En la festividad del Corpus Christi Corpus Christi: ¿y si hacemos de nuestra vida un banquete compartido?

¿Y si los ritos, que parece que poco a poco languidecen, nos invitaran a vivir desde otras lógicas? ¿No estará lo realmente importante de nuestra vida en la mesa compartida, en el encuentro? En DiáLogos hoy, día del Corpus Christi, nos adentramos en estas cuestiones desde la invitación a que podamos hacer de nuestra vida un banquete compartido.

Querido Javier:

El banquete constituye uno de los símbolos de convivencia por excelencia, de restauración de la vida y del descanso. Por ello, no es de extrañar la presencia que el alimento y la ritualización del mismo tienen en la historia de las religiones. En conexión con esta vivencia, emerge la celebración de la eucaristía, que hoy la comunidad católica recuerda de modo particular en la fiesta del Corpus Christi, de gran arraigo en la cultura popular de muchas de nuestras regiones y localidades.

A veces seguimos presos de la lógica que nos lleva a identificar al cristianismo con “nuestra cultura”. Es lógico tras más de dos mil años de interacción –con páginas más oscuras y más luminosas, como en toda historia prolongada–, que ha legado tradiciones, nombres, santos y catedrales, como la de la ciudad de Palencia, que celebraba el pasado martes el séptimo centenario de la colocación de su primera piedra. Sin embargo, la contrapartida de esta afirmación se da en el olvido de la fuerza subversiva que el cristianismo entraña para toda cultura y para la nuestra en particular. Máxime en festividades como el Corpus, cuya conservación del nombre en latín nos puede llevar inmediatamente a asociarlo con un pasado concluso, y obviar el potencial de futuro que encierra.

El Corpus nos devuelve no a la importancia, sino a la sacralidad de una mesa compartida. En las lógicas de nuestro sistema, encerradas entre el negocio y el ocio, ambos individualizantes, ambos en tantas ocasiones vividos de manera que devasta la existencia plena, si existe espacio para el encuentro, este se da desde las coordenadas “de la vida real”, que marcan el día a día. Así pues, el encuentro, el banquete, deviene un paréntesis, un oasis en el cual descansar para volver al ajetreo cotidiano. Lo importante está siempre fuera de la mesa donde se celebra el banquete. El móvil, con su incesante repicar de notificaciones, está ahí para recordárnoslo. Sin embargo, la lógica que encierra esta festividad –y otros tantos ritos de la historia de las religiones– apuntan en otra dirección: lo esencial sucede en torno a la mesa compartida, en la que se entreteje la vida.

Me pregunto, querido Javier, ¿no tendrá el rito en nuestro mundo actual un potencial contracultural, un carácter subversivo? A medida que se expanden los tiempos homogéneos, en los que todos los días son –más o menos– parecidos, sino iguales; a medida que el cuidar se convierte primeramente en “cuidarme”, y el disfrute se entiende en términos de “tiempos para mí”, el rito progresivamente languidece, como señala Chul-Han. Es por ello que, en paralelo a su desaparición, se acrecienta su potencial alternativo: frente al tiempo acelerado, el tiempo del sosiego, frente a la cultura del yo, la comunidad y el encuentro.

A este respecto, la celebración de la noche de Pesaj por parte del judaísmo nos descubre otra cuestión importante de este banquete-rito. Esta festividad no se estructura en torno a un banquete cerrado, sino que propone un banquete en el que se conmemora –es decir, abierto a la trascendencia–, y un banquete en el que se deja la puerta abierta para que pueda pasar todo aquel que tenga hambre y sed. La comunidad que surge de un banquete cerrado corre el riesgo de convertirse en autorreferencial, centrada en la protección de un “nosotros”, como antes cada uno de los componentes se centraba en la defensa del “yo”. En cambio, esa puerta abierta nos impulsa doblemente fuera de las lógicas conocidas, pues no solo salimos del yo a la comunidad, sino que también abrimos esa vivencia comunitaria a la irrupción de lo inesperado, del otro, de Dios. Por ello no es de extrañar que durante los días que conducen a la celebración del Corpus, la Iglesia celebre la Semana de la Caridad. Concluyo con las palabras de alguien que supo hacer del banquete el centro de su vida, Don Pedro Casaldáliga, y desde el deseo de que nuestras existencias sepan convertirse en banquete, donde la vida derrochada en los demás sepa a vino de futuro y de esperanza.

