Francisco denuncia “el miedo de perder a los salvados” frente al “deseo de salvar a los perdidos” “El camino de la Iglesia es el de no condenar a nadie para siempre y difundir la misericordia de Dios a todos”

(Jesús Bastante).- Misa con los nuevos cardenales en la basílica de San Pedro. Hoy, sin Benedicto XVI, quien ayer dio una nueva muestra de la reforma en continuidad con Francisco. El abrazo de los dos Papas frente a quienes postulan poco menos que un cisma acalló muchas bocas. Todas, excepto las de aquellos que anteponen "su" iglesia a la de Cristo, la observancia rigurosa a la misericordia. A todos ellos dedicó especialmente Bergoglio su homilía de esta mañana, una de las más hermosas que este cronista recuerda. "El camino de la Iglesia es el de no condenar a nadie para siempre y difundir la misericordia de Dios a todos".

Se vio a Bergoglio fatigado durante la procesión hacia el altar: han sido días intensos, con la celebración del consistorio de cardenales y las propuestas de reforma de la Curia, trabajos con el consejo de economía y un nuevo impulso a la lucha contra la pederastia clerical. No obstante, en su homilía, volvió a demostrar que la fuerza de su pontificado no es flor de un día.

Tuvo la ceremonia de esta mañana, como el propio consistorio, una fuerte presencia multicolor, de distintos pueblos, de distintas razas. Incluso, de otras religiones. Se vio en San Pedro a budistas e hinduistas, acompañando a algunos de los cardenales de las periferias.


"Jesús, si quieres puedes limpiarme". "Quiero, queda limpio". Con estas frases del Evangelio arrancó Bergoglio su homilía, en el que destacó "la compasión de Jesús, ese 'padecer con'....". "Jesús se da completamente, se involucra en el dolor y en la necesidad de la gente. Simplemente porque Él sabe, y quiere padecer con, porque tiene un corazón que no se avergüenza de tener compasión", apuntó.

"Jesús no tiene miedo del riesgo que supone asumir el sufrimiento del otro, pero paga el precio con todas las consecuencias", añadió el Papa, quien insistió en que "Jesús reintegra al marginado, y estos son los tres conceptos clave que la Iglesia nos propone hoy: la compasión de Jesús, ante la marginación y su voluntad de integración".

Sobre la marginación, Francisco recordó cómo la ley de Moisés marginaba a los leprosos, y les declaraba impuros mientras durara su enfermedad. "Imaginad cuánto sufrimiento y vergüenza debía sentir un leproso: física, psíquica, espiritualmente. No sólo es víctima, sino que también se siente culpable, castigado por sus pecados. Es un muerto viviente, como si su padre le hubiera escupido en la cara. Además, el leproso difunde miedo, disgusto... y es abandonado por sus familiares, evitado por las personas, marginados por una sociedad que le expulsa. Lo excluye", declaró Bergoglio.

Ante esto, Jesús apuesta por la integración. "Jesús revoluciona y sacude fuertemente la mentalidad cerrada por el miedo y los prejuicios. Él no deroga la Ley de Moisés, sino que la lleva a plenitud, declarando la ineficacia de la ley del Talión, declarando que Dios no se complace del Sábado que desprecia al hombre, o cuando no condena a la mujer adúltera, sino la intransigencia de aquellos preparados para lapidarla sin piedad"

"La lógica del amor que no se basa en el miedo, sino en la libertad, en la caridad, en el sano celo y el deseo salvífico de Dios. Dios nuestro salvador, que quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de verdad", continuó, recordando el dicho evangélico: "Misericordia quiero, y no sacrificios".

"Jesús, nuevo Moisés, ha querido curar al leproso, ha querido tocarle, ha querido reintegrarle en la comunidad sin autolimitarse por los prejuicios, sin adecuarse al a mentalidad dominante sin preocuparse del contagio". Porque "Jesús responde a la súplica del leproso sin dilación, sin los consabidos aplazamientos para evaluar la situación. Para Jesús lo que cuenta es alcanzar y salvar a los lejanos, curar la heridas de los enfermos, reintegrar a todos al a familia de Dios. Y eso escandaliza a algunos".

Pero "Jesús no tiene miedo a estos escándalos. No tiene miedo a las personas obtusas, que se escandalizan de cualquier apertura, a cualquier paso que no entre en sus esquemas, a cualquier caricia que no corresponda a su forma de pensar y su pureza ritualista ha querido integrar a los marginados, salvar a los que están fuera del campamento".

