Todo lo hizo bien

Cuentan que a los novicios de hace años se les ordenaba plantar las lechugas boca abajo para probar su obediencia. Hoy esta anécdota histórica nos hace sonreír. Sin embargo, en la formación religiosa actual, todavía se insiste en consejos estereotipados y fuera de época que se oponen al sentido común.


Ayer mismo -por ejemplo- mi profesora de Teología Mística, una santa anciana, inteligente, laica, madre de ocho hijos y abuela interminable, insistía en el olvido de sí mismo para avanzar por las moradas del castillo interior y llegar a la santidad. Al terminar la clase, me acerqué y le susurré al oído: ¿Sabes que la Sicopedagogía actual afirma que la plenitud consiste en llegar a ser uno mismo? Me contestó con una evasiva. Lo entiendo, no podemos cambiar la mentalidad de nuestras abuelas. Pero tampoco podemos pretender que los jóvenes -y menos jóvenes- acepten hoy las lechugas invertidas del pasado.


¿Cómo puede uno olvidarse de sí mismo, machacar el yo, anularse, desaparecer? ¿Quién es, entonces, el sujeto de la santificación propuesta? ¿No habrá que reivindicar con urgencia el yo -monosílabo maldito- tan maltratado y mal entendido por muchos autores religiosos? ¿No habrá que distinguirlo del "ego", ese fantasma invasor que suplanta y arruina precisamente al yo? ¿Cómo podemos concebir un “dios” que sólo crece a costa de nuestro sufrimiento y la ruina de nuestra personalidad? Comprendo que el lenguaje de algunos santos recoja la influencia de su época y los errores bien intencionados de su ambiente. Sin duda la “sabiduría interior” superó con creces la negatividad circundante.


Es menos comprensible la rígida inercia que hoy nos hace repetir consignas y conceptos, contrarios a la realidad de la vida y a los signos de los tiempos. Si queremos llegar a nuestros coetáneos, tenemos que hablar en positivo. Tenemos, por ejemplo, que ayudar a descubrir el yo, a construir la personalidad, a vitalizar más que a mortificar, a elevar la autoestima, a fortalecer la voluntad, a usar la libertad, a cuidar el cuerpo, etc. Es decir, a vivir en orden y valorar la vida.


Seguimos pensando que al Creador le salió una chapuza, a pesar de la Escritura: “creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó” (Gen 1,27). Y subraya: “vio Dios todo lo que había hecho y he aquí que todo estaba muy bien” (Gen 1,31). Sin embargo, insistimos en tener al ser humano bajo sospecha. No caemos en que, al borrar al hombre, borramos la “imagen real” de Dios y levantamos entelequias. El que no encuentra lo admirable de la criatura humana -propio y ajeno- es imposible que la ame. Y el que no ama a la criatura humana -empezando por uno mismo- no puede amar a Dios: “El que no ama a su hermano, al que ve, no puede amar a Dios al que no ve” (Jn 4,20).


Esa certeza me empuja a repetir que necesitamos menos Teología y más Humanología. El camino para descubrir a Dios es el descenso al ser del hombre, ahí donde no llega la contaminación, donde todo es positivo, porque el mismísimo Creador lo constituye y dinamiza. Juan de la Cruz lo expresó: “¡Oh cristalina fuente / si en esos tus semblantes plateados / formases de repente / los ojos deseados / que tengo en mis entrañas dibujados!” (Cántico espiritual, v.11).


No podemos seguir pensando que Dios es un alfarero fracasado al que se le quemó su primer cacharro. El Padre, “que tengo en mis entrañas dibujado”, todo lo hizo bien. Nos creó con todas las potencialidades para llegar a la plenitud, es decir, a la felicidad. Pero nos creó a su imagen y por tanto libres. Como Padre amantísimo nos hizo partícipes de sus dones, incluso de su libertad. Esa es nuestra grandeza y también nuestro riesgo: podemos hacer lo que queramos, incluso despeñarnos. Podemos elegir ser hijos pobres de un padre millonario. Lo cuenta con detalle la parábola del hijo pródigo. Nunca, nunca, reprobó el Creador a su criatura, ni la olvidó, ni la abandonó, ni la castigó. Somos nosotros los que nos construimos o nos arruinamos con nuestras opciones. Y, como vivimos en grupo, nuestras decisiones afectan irremediablemente a los otros.