Mis manos, esas manos y Tus manos

hacemos este Gesto, compartida

la mesa y el destino, como hermanos.

Las vidas en Tu muerte y en Tu vida.

Unidos en el pan los muchos granos,

iremos aprendiendo a ser la unida

Ciudad de Dios, Ciudad de los humanos.

Comiéndote sabremos ser comida.

El vino de sus venas nos provoca.

El pan que ellos no tienen nos convoca

a ser Contigo el pan de cada día.

Llamados por la luz de Tu memoria,

marchamos hacia el Reino haciendo Historia,

fraterna y subversiva Eucaristía.

Querido Rafael:

Qué tan bella evocación, como dicen nuestros hermanos latinoamericanos, nos traes con la memoria de las Memorias, la fiesta de la Eucaristía. Voló, al leerte, mi sentimiento a la niñez de monaguillo orgulloso tras la Custodia en la entonces general Procesión del Corpus Christi, hoy ya perdida en muchos lugares, al tiempo que renacida en los de mayor raigambre popular, junto al de mi buena madre en sus siempre emocionadas visitas a la Exposición del Santísimo, como se llamaba tal ritual litúrgico en la tradición católica. Sólo por el respeto y afecto al recuerdo de tantas personas y vidas, que a lo largo de dos mil años encontraron y aún celebran ese Sagrado Banquete nuestra escritura debe ensalzar ese camino que nace en la propia Escritura que le otorga significado y actualiza presencia en la existencia actual. Junto a ese inmenso caudal humano el Pensamiento, la Literatura, las Artes, clásicas y modernas, han ido tejiendo un tesoro patrimonial de una riqueza tan impresionante como sutil, tan gozosa como profundamente espiritual, que tal vez para su mejor actualización precisen, junto a su mayor valoración general y mejor enseñanza en quienes la ignoran, seguramente  nuevas formas de expresión colectiva, que nazcan del propio espíritu de la devoción popular y sean capaces de ser asumidas por nuestras mejores creatividad actuales en sus diversas manifestaciones, haciendo hincapié, como tan certeramente señalas, en el propio carácter contracultural y subversivo que la Eucaristía legítimamente provoca, como bien aciertas al preguntarnos sobre tal pensar.

Con todo, permíteme, y hágalo también el benévolo lector, alargarme unas líneas más en esta justificación de nuestra religión cultural, es decir, patrimonial de la propia humanidad. Hacia pertinente alusión, así lo creo, a la gran literatura largamente secular y es que su fuente brota de hermoso manantial en la propia palabra de Jesús y en el ritual, cuya memoria quiso trazar en la Última Cena, de tan profundo significado y cuyo origen fundacional, por auténtico, no cabe ya discutir tras tan amplio consenso académico al respecto, que ya sustentaba la tradición de las iglesias cristianas primitivas, como también testimonia el propio Pablo. Y si bello fue el símbolo del banquete, no fueron menos preciosas y potentes las palabras que del mismo emergieron para alimentar teologías, rituales litúrgicos y un lugar sacramental propio, de modo que tal conjunto de significación produjo fecunda creatividad escrituraria desde entonces y hasta hoy. Cabe desfilar aún, con sentir emocionado, por tantos ejemplos para esa justificada admiración: la propia Didajé nos regala un primer himno de gran repercusión cúltica y teológica; qué decir del celebrado Pange Lingua del buen Tomás de Aquino, que parece querer condensar la inmensa riqueza de la contribución litúrgica medieval; o cómo escoger, sin desmerecimiento a nuestro caudal clásico hispánico, acá y allá del océano, con nombres como los de Teresa de la Cruz, Juan de la Cruz, Fray Luis de León, el propio Cervantes o el inmenso Calderón, sor Juana Inés de la Cruz…; o llegados a la edad moderna, seguir admirando al viejo Unamuno, por citar uno de los grandes. No menos fecunda fue tal proyección en muchas lenguas occidentales y por supuesto a la tradición religiosa protestante/evangélica, en la que siguen cantando la memoria eucarística en los celebrados poemas que de niños aprenden admirablemente en sus congregaciones o viven en nuevas expresiones musicales, lo que es preciso recordar frente a un catolicismo excluyente en esa común relevancia litúrgica de la Eucaristía, más allá de las divergencia que la Reforma y la llamada, seguramente de forma impropia, Contrarreforma abrirían.

