Los nuevos brotes de coronavirus se expanden por diferentes puntos de España. ¿Cómo afrontar esta situación? ¿Hacia el fin del desconfinamiento? Sobre la provisionalidad y la vulnerabilidad de (casi) todo

Querido Javier:

Solemos contemplar la vida desde la eterna confianza de quien tiene todo por garantizado. Más aún en nuestras sociedades de la seguridad, concepto con el que distintos sociólogos denominan al conjunto de los países caracterizados por el Estado del Bienestar, y que han alcanzado cotas de prosperidad impensables hace tan solo unas décadas, por más que actualmente se hayan quebrado parte de sus antiguas confianzas.

Sin embargo, todos, más o menos, hemos salido de esta sensación de seguridad durante los últimos meses y, de nuevo, en la última semana: los preocupantes datos sobre la evolución de la COVID-19, con 158 brotes en toda España, y la reciente regresión a fase 2 de parte de los territorios del Estado. En esta nueva normalidad, parece como si se volviera a ceñir sobre nosotros la espada de Damocles del confinamiento.

Quizá como consecuencia del proyecto de la modernidad, nos hemos envuelto de una confianza ciega que, a veces, niega la propia realidad. La irrupción de una pandemia en pleno siglo XXI y el confinamiento decretado desde el 15 de marzo nos ha descubierto que una de las claves de la realidad es su carácter provisional. Todos teníamos planes que se han quebrado y la vida pareció paralizarse aquel 15 de marzo, reducida desde entonces y hasta junio a los muros de nuestros hogares. A todos, en definitiva, se nos impuso la realidad y su provisionalidad.

De nuevo, esta situación actual de nuestra sociedad secular se presta a lectura desde el legado de las tradiciones religiosas, una de las fuentes que hemos tratado continuadamente en nuestras distintas entradas y en las que muchos de nuestros coetáