"Sagrado Corazón de Jesús ¡en vos (des)confío!" Michael Moore: "Recuperar (todos) los sentimientos de Jesús"

Michael Moore: "Recuperar (todos) los sentimientos de Jesús"
Michael Moore: "Recuperar (todos) los sentimientos de Jesús"

"Tengo la impresión que cierto tipo de devoción al Sagrado corazón ha reducido la riqueza del simbolismo a un amor etéreo, des-encarnado, que promete salvaciones a cambio de ciertas devociones" 

"Jesús es siempre el que, haciendo de “brazos de Dios”, se abaja hasta nuestro barro, allí donde estamos enterrados por nuestros sentimientos autodestructivos de culpa, vergüenza, desesperanza..."

"El cristianismo se fundamenta en la convicción que Dios ha achicado esa distancia abajándose Él mismo y poniendo los pies en el barro de la historia de los humanos. Y caminando nuestros caminos, en Jesús Dios “aprende” a ser hombre. Aprende a amar con un corazón humano, a sentirse amado y también despreciado"

"¿Qué idea de humanidad de Jesús se esconde detrás de las devociones al Sagrado corazón? ... Afirmar la real y plena humanidad de Jesús significa hablar de él como un hombre atravesado por pasiones: apasionado por Dios y apasionado por el hombre, sin confusión y sin separación: apasionado por Dios en el hombre"

El mes de junio, dentro de la iglesia católica, es conocido como el “mes del Sagrado corazón”, cuya solemnidad se festeja el viernes posterior al segundo domingo después de Pentecostés. Desde los orígenes de la devoción (¿SXII?) lo que se busca conmemorar y celebrar es el amor de Dios manifestado de un modo peculiar en la historia concreta de Jesús de Nazaret.

“¿En vos confío?”

Desde este punto de vista, sin duda, es una ocasión inmejorable para contemplar lo que es la esencia del misterio divino y fundamento “dogmático” del cristianismo: el amor gratuito e incondicional de Dios. Y de allí la hermosa y tradicional jaculatoria: “Sagrado corazón de Jesús, ¡en vos confío!” Pero también … corruptio optimi pessimi, porque tengo la impresión que cierto tipo de devoción al Sagrado corazón ha reducido la riqueza del simbolismo a un amor etéreo e interesado que promete salvaciones a cambio de ciertas devociones y parece interpretarse en la vida de fe desde la dinámica comercial -tan recurrente como nefasta-  del do ut des, con lo cual se banaliza lo que señalábamos como esencia del amor divino: la gratuidad de aquel que “hace salir el sol sobre buenos y malos” (Mt 5,45). De alguna manera, esta sensación la veo plasmada -y fomentada- en ciertas imágenes -escultóricas o pictóricas- del Sagrado Corazón que nos presentan a un Jesús de bucles rubios y ojos verdes, más hollywoodense que judío, más Robert Powell que “el hijo de la María”, con manos de pianista más que de carpintero-albañil. Sin duda, los rasgos externos no son lo más importante -aunque tampoco ayudan a pensar en la inevitable concretez de la encarnación- pero pueden llevarnos a la idea de cierto amor des-encarnado, “espirituoso”, idealizado.  Y aquí, entonces, ya no confío tanto…

SC3

“¿Quién te ha condenado?”

