El vía crucis hacia la resurrección (Con ojos de mujer)

A la vida hemos venido para aprender, para desarrollarnos, para conquistar la plenitud. No nos podemos conformar con sobrevivir. Esta premisa me acompaña cada mañana camino del trabajo. Allí, en el entorno hostil de la gran empresa, he profundizado mucho más en el ser humano de lo que nunca imaginé.



Soy mujer y, como muchas otras, trabajo en un entorno poco favorable en el que abundan amiguismos, agresividad, competitividad desmedida, arribismo y exaltación de la estulticia. Un ambiente que, a poco que te descuides, te engulle y deforma. Cuando, en unos años, rebases los cincuenta -aunque hayas dado tu vida por la empresa- te considerarán material excedente y pasarás, en cuestión de horas, de tener despacho con ventana a "verlas venir".

Soy uno de los miles de ciudadanos que cada mañana, sin ver la luz del amanecer, corre a hacinarse en el Metro. Así empieza y termina mi particular vía crucis. Sin embargo, cada día opto por vivir lo que soy de fondo y entrego, junto con mi esfuerzo, la esencia de mis dones. Es mi personal opción por abrazar con gozo la cruz de la rutina laboral.

Hemos meditado muchas veces el "vía crucis" de Jesús de Nazaret. Lo hemos valorado y admirado. Nos convendría volver la mirada sobre nuestro propio vía crucis, valorarlo y admirarlo. Y, al mismo tiempo, no dejar que la sombra de nuestra pequeña cruz anuble la misión de cirineos de otras cruces. Subir y acompañar a subir.



Es fundamental que aceptemos con valentía nuestra vida, sin dejar de existir con nuestros dones y de explotar nuestros tesoros interiores. Hay que aprender a estar atentos al corazón humano, que se conmueve ante las grandes tragedias, pero también ante las pequeñas heridas. Hay que acertar a sembrar bondad y dignidad en el entorno que nos ha tocado vivir.

¿Estamos atentos a descubrir el sufrimiento que se esconde en el corazón de los que comparten con nosotros el día a día? Cuántas veces, en vez de ayudar, fabricamos cruces para hombros ajenos, convirtiéndonos en torturadores en vez de ayudadores. Cuánta palabra que arrincona, que hiere, que mata. Cuánto censurar en lugar de aplaudir. Cuánto decir “no” en vez de “sí” o evitar cobardemente el “no” cuando corresponde mantenerlo. Cuánto chiste fácil sobre lo más sagrado, cuánta blasfemia impune contra el Hombre y contra Dios. Cuánta condena injusta al cerrar nuestro corazón por una leve ofensa o un malentendido. Cuánto embuste, cuánta murmuración y cotilleo, cuánta contaminación sutil de palabritas envenenadas. Cuánto abuso de nuestro potencial para construir -como sayones- estructuras de muerte, en vez de optar por fortalecer la vida y los valores humanos.

A pesar de los ambientes desfavorables, conservamos la capacidad de tomar nuestras propias decisiones. En cada decisión construimos o derribamos nuestra vida. Son los pequeños actos, vistos tiempo después con perspectiva, los que nos han traído hasta dónde hoy estamos. Si hemos ayudado "a caer" o "a crecer". Si hemos abusado de un lugar de privilegio para avasallar. Si hemos utilizado nuestra influencia para el mal. Si nos hemos lavado las manos ante el inocente. O, por el contrario, si hemos sido compañeros y amigos. Si hemos estado atentos al sufrimiento o la alegría del que comparte con nosotros las largas horas de cada jornada. Si hemos tenido un semblante amable y una palabra de afecto. Si hemos mantenido, por firme convencimiento, una entrega fructífera y constante a la tarea encomendada.



Lo que más me atrae de Jesús de Nazaret es su forma plena de "ser lo que tenía que ser". Es decir, desarrolló sus capacidades y llevó su misión a término. No creo que ninguno de nosotros tenga otra obligación en la vida que esa misma: "ser lo que tenemos que ser", desarrollando un trabajo vocacional o un empleo insustancial, en un trabajo temporal o fijo. Pero cuando nos pongamos manos a la obra -obreros somos- que lo note nuestro entorno, nuestra empresa, nuestra familia y, sobre todo, que lo note nuestro corazón por su entusiasta inclinación al bien.

Sembrar humanidad, hacer el bien, no significa darse un ligero barniz de tolerancia, de bondad descolorida, un vivir entontecidos y acallados. Significa coger la propia vida con las dos manos y volver a ponerla en pie si es necesario. Apuntalar, sanear los cimientos, vigilar las pequeñas grietas, limar asperezas y dar una buena capa de protección contra la humedad y la carcoma. Significa pararnos a descifrar lo que vivimos, de qué lado nos ponemos, qué partido tomamos, sobrepasando la contaminación y oscuridad del ambiente.


Sembrar humanidad y hacer el bien significa abrazar nuestras cruces de cada momento, saber con qué personas contamos en nuestro pequeño o gran vía crucis y qué personas nos están empujando a la muerte. Significa ser lúcidos para distinguir en qué cosas no merece la pena gastar la vida o, por el contrario, cuáles son las que merecen nuestra entrega sin titubeos.

Hay dos formas de afrontar la vida: arrastrarse, quejarse, malvivir e intentar esquivar la inevitable fatiga con cantos de sirena. O bien, entregarse con alegría a la diaria labor intentando sembrar lo mejor de nosotros mismos en cada tarea, en cada relación, en cada paso. El primer camino nos lleva siempre a la frustración y la desesperanza. El segundo nos conduce al cumplimiento de nuestra misión, a la alegría de la tarea bien hecha, de la misión cumplida, de la solidaridad vivida.



A pesar de los ambientes nefastos, de las fatigas y esfuerzos, de las oscuridades y tropiezos, este segundo vía crucis conduce siempre a la resurrección humana y, por añadidura, a la resurrección eterna.





Rosa María Martínez del Agua
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