Hablar de las Artes, incluido el cine, es proclamar un mundo de continua excelencia, evocando, como bien recuerdas, amigo Rafael, los pertinentes centenarios de las catedrales, de tu querida Palencia, pero también de su admirable hermana castellana de Burgos. O la imborrable pintura de Leonardo da Vinci, para homenajear en ella la pléyade de pintores que de la Eucaristía hicieron tema o motivo, sin olvidarnos de quien entre nosotros le cupo el honor de abrir la Modernidad, como Goya y su celebre Comunión de San José de Calasanz. También la encontramos de modo reiterado en el cine desde su propio alumbramiento y el mismo Lumiêre, hasta hacerse magistral en Passolini o llegar a la influyente creatividad “trasgresora” de Viridiana de Buñuel o la popular de los Simpsons. Y por supuesto en la historia de la Música, las “Misas” ocupan por derecho propio un completo género musical propio, que desarrolla y trasciende su propio humus litúrgico para seguir alimentando su admirable expresión de la celebración en los mejores genios de su estética y se abre a otros géneros musicales clásicos e invade fecundamente todos los modos modernos y populares de la canción.

Pero aún a riesgo de alargarme en demasía no quisiera concluir este apresurado y excesivamente atrevido homenajes a esta evocación cultural de la Eucaristía sin una palabra, mínima y también inevitablemente condensada, a dos reflexiones sobre el pensar conveniente la memoria de la Eucaristía. La primera se refiere a tu pertinente reflexión sobre la necesidad revitalización, tan significante para nuestro tiempo (citas cabalmente la autoridad nostálgica de Chul-Han al respecto) del banquete eucarístico, sobre la que sólo me atrevo a enfatizar su importancia para valorar el “tiempo y el lugar sagrado” que cabe otorgar a tan singular Banquete en el tiempo postsecular. Por ello tiene tanta relevancia “re-crear” su sentido tan profundamente simbólico, es decir, dotador de sentido, en expresiones cercanas a nuestro tiempo, convocando a su festiva celebración comunitaria. La segunda, enhebrada con la misma, hace referencia a nuestro compromiso dia-lógico. Siempre he echado de menos en la recuperación del diálogo interreligioso, y más aún en su manifestación en la diversidad cristiana, tras la trascendencia que tan certeramente le proporcionó el Concilio Vaticano II, una profundización mayor en “teologías convergentes”, lo que vale señalar para pensamientos más ambiciosos de aceptación de los desafíos de la alteridad, más allá lógicamente del profundo respeto que tal virtud promueve, porque propicia, sin duda, a mi ver, la igual necesidad de que el diálogo interreligioso se abra positivamente, desde su positiva interpelación, al mayor que deben practicar nuestras sociedades seculares y diversas. La Eucaristía debía, podía ser, un buen elemento y ejemplo de tal horizonte positivo, si pensamos en un diálogo profundo entre el catolicismo, el mundo ortodoxo y anglicano/episcopaliano y las diversas confesiones evangélicas, especialmente las de más fecunda teología sobre la memoria del banquete eucarístico. El viejo enfrentamiento entre la significación simbólica de la memoria y la relevancia de la transubstanciación adquiere posibilidades dialógicas inusitadas si se profundiza en valores interpretativos de mayor apertura y sentido (véase la creativa y quizás mejorable “heterodoxa teología” que hacía el gran escritor Katzanzakis sobre ello o el intelectual judío George Steiner en su ensayo “Dos cenas”, a mi gusto, aún insuperado y eficiente por ello). Su corolario pertinente, junto a la memoria, la actualización de su significación soteriológica que alberga un potencial sin duda un perenne carácter revolucionario, que defendió siempre la tradición cristiana y en este caso conservó plenamente la continuidad católica, aunque convenga, quizás, una mejor expresión filosófica tras la excelente teología que al respecto nos ha dejado el siglo XX.

Muchas gracias, querido Rafael por evocar tan hermosa, profunda y relevante memoria.

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