Y señalo desde ahora que mi preocupación última no se circunscribe a la devoción en sí que, como tantas otras tienen su momento de alta y de baja en la historia de la espiritualidad, sino a lo que creo está en juego como cuestión de fondo: la comprensión de la verdadera y plena humanidad de Jesús simbolizada, en este caso, en su “Sagrado corazón”. Es sabido que, tanto en la cultura semita del tiempo de Jesús como en la nuestra occidental y contemporánea, hablar del corazón es hacer referencia al centro de la persona, a la sede de los sentimientos y los afectos: a todo aquello que decide en última instancia nuestro modo de vivir (y de morir). De un modo particularísimo, se asocia al amor y al modo de amar. Por eso, hablar del Sagrado corazón de Jesús nos remite, en primer lugar, al amor misericordioso que él experimentó, predicó y practicó durante su vida. Un corazón amante de todos pero vuelto de un modo preferencial hacia lo(s) miserable(s): los más pobres, los más débiles, los rechazados y marginados. Conmemorar y celebrar esa fiesta es, por tanto, una muy buena ocasión para recordar lo que fue el centro de la prédica del reino: la praxis de misericordia. No me voy a detener en ello: es de sobra conocido. Sólo quiero señalar un detalle no menor porque muchas devociones relacionadas con experiencias de apariciones -que la Iglesia considera “revelaciones privadas” y a las cuales, por tanto, no tenemos obligación de adherir­- se focalizan en el pecado del hombre que ha herido ese Sagrado corazón, y el cual necesita, por tanto, algún tipo de reparación de nuestra parte (vía oraciones, sacrificios, penitencias, misas, etc). Pero si volvemos la mirada a los evangelios veremos que muy otra ha sido la actitud de Jesús ante la fragilidad y el pecado ajeno: su preocupación no está puesta en el pecado en sí sino en el pecador, en la persona que se siente abrumada por su culpa o amenazada por la acusación de los “puros” y que necesita ser acogida en su límite. Jesús es siempre el que, haciendo de “brazos de Dios”, se abaja hasta nuestro barro, allí donde estamos enterrados por nuestros sentimientos autodestructivos de culpa, vergüenza, desesperanza, y nos rescata recordándonos nuestra condición irrevocable: la de hijos amados… con todo y en medio de todo, no “a pesar de” (cf Lc 15,11-32). Por tanto, y desde el ejemplo de Jesús de Nazaret me resultan un tanto dudosos esos mensajes de supuestas apariciones de cristos, vírgenes y santos que demuestran estar un tanto obsesionados con el pecado y, lo que es peor, con cierto tipo de “impiedades”. El binomio corazón misericordioso-pecado hay que releerlo desde Jesús de Nazaret y su actitud frente a los pecadores. Urge volver a Él y su praxis concreta, aunque esto implique pegar algunos saltos en la historia de la espiritualidad, sorteando magisterios de (ciertos) santos e iluminados. Y, entonces, la palabra que deberá seguir resonando en la historia es la misma que fue pronunciada hace dos mil años: “¿quién te ha condenado? Vete y no peques más” (Jn 8,10-11). Donde el consejo de “no pecar más” se refiere claramente a no optar por aquellas cosas que deshumanizan, quitan dignidad a uno mismo o a los demás; de ningún modo Jesús alude a dejar de realizar acciones que “ofenden” a Dios o hacen sangrar el Sagrado corazón de su Hijo. El pecado des-humaniza al hombre, no des-diviniza a  Dios.

Jesús y la mujer adúltera - YouTube

Mansedumbre… ¡pero no sólo!

En esta sintonía se asocia el hermoso pasaje mateano que se lee en la liturgia de la festividad: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso” (Mt 11,28-29). Jesús invita a entrar en el ancho corazón divino para que puedan descansar todos aquellos a quienes la vida se empeña en negarles un sentido, aquellos a quienes la sociedad no deja de enrostrarles su inutilidad, aquellos que sienten que ya no pueden más o que se descubren solos y rechazados; a las prostitutas, los publicanos, los leprosos varios y los pecadores todos. Sin duda, pues, la mansedumbre y la ternura definen radicalmente el sentir y el actuar de Jesús. Pero dicho esto, también hay que precisar que la figura total que emerge del conjunto de los evangelios dista bastante de la de un pacifista moderno o de un asceta ataráxico. Y sobre estos otros sentimientos queremos detenernos un momento para no reducir y trivializar su Sagrado corazón.