Se trata, en definitiva, de "las dos lógicas de pensamiento y de fe" que siempre han estado pugnando en la Iglesia: "El miedo de perder a los salvados y el deseo de salvar a los perdidos. Hoy también sucede. Lo de los Doctores de la Ley, alejarse del peligro; y la lógica de Dios, que con su misericordia acoge, reintegrando y transfigurando el mal en bien, la condena en salvación, y la exclusión en anuncio. Estas dos lógicas recorren la historia de la Iglesia: marginar y reintegrar".

Desde las primeras comunidades, cuando "San Pablo escandalizó y encontró una fuerte resistencia y gran hostilidad, sobre todo de parte de aquellos que exigían una incondicional observancia de la Ley mosaica. También San Pedro fue duramente criticado por la comunidad cuando entró en casa de Cornelio".

Pero Francisco quiso dejar claro que "el camino de la Iglesia es siempre el camino de Jesús, el de la misericordia y el de la integración. Esto no quiere decir menospreciar los peligros o hacer entrar los lobos en el rebaño, sino acoger al hijo pródigo, actuar decididamente, remangarse y no quedarse mirando pasivamente el sufrimiento del mundo".

"El camino de la Iglesia es el de no condenar a nadie para siempre y difundir la misericordia de Dios a todas las personas que lo piden con corazón sincero. Salir del propio recinto para buscar a los lejanos en las periferias de la exigencia, es de seguir al Maestro cuando dice 'No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores'", proclamó el Papa, recordando que "curando al leproso, Jesús no hace ningún daño al que no está enfermo. No le expone a un peligro, sino que le da un hermano. No desprecia la ley, sino que valora al hombre, para el que Dios ha dado la ley. Jesús libra a los sanos de la tentación del hermano mayor, y del peso de la envidia y la murmuración de los trabajadores que han soportado el peso de la jornada".

"La caridad no puede ser neutra, aséptica, indiferente, tibia o imparcial. La caridad contagia, apasiona, arriesga y compromete, porque la caridad verdadera siempre es inmerecida, incondicional y gratuita. La caridad es creativa en la búsqueda del lenguaje justo, para comunicar con aquellos considerados incurables y por lo tanto, intocables", insistió Bergoglio.

Dirigiéndose a los nuevos cardenales, Francisco les recordó que "ésta es la lógica de Jesús. Este es el camino de la Iglesia. No solo acoger e integrar, con valor evangélico, a aquellos que llaman a la puerta. Sino salir, ir a buscar, sin prejuicios y sin miedos a los lejanos, manifestándoles gratuitamente aquello que hemos recibido gratuitamente".

"Quien dice que permanece en Cristo debe caminar como él caminó. La total disponibilidad para caminar con los demás, es nuestro signo distintivo, nuestro único honor", incidió el Papa a los nuevos cardenales, a los que pidió "ver a señor en cada persona que sufre, que está desnuda, también en aquellos que han perdido la fe o se declaran ateos, al señor que está en la cárcel, que no tiene trabajo, despedido... Al discriminado. No descubrimos al Señor si no acogemos auténticamente al marginado".

Homilía del Santo Padre

«Señor, si quieres, puedes limpiarme...» Jesús, sintiendo lástima; extendió la mano y lo tocó diciendo: «Quiero: queda limpio» (cf. Mc 1,40-41). La compasión de Jesús. Ese padecer con que lo acercaba a cada persona que sufre. Jesús, se da completamente, se involucra en el dolor y la necesidad de la gente... simplemente, porque Él sabe y quiere padecer con, porque tiene un corazón que no se avergüenza de tener compasión.

«No podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado» (Mc 1, 45). Esto significa que, además de curar al leproso, Jesús ha tomado sobre sí la marginación que la ley de Moisés imponía (cf. Lv 13,1-2. 45-46). Jesús no tiene miedo del riesgo que supone asumir el sufrimiento de otro, pero paga el precio con todas las consecuencias (cf. Is 53,4).

La compasión lleva a Jesús a actuar concretamente: a reintegrar al marginado. Éstos son los tres conceptos claves que la Iglesia nos propone hoy en la liturgia de la palabra: la compasión de Jesús ante la marginación y su voluntad de integración.

