Buscando la alegría de vivir



Aquí estoy, en la orilla del nuevo siglo, intentando orientar mi vuelo por las ofertas de la modernidad.

Me llegan los silbos de sirena televisivos con promesas de felicidad, de poder, de velocidad y hasta de ruptura rebelde. Algunas actualísimas presentadoras se han pasado al destape meretricio y provocan al personal con la carnadura que deberían reservar a sus maridos.

Demasiados programas revientan mis pupilas y mi serenidad con exacerbada violencia. ¡Como si la dura realidad no fuera suficiente! Otros me sazonan, como a estúpido espectador al horno, con el picante sabor de los famosos: intrigas, divorcios, palabrería y obscenidad. Decididamente este ídolo futurista no me lleva a la felicidad.

Me vuelvo hacia mis jóvenes amigos recién casados, con su alegría centelleante y su optimismo reventón. ¡Eso sí que es felicidad! Me voy animando. Me cuentan sus intenciones de gastar una abultada cifra en libar las mieles en La India, donde la pobreza estropajea el paladar y resquebraja el corazón. No entiendo el romanticismo de bailar cómodamente sobre la miseria. Me informo de su lista de bodas para tener un detalle. La lavadora alemana, el frigo americano, la cafetera inglesa... ¡Más abajo! ¡Algo más modesto, más adecuado a mi bolsillo prejubilado! Veamos: marco de plata, tabaquera de ébano, jarrón de murano... ¡No, no me engancharé a esta lista de superfluidad! Elegiré por mi cuenta algo con sabor a íntimo y necesario. Si no, el dúctil dinero. ¡Que lo quemen en la hoguera de su conciencia consumidora!



Sigo buscando a quién plagiar la dicha de este tecnológico milenio. Recuerdo el encuentro con ese matrimonio joven, universitarios ellos, educados en los mejores colegios, con tres hijos y maravillosos proyectos. Sincera ella, me reconoce que no necesitaría trabajar porque el sueldo del marido es más que suficiente para salir adelante. Que sus pequeños la necesitan y la reclaman como pajarillos anidados, con el pico abierto y el pío puesto. Me dice que le duele ausentarse en ese tiempo sagrado en que los niños son esponjas de quien les presencia. Que Lupe, la ecuatoriana, no tiene formación ni experiencia para educar, aunque es muy buena.

Pero, claro, las exigencias de los tiempos y de los amigos le empujan a trabajar. ¿Cómo podría, si no, pagar las salidas nocturnas, los restaurantes de moda, la ropa chic y los viajes al extranjero? ¿Cómo renunciar al pequeño poder y prestigio de su título universitario en la gran empresa? Naturalmente hay que estar a la altura y cumplir con los modernos requerimientos de la igualdad. ¿Qué altura? ¿Qué igualdad? ¿Dónde queda la prioridad de los hijos, al menos mientras son pequeños? ¿Dónde la sagrada e insustituible misión de una madre? ¡Ya me los educarán en la guardería o en el estupendo colegio o la chacha fija, que para eso la pago!

Me siento decepcionado. Tampoco me siento a gusto con este camino banal e irresponsable, con esta igualdad infanticida, con esta ambición ilustrada, con esta familia pudiente pero sin suficiente calor de hogar. Me entristece la decadencia de la familia y su progresiva degradación con el enfervorizado aplauso de una sociedad materializada y hedonista.

Brujuleo en mi memoria. Recorro los fulgores de mis conocidos más brillantes, más poderosos, más futuristas. Ninguno me llega a entusiasmar. Me siento perdido en este tiempo de tanto estreno vacuo y tanta ambición espiral. ¿Será que la honradez, la austeridad, la justicia, el trabajo bien hecho, la fidelidad, la relación auténtica y profunda, el amor de verdad, ya no valen en el nuevo tiempo?

Agotado en mi intento, me sumerjo en la quietud de mis íntimos sentimientos. Sin darme cuenta, surge en mi interior la imagen de mi abuelo con su bondad, su sencillez, su contagiosa alegría, su paz y suavidad de nimbo. Me invade la extrañeza. ¿Qué haces dentro de mí abuelo? ¡Hace tantos años que te fuiste! Tu recuerdo me hace sentirme bien, como aquel niño inocente e ilusionado al que enseñabas a pintar, a jugar y a respetar.



Se me vuela la imaginación. Iré con el abuelo a la bodega… Quiero disfrutar de su paz, de su sosiego, de su cuidado, de su bondad y, sobre todo, de su alegría. Quiero volver a ser niño, a disfrutar de la vida, a creerme que desde la viña burgalesa se ve el estrecho de Gibraltar. No quiero competir. Quiero convivir y ser bueno, como tú abuelo. Y sencillo. Y alegre. Y juguetón.

Precisamente ahora, cuando ambicionaba un futuro descansado y feliz, me sorprendes con tu amplia y arrugada sonrisa dentro de mí. ¡Me atrae tu sonrisa abuelo, y tu complicidad con mis pequeños deseos! Me atrae tu pacífica suavidad, tu sencillez, tu permanente dar sin que se note, tu humildad, tu permanente alegría, tu poner a la familia lo primero. ¿Y yo qué he hecho? Me olvidé de ti, me metí en un mundo de ambiciones, tensiones, farsas e imágenes fatuas. Tenía que conseguir una externa seguridad, prosperar a cualquier precio, figurar, tener dinero. Ahora me doy cuenta de que eso no me hace feliz. Empiezo a recuperar tu pobre herencia luminosa y sencilla, la que llenó de calor, espontaneidad y alegría mi infancia.

La noria del tiempo gira imparable sobre un nuevo milenio. ¿De qué servirá su giro si no empapa mi vida del agua que limpia y regenera? Resuena en mi memoria aquella copla popular: "Peldaños de eternidad me ofrece el tiempo en su huida, si, ascendiendo paso a paso, lleno mis manos vacías. Como una sombra se esfuman del hombre vano los días, pero uno solo ante Dios cuenta mil años de espigas. Lo bueno y noble perdura eternizado en la dicha. Sembraré, mientras es tiempo, aunque me cueste fatigas".

Tu recuerdo, abuelo, ha devuelto la paz a mi inquieta búsqueda. Empiezo a redescubrir la alegría de ser, de darme sencilla y naturalmente, empezando por la familia. ¡Gracias abuelo! ¡Gracias porque nos sigues acompañando con los tesoros de tu intangible herencia!
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