Jesús amó y aprendió a ser hombre y amante -también- en medio de contradicciones, desencantos y traiciones. Aplicando la frase de la carta a los Hebreos podemos afirmar que supo el oficio entre súplicas y lágrimas (cf Heb 5,7). Ya la escena programática de las tentaciones en el desierto nos avisan de lo que será una constante prueba para el modo de vivir su vocación (cf Lc 4,1-13; Mt 4,1-11; Mc 1,12-13): un mesianismo desplegado desde el amor solidario y discreto que muchas veces deberá masticar la im-potencia, o un mesianismo impuesto desde la (supuesta) omni-potencia de un Dios al que él podría buscar manipular pero que, inevitablemente, terminaría con la pre-potencia ante la libertad de los hombres. Desde los inicios mismos, pues, de su caminar entre los hombres, el amor y el poder se le presentarán como una disyuntiva duélica. A amar se aprende y también Jesús tuvo que hacerlo, escuchando su corazón y discerniendo. Y es desde una lectura cordial de la realidad -cuando el Bautista es apresado y luego ejecutado- que intuye que su hora ha llegado: tomar la antorcha para seguir sosteniendo los corazones afligidos y desesperanzados (“venid a mí…”), pero ya no desde una prédica basada en el temor al posible castigo sino en el perdón que todo lo recrea y resucita.

Luego, a lo largo de su ministerio y desde ese mismo corazón manso y humilde también nacerán durísimas palabras y gestos que desconciertan un tanto y ponen en jaque cierto imaginario “tiernizado” del profeta nazareno. En general, los momentos en que vemos a Jesús exaltarse apasionadamente tienen que ver con situaciones o personas que oprimen al hombre en nombre de Dios (de la religión, del culto, de la ley). Son muchísimas las escenas en que vemos a Jesús enojado con fariseos (aunque históricamente esto resulta un tanto anacrónico) y, sobre todo, escribas y sacerdotes. Vamos a circunscribirnos a un ejemplo tomado de sus palabras y a uno de sus gestos. Respecto lo primero, fijemos la atención en los famosos “ayes” que recoge Mateo sobre el final de su evangelio (Mt 23,23-36; cf Lc 11,37-52): son palabras durísimas que conforman el último discurso de Jesús… y que parece conducirlo directamente a la muerte. No podemos imaginárnoslo pronunciando estas invectivas con los ojos vueltos al cielo o al suelo y en voz aflautada: “necios”, “ciegos”, “hipócritas”, “raza de víboras”, “sepulcros blanqueados”. Más de un pío sacerdote si lo escuchara hoy -devocionario en mano-, lo acusaría de “pecado de palabra, de falta de caridad”. Pero no, porque nacieron del Sagrado corazón de Jesús y brotaron de los mismos labios que decían “Abba”.

Y respecto lo segundo, por traer un solo hecho que grafica su corazón irritado ante cierto tipo de religiosidad -en la misma sintonía de denuncia que los “ayes”-  pensemos en aquel gesto en el templo, contra el templo. Es de sobra conocido el valor simbólico que revestía, más allá de ser lugar material de culto, puesto que representaba toda una manera de vivir la relación con Dios que, en los tiempos de Jesús, atravesaba una profunda crisis. Lo que pueda haber ocurrido en aquel momento desde el punto de vista meramente factual -latigazos, empujones, gritos­­- creo que exterioriza y sintetiza toda la indignación de Jesús ante una religiosidad que había denunciado y combatido durante todo su ministerio: es que implicaba todo un montaje institucional que, paradójicamente, terminaba alejando o separando al hombre de Dios. Y si algún sentido tienen las religiones y sus mediaciones es, precisamente, re-ligar a los hombres con esa divinidad. Más en concreto aún, el cristianismo se fundamenta en la convicción que Dios ha achicado esa distancia abajándose Él mismo y poniendo los pies en el barro de la historia de los humanos. Y caminando nuestros caminos, en Jesús Dios “aprende” a ser hombre. Aprende a amar con un corazón humano, a sentirse amado y también despreciado.