Marginación: Moisés, tratando jurídicamente la cuestión de los leprosos, pide que sean alejados y marginados por la comunidad, mientras dure su mal, y los declara: «Impuros» (cf. Lv 13,1-2. 45.46).

Imaginen cuánto sufrimiento y cuánta vergüenza debía sentir un leproso: físicamente, socialmente, psicológicamente y espiritualmente. No es sólo víctima de una enfermedad, sino que también se siente culpable, castigado por sus pecados. Es un muerto viviente, como «si su padre le hubiera escupido en la cara» (Nm 12,14).

Además, el leproso infunde miedo, desprecio, disgusto y por esto viene abandonado por los propios familiares, evitado por las otras personas, marginado por la sociedad, es más, la misma sociedad lo expulsa y lo fuerza a vivir en lugares alejados de los sanos, lo excluye. Y esto hasta el punto de que si un individuo sano se hubiese acercado a un leproso, habría sido severamente castigado y, muchas veces, tratado, a su vez, como un leproso.

La finalidad de esa norma de comportamiento era la de salvar a los sanos, proteger a los justos y, para salvaguardarlos de todo riesgo, marginar el peligro, tratando sin piedad al contagiado. De aquí, que el Sumo Sacerdote Caifás exclamase: «Conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera» (Jn 11,50).

Integración: Jesús revoluciona y sacude fuertemente aquella mentalidad cerrada por el miedo y recluida en los prejuicios. Él, sin embargo, no deroga la Ley de Moisés, sino que la lleva a plenitud (cf. Mt 5, 17), declarando, por ejemplo, la ineficacia contraproducente de la ley del talión; declarando que Dios no se complace en la observancia del Sábado que desprecia al hombre y lo condena; o cuando ante la mujer pecadora, no la condena, sino que la salva de la intransigencia de aquellos que estaban ya preparados para lapidarla sin piedad, pretendiendo aplicar la Ley de Moisés. Jesús revoluciona también las conciencias en el Discurso de la montaña (cf. Mt 5) abriendo nuevos horizontes para la humanidad y revelando plenamente la lógica de Dios. La lógica del amor que no se basa en el miedo sino en la libertad, en la caridad, en el sano celo y en el deseo salvífico de Dios, Nuestro Salvador, «que quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tm 2,4). «Misericordia quiero y no sacrifico» (Mt 12,7; Os 6,6).

Jesús, nuevo Moisés, ha querido curar al leproso, ha querido tocar, ha querido reintegrar en la comunidad, sin autolimitarse por los prejuicios; sin adecuarse a la mentalidad dominante de la gente; sin preocuparse para nada del contagio. Jesús responde a la súplica del leproso sin dilación y sin los consabidos aplazamientos para estudiar la situación y todas sus eventuales consecuencias. Para Jesús lo que cuenta, sobre todo, es alcanzar y salvar a los lejanos, curar las heridas de los enfermos, reintegrar a todos en la familia de Dios. Y eso escandaliza a algunos.

Jesús no tiene miedo de este tipo de escándalo. Él no piensa en las personas obtusas que se escandalizan incluso de una curación, que se escandalizan de cualquier apertura, a cualquier paso que no entre en sus esquemas mentales o espirituales, a cualquier caricia o ternura que no corresponda a su forma de pensar y a su pureza ritualista. Él ha querido integrar a los marginados, salvar a los que están fuera del campamento (cf. Jn 10).

Son dos lógicas de pensamiento y de fe: el miedo de perder a los salvados y el deseo de salvar a los perdidos. Hoy también nos encontramos en la encrucijada de estas dos lógicas: a veces, la de los doctores de la ley, o sea, alejarse del peligro apartándose de la persona contagiada, y la lógica de Dios que, con su misericordia, abraza y acoge reintegrando y transfigurando el mal en bien, la condena en salvación y la exclusión en anuncio.

Estas dos lógicas recorren toda la historia de la Iglesia: marginar y reintegrar. San Pablo, dando cumplimiento al mandamiento del Señor de llevar el anuncio del Evangelio hasta los extremos confines de la tierra (cf. Mt 28,19), escandalizó y encontró una fuerte resistencia y una gran hostilidad sobre todo de parte de aquellos que exigían una incondicional observancia de la Ley mosaica, incluso a los paganos convertidos. También san Pedro fue duramente criticado por la comunidad cuando entró en la casa de Cornelio, el centurión pagano (cf. Hch 10).

