De escribas y fariseos vestidos de púrpura

En los evangelios, Jesús, aparece confrontado en muchas ocasiones con los escribas y fariseos. Uno de los muchos episodios evangélicos, que nos recuerdan este conflicto, nos ayudará a interpretar la actitud permanente de algunos cardenales al respecto del Papa Francisco. Nos referimos al conocido texto de la mujer adultera (Juan 8:1-11). En él aparecen los escribas, que son un grupo profesional dedicado a la transmisión e interpretación de la Ley (Torá); casi siempre aparecen junto a los fariseos y/o sumos sacerdotes. Los fariseos constituyen una corriente religiosa o “escuela de pensamiento” para quienes la Torá tiene una importancia central como expresión de la voluntad de Dios; se preocupaban, pues, por la estricta interpretación y observancia de la Ley. Les va sonando todo esto…Dicen los cardenales en su misiva: ”Ahora, impulsados en conciencia por nuestra responsabilidad pastoral y deseando hacer realidad cada vez más esa sinodalidad a la cual Su Santidad nos exhorta, con profundo respeto nos permitimos pedirle, Santo Padre, como supremo Maestro de la Fe llamado por el Resucitado a confirmar a sus hermanos en la fe, que dirima las incertidumbres y clarifique, dando benévolamente respuesta a las "Dudas" que nos permitimos adjuntar a la presente”. A todas luces una carta para que el Papa caiga en la trampa, ya que las “dudas” las tienen ya resueltas. Lo contrario sería muy extraño en personajes tan cualificados.
Seguimos con el análisis del texto evangélico. El narrador evangélico ilustra al lector del objetivo que perseguían los acusadores, pues ya la acción de colocar a alguien en el medio es acusarlo, dado que así se solía hacer en los interrogatorios judiciales (Una carta, que se filtra intencionadamente para obligarle a definirse públicamente. Ahora el Burke quiere una acto formal de qué…). Una vez que el narrador presenta al lector la mujer adúltera, los acusadores la presentan a Jesús. Se percibe que no se trata de establecer si la mujer es culpable o no, esa es una premisa que se da por supuesta. El objetivo es establecer su condena. La clave es: “pero, ¿tú qué dices?” (La respuesta que solicitan estos señores es si o no, sin matices). La intención de los escribas y fariseos no es conocer la interpretación que Jesús hace de la ley, sino “tenderle una trampa”, como lo señalará directamente el narrador. (En nuestro caso, oponerle a la doctrina de la Iglesia y a los Papas anteriores. Esa es la trampa). Continuamos con el texto, en efecto, la condena del adulterio en el decálogo y en el código de santidad, es la lapidación. La trampa está tendida y al parecer Jesús no tiene escapatoria. El lector se pregunta cómo podrá librarse de los escribas y fariseos que más que a la mujer, lo que pretenden es acusarle a Él. ¿Cómo hará Jesús para ser coherente con su misión, que no condena sino que salva, sin llegar a transgredir la ley de Moisés? (Atentos a esta pregunta. ¡Actualicémosla!). La precisión del narrador, acerca de la falacia de los escribas y fariseos, permite que el lector pueda dar su propio juicio acerca de la actitud de los acusadores y opte, en cambio, por Jesús (Las mismas preguntas condenan a quienes las formulan en esa carta).



El silencio inicial de Jesús no fue fruto de la cobardía o de la indiferencia. Él estaba dispuesto a ponerse de parte de la verdad, inclusive en el contexto hostil en el que se encontraba. Las palabras de Jesús responden a la presión de los escribas y fariseos que piden a toda costa una respuesta, pues no ven la hora de cómo condenarlo a Él (Ese es el objetivo final y no otro, pero: ¿qué condena pretenden?). La sentencia de Jesús no absuelve directamente a la mujer, sino que pone una condición a la aplicación de la ley mosaica: “el que esté sin pecado tire la primera piedra”. Lo que Jesús dice no es una simple palabra, es un mandamiento, que pide juzgar a los demás, en este caso la mujer sorprendida en adulterio, después de haberse juzgado a sí mismo (Muchos nos retiraríamos. Esos señores no). Los acusadores esperaban que Jesús corroborara un procedimiento judicial, y son ellos los que al comenzar a alejarse aprueban las palabras de Jesús. En esta ocasión, los enemigos de Jesús no pueden hacerlo caer en la trampa (Tampoco, ahora). Pero así como Jesús había puesto una condición a la lapidación, también pide un requisito a la mujer: “desde ahora no peques más”. Jesús es el único que tiene la autoridad formal y moral para condenar y, sin embargo, no lo hace, pues Él no vino a condenar sino a salvar. Su actitud traza una pauta de comportamiento misericordioso del cristiano, que no ha de confundirse jamás con la tolerancia al pecado, pues éste debe ser denunciado (La adultera es adultera sin paliativos), al mismo tiempo que el pecador viene comprendido y respetado en su dignidad como persona (Esto se les olvida, no quieren oírlo). Y esa es la gran lección de esta Exhortación Apostólica: “Amoris Laetitia”. El pecado no carece de importancia a los ojos de Dios o que Él pasa por alto el castigo, sino que extiende su misericordia al pecador para que éste se aparte del pecado; así sucede en este relato, primero la mujer recibe la noticia de su no condena y después es llamada a la conversión, en efecto, no es el miedo al castigo -la mujer sabía de la suerte esperada a las adúlteras-, sino la experiencia del amor, la verdadera llamada al arrepentimiento y aún más: a la fe. (Por ahí va la “Amoris Laetitia”, y lo saben, pero no les interesa la lectura global).
La salvación que Jesús, el enviado del Padre, ofrece a quienes creen en Él, no viene del rigorismo o del moralismo, sino del encuentro con la misericordia divina; es la ley y la moral la que se ponen al servicio del hombre y respetando su libertad y su dignidad hacen de él una verdadera persona capaz de levantarse del pecado y, movido por el perdón compasivo de Dios, poner en práctica el verdadero amor que nace de un corazón reconciliado.

Nadie les niega la libertad de expresión a estos señores, que no deseo nominarles para no hacerles más propaganda. Pero una carta trampa no es digno de tan alta institución. Sobre todo, cuando la intencionalidad de la misma es palmaria y se esconde en pretextos píos.
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