La expulsión de los mercaderes (El Greco, Madrid) - Wikipedia, la ...

Aprender a amar en medio de las contradicciones

Porque ese Sagrado corazón humano conoció también la decepción y la impotencia ante la cerrazón del hombre que prefiere quedarse cobijado en una religión de seguridades hecha a su medida y sin riesgos, con muchos preceptos y pocas libertades. Por eso el corazón llora ante todas las Jerusalén (cf Lc19,41) y ante todas las ciudades agonizantes de la historia, como antes había llorado ante la muerte de su amigo amado. Un llanto que surge ante el absurdo de la muerte inevitable que trunca la amistad tan arraigada y tan entrañable con Lázaro, a quien tanto amaba (cf Jn 11,35-36).

También supo ese corazón contemplar sin entender las lágrimas de aquel Pedro tan cercano que rompía en llanto más por remordimiento que por arrepentimiento, puesto que, apenas enjugadas, encontraría el modo de volver a esconderse lo suficientemente lejos de la cruz para que su oscuridad no lo alcanzara. Como supo de la traición de aquel con quien compartió mesa y destino, pero cuyo dolor más profundo no fue, seguramente, la traición, sino el sentir la falta de confianza en ese Corazón dispuesto a perdonarlo todo y el masticar la impotencia ante la libertad suicida. Como grafica magistralmente J.L. Cortés en una viñeta donde se ve a un Judas demacrado leyendo una nota que dice: “Traicióname si quieres, pero, por favor, no te mates”.

Rozó, en fin, ese corazón, desde la cruz, la angustia ante la posibilidad del sinsentido. ¿Era en verdad el hijo muy amado en quien el Padre había puesto toda su predilección, como había experimentado en su bautismo? (cf Mt 3,17). Desnudo y asaltado por las dudas, desde lo alto y desde lo oscuro golpeó las puertas del cielo pero no hubo respuestas (cf Mc 15,34; Mt 27,46); volvió la vista abajo, gimió sed, y recibió vinagre (cf Mt 27,34; Jn 19,29). Experimentó así la más profunda soledad ante Dios y ante los hombres. Y ese Sagrado y cansado corazón se fue apagando lentamente. Hasta ser atravesado por una lanza: como un golpe de gracia certificando -por si alguna duda quedaba- que ese modo de amar no les (nos) convencía.

Jesús y Judas

Sagrado…¡de tan humano!

Concluimos retomando la inquietud planteada al inicio ¿qué idea de humanidad de Jesús se esconde detrás de las devociones al Sagrado corazón? La respuesta que se dé es medular para nuestra fe, puesto que “si en Jesús se da una universalidad única, deberá hallarse en su humanidad, no tras ella o sobre ella. La figura en que Dios se revela es el hombre Jesús... Si Jesucristo es Dios Hijo, lo sabemos solamente por la manera en que es hombre” (E. Schillebeeckx). Afirmar la real y plena humanidad de Jesús significa hablar de él como un hombre atravesado por pasiones. Apasionado por Dios y apasionado por el hombre, sin confusión y sin separación: apasionado por Dios en el hombre. Tan manso como firme Jesús fue defensor de Dios ante la manipulación de los hombres (religiosos) y defensor del hombre ante el dios que desde ciertos esquemas religiosos se vuelve opresor y alienante. Ayer y hoy.

Parafraseando a L.Boff (“Así de humano sólo podía serlo el mismo Dios”) confesamos que el corazón de Jesús fue tan, pero tan humano ¡que lo veneramos como sagrado! Contemplándolo en la totalidad de sus sentimientos podremos modelar el nuestro (“aprended de mí…”) y viceversa: entendiendo las dinámicas, las pasiones, las zonas grises y las luminosas de nuestro corazón, podremos asomarnos un poco más al misterio de la persona de Jesús, donde Dios aprendió la alegría y la tristeza de ser hombre a través de ese corazón tan humano y tan sagrado.

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