El camino de la Iglesia, desde el concilio de Jerusalén en adelante, es siempre el camino de Jesús, el de la misericordia y de la integración. Esto no quiere decir menospreciar los peligros o hacer entrar los lobos en el rebaño, sino acoger al hijo pródigo arrepentido; sanar con determinación y valor las heridas del pecado; actuar decididamente y no quedarse mirando de forma pasiva el sufrimiento del mundo. El camino de la Iglesia es el de no condenar a nadie para siempre y difundir la misericordia de Dios a todas las personas que la piden con corazón sincero; el camino de la Iglesia es precisamente el de salir del propio recinto para ir a buscar a los lejanos en las "periferias" de la existencia; es el de adoptar integralmente la lógica de Dios; el de seguir al Maestro que dice: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan» (Lc 5,31-32).

Curando al leproso, Jesús no hace ningún daño al que está sano, es más, lo libra del miedo; no lo expone a un peligro sino que le da un hermano; no desprecia la Ley sino que valora al hombre, para el cual Dios ha inspirado la Ley. En efecto, Jesús libra a los sanos de la tentación del «hermano mayor» (cf. Lc 15,11-32) y del peso de la envidia y de la murmuración de los trabajadores que han soportado el peso de la jornada y el calor (cf. Mt 20,1-16).

En consecuencia: la caridad no puede ser neutra, indiferente, tibia o imparcial. La caridad contagia, apasiona, arriesga y compromete. Porque la caridad verdadera siempre es inmerecida, incondicional y gratuita (cf. 1Cor 13). La caridad es creativa en la búsqueda del lenguaje adecuado para comunicar con aquellos que son considerados incurables y, por lo tanto, intocables. El contacto es el auténtico lenguaje que transmite, fue el lenguaje afectivo, el que proporcionó la curación al leproso. ¡Cuántas curaciones podemos realizar y transmitir aprendiendo este lenguaje! Era un leproso y se hay convertido en mensajero del amor de Dios. Dice el Evangelio: «Pero cuando se fue, empezó a pregonar bien alto y a divulgar el hecho» (Mc 1,45).

Queridos nuevos Cardenales, ésta es la lógica de Jesús, éste es el camino de la Iglesia: no sólo acoger y integrar, con valor evangélico, aquellos que llaman a la puerta, sino ir a buscar, sin prejuicios y sin miedos, a los lejanos, manifestándoles gratuitamente aquello que también nosotros hemos recibido gratuitamente. «Quien dice que permanece en Él debe caminar como Él caminó» (1Jn 2,6). ¡La disponibilidad total para servir a los demás es nuestro signo distintivo, es nuestro único título de honor!

En esta Eucaristía que nos reúne entorno al altar, invocamos la intercesión de María, Madre de la Iglesia, que sufrió en primera persona la marginación causada por las calumnias (cf. Jn 8,41) y el exilio (cf. Mt 2,13-23), para que nos conceda el ser siervos fieles de Dios. Ella, que es la Madre, nos enseñe a no tener miedo de acoger con ternura a los marginados; a no tener miedo de la ternura y de la compasión; nos revista de paciencia para acompañarlos en su camino, sin buscar los resultados del éxito mundano; nos muestre a Jesús y nos haga caminar como Él.

Queridos hermanos, mirando a Jesús y a nuestra Madre María, los exhorto a servir a la Iglesia, en modo tal que los cristianos - edificados por nuestro testimonio - no tengan la tentación de estar con Jesús sin querer estar con los marginados, aislándose en una casta que nada tiene de auténticamente eclesial. Los invito a servir a Jesús crucificado en toda persona marginada, por el motivo que sea; a ver al Señor en cada persona excluida que tiene hambre, que tiene sed, que está desnuda; al Señor que está presente también en aquellos que han perdido la fe, o que, alejados, no viven la propia fe; al Señor que está en la cárcel, que está enfermo, que no tiene trabajo, que es perseguido; al Señor que está en el leproso - de cuerpo o de alma -, que está discriminado. No descubrimos al Señor, si no acogemos auténticamente al marginado. Recordemos siempre la imagen de san Francisco que no ha tenido miedo de abrazar al leproso y de acoger aquellos que sufren cualquier tipo de marginación. En realidad, sobre el evangelio de los marginados, se descubre y se revela nuestra credibilidad.

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