El papa León, con 'Dilexi te', nos indica que a Jesús lo vamos a encontrar cuando ayudamos a nuestro prójimo "Cuando Dios interviene por amor es para enseñarnos a amar, y debemos corresponder ayudando a los demás"

"El Papa León, en su primera exhortación apostólica 'Dilexi te', nos indica que a Jesús lo vamos a encontrar, cuando ayudamos a nuestro prójimo"
"Si estamos constantemente descubriendo en nuestra vida cómo Dios sí interviene, actúa, genera vida, entonces tendremos cada día una mayor fortaleza de nuestra espiritualidad, es la fortaleza que nos da el Espíritu para afrontar cualquier adversidad"
“Naamán se bañó siete veces en el Jordán, como le había dicho Eliseo,… y su carne quedó limpia como la de un niño”.
Aquí vemos dos elementos muy importantes: uno, descubrir la acción de Dios a través de sus ministros, a través de Eliseo, el profeta. La otra es darle gracias a Dios, como lo vimos en esta primera lectura de la misa de hoy.
Su carne quedó limpia, y por eso Naamán le dice a Eliseo: “Te pido que aceptes estos regalos.” Pero Eliseo contestó: “Juro por el Señor que no aceptaré nada.” Y por más que Naamán insistía, Eliseo no aceptó nada.
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Cuando Dios interviene por amor es para enseñarnos a amar, y debemos corresponder ayudando a los demás, especialmente a los más necesitados, como nos lo señala el profeta de hoy, el Papa León, en su primera exhortación apostólica “Dilexi te”, nos indica que a Jesús lo vamos a encontrar, cuando ayudamos a nuestro prójimo.

Pero fíjense cómo Naamán, al final de esta escena, le dijo a Eliseo: “Ya que te niegas, concédeme al menos construir un altar al Señor tu Dios.” Y eso sí lo aceptó Eliseo. Lo que sea a Dios es porque de Él viene, y adorarlo, aceptarlo, es lo que sí aceptó el profeta Eliseo.
En el Evangelio, algo semejante hemos visto. Jesús nos enseña la importancia de descubrir la intervención divina en nuestra cotidianidad, especialmente cuando estamos afrontando adversidades, tribulaciones y enfermedades. Hemos escuchado en el Evangelio que Jesús iba de camino a Jerusalén, cuando le salieron al encuentro diez leprosos, y a gritos —porque los leprosos no se podían acercar a los sanos por ley— le decían desde lejos: “Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros.”
Jesús les contestó: “Vayan a presentarse a los sacerdotes.” Esto era lo que marcaba la ley en ese tiempo de Jesús: ir con los sacerdotes. Vayan a presentarse a los sacerdotes, como diciéndoles: Ya tienen ustedes la forma de pedirle a Dios.
Y mientras iban de camino, antes de llegar con los sacerdotes -dice el texto- quedaron limpios de la lepra. No necesitaron presentarse a los sacerdotes. Pero sólo uno de ellos, de los diez, uno; al ver que estaba curado regresó, se postró a los pies de Jesús y le dio las gracias.
Jesús, entonces, le dijo: “¿No eran diez los que quedaron limpios? ¿Dónde están los otros nueve? ¿No ha habido nadie fuera de este extranjero que volviera para dar gloria a Dios?”
Este único que regresó fue el que descubrió que quedó limpio de la lepra por Jesús y se lo agradece. Los otros nueve dijeron: “Ah, qué suerte, venir en camino y ya quedamos sin lepra,” no reconocieron la acción de Dios mediante Jesús.
¿Cuántas veces, en nuestra oración, a nosotros puede pasarnos lo mismo? Que le pedimos algo al Señor, y de repente, por mediación de algún otro, se nos resuelve el problema, pero se nos olvida, que Dios intervino para resolvernos esa situación y no lo agradecemos.

Esta es la lección del Evangelio de hoy. Por eso es interesante lo que el apóstol Pablo le recomienda a su discípulo Timoteo: “Recuerda siempre que Jesucristo resucitó de entre los muertos,… y por este Evangelio sufro hasta llevar cadenas.”
Es decir, si estamos constantemente descubriendo en nuestra vida cómo Dios sí interviene, actúa, genera vida, entonces tendremos cada día una mayor fortaleza de nuestra espiritualidad, es la fortaleza que nos da el Espíritu para afrontar cualquier adversidad. Y por eso San Pablo le dice a Timoteo, a su discípulo: “Si morimos con Él, viviremos con Él; si nos mantenemos firmes, reinaremos con Él.”
Y esto es lo que hacemos en la Eucaristía, especialmente los domingos. Es lo que estamos haciendo aquí, redescubriendo nuestra relación con ese Dios por quien se vive, como nos lo enseñó nuestra madre María de Guadalupe.
Invoquemos, pues, a ella, para que nos asista y auxilie siempre a dar las gracias a su Hijo Jesús cuando reconozcamos, que gracias a él cambia nuestra vida.
Nos ponemos de pie, y delante de ella abramos nuestro corazón. Pidámosle que seamos como ese leproso que regresó a dar las gracias por haber sido curado.
Bendita seas, Madre nuestra, María de Guadalupe. Con gran confianza ponemos en tus manos al Papa León, fortalécelo para que continúe orientando nuestra conducta para amar a nuestros prójimos, especialmente a los más vulnerables y necesitados: a los damnificados en nuestra patria por las lluvias, a los pobres, a los cautivos, a los migrantes y a los refugiados, a los que han perdido el sentido de la vida, como así lo ha expuesto el Papa León en su primera exhortación apostólica Dilexi te: Dios te ama.
Con tu ayuda Maternal sin duda, podremos ser discípulos de tu Hijo Jesús, capaces de comprender al prójimo que necesita nuestra ayuda, a orar todos los días para practicar el bien, a desarrollar nuestra fidelidad a sus enseñanzas y actuar en consecuencia como el Buen Samaritano; a ser agradecidos de sus intervenciones al darnos la gracia de su auxilio ante cualquier adversidad.
Todos los fieles aquí presentes este Domingo nos encomendamos a ti, que brillas en nuestro camino como signo de salvación y de esperanza.
¡Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen, María de Guadalupe! Amén.

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