Lo que conduce a la plenitud es la opción por ser uno mismo, por desarrollar todas nuestras potencialidades, por encontrar y desplegar la misión concreta para la que estamos hechos. "Ser uno mismo es llegar a ser lo que descubrimos que somos en lo más profundo de nuestra persona". No tiene nada de egoísta o idolátrico. Del ser -instancia más íntima de la persona- brota precisamente la apertura a los otros y la entrega de uno mismo. A ser uno mismo y desarrollar nuestra personalidad nos llama el Evangelio: “sed perfectos…” (Mt 5,48) con la utilización de todos nuestros dones, como enseña la parábola de los talentos: “negociad mientras vengo” (Lc 19,13). A conocernos y desplegar nos llama Pablo: "no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para que conozcamos los dones que Dios gratuitamente nos ha dado" (1Cor 2,12).


No hay que temer que un humanismo así se detenga en el hombre. Toda persona es un pozo sin fondo, está abierta a la Transcendencia, late en ella la “imagen y semejanza”, la nostalgia de la Madre que la amasó en su corazón. Aunque me aleje de la profundidad, aunque tapone el pozo con mis desastres, no podré evitar la llamada a ser más y mejor, la dulce voz de paz y seguridad. Me emociona, cada vez que lo recuerdo, aquel verso de un agnóstico confeso: “Dios oscuro ven, no hace falta que digas nada…”.


Si queremos ser coherentes, hay que desterrar de nuestra Iglesia el lenguaje trasnochado, clerical y absurdo, que patentiza la desconfianza en la obra de Dios. No podemos seguir repitiendo benevolentes consignas raídas por la rutina. Ni abusar de grandilocuencias, florilegios, abstracciones y principios de autoridad. Nos engañamos al evadirnos de la realidad y evocar un “dios” teóricamente bueno pero inaccesible, abstracto, exigente, mortificante, ausente y silente. He aquí una de las graves dificultades de nuestra Iglesia para llegar al pragmático hombre de hoy.


Deberíamos volver menos la cabeza y atrevernos a mirar dentro y al frente. Atrevernos a soñar con una Iglesia -pueblo caminante- en la que prioricemos la construcción y reparación del ser humano concreto, real y actual. En la que comencemos recuperando la fe en el hombre, hechura de Dios. Realmente “somos pordioseros dormidos sobre riquezas inconmensurables, desvanecidos sobre un manantial de energía, paralizados sobre una corriente de vida”(1) Una Iglesia con menos andamio intelectual para subir al cielo -como en Babel- y más bocamina para, por fin, descender humildemente a las entrañas de la persona y recuperar el rostro de Dios, esa “imagen” que Él nos grabó al engendrarnos. No repitamos el error de Agustín: “Tarde te amé / Hermosura tan antigua y tan nueva / Tarde te amé / Y es que Tú estabas dentro de mí y yo fuera / Y por fuera te buscaba”.


Atrevernos a soñar, sí, con el día en que los eclesiásticos -verdaderos testigos despojados de toda relación de poder- ayuden a sus hermanos a descubrir al Hijo del Hombre, al Humano, con el “mapa de humanidad” -su buena noticia- en las manos. Podríamos llegar, sin duda, a confesarnos unos a otros, como sus vecinos a la Samaritana: “No creemos ya por lo que tú nos has dicho; nosotros mismos lo hemos oído y estamos convencidos de que éste es ciertamente el Salvador del mundo” (Jn 4,42).

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(1) André Rochais: Sacerdote católico francés, sicopedagogo y fundador del organismo de formación PRH, Personalidad y Relaciones Humanas (www.prh-iberica.com).
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