al médico, y al publicano con otro que, con humildad y sabiduría, muestra  al médico sus heridas, por muy feas que sean, y le pide ayuda. Y concluye: «No es, pues, extraño que  saliera más curado el publicano, que no tuvo reparos en mostrar lo que le dolía» (Sermón 351,1). 

Angelus

Queridos hermanos y hermanas, hagamos lo mismo. No tengamos miedo de reconocer  nuestros errores, de ponerlos al descubierto asumiendo nuestra responsabilidad y confiándolos a la  misericordia de Dios. Así podrá crecer, en nosotros y a nuestro alrededor, su Reino, que no pertenece  a los soberbios, sino a los humildes, y que se cultiva, en la oración y en la vida, a través de la  honestidad, el perdón y la gratitud. 

Pidamos a María, modelo de santidad, que nos ayude a crecer en estas virtudes.

Saludos tras el ángelus

En los saludos, tras el ángelus, el Papa se solidarizó con los damnificados por el aluvión en México y recomendó vivamente que recemos por la paz.

Hermanas y hermanos, estoy muy cerca de las poblaciones del este de México afectadas en los últimos días por las inundaciones. Rezo por las familias y por todos los que sufren a causa de esta calamidad y encomiendo al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen, las almas de los difuntos.

Continuamos rezando sin cesar por la paz, especialmente mediante el rezo comunitario del Santo Rosario, contemplando los misterios del Señor. Junto con la Virgen María hacemos nuestro el sufrimiento y la esperanza de los niños, las madres, los padres y los ancianos víctimas de la guerra. Y de esta intercesión del corazón nacen tantos gestos de caridad evangélica, de cercanía concreta, de solidaridad.

A todos aquellos que cada día, con perseverancia confiada, con confianza llevan adelante este compromiso. Repito, bienaventurados los que trabajan por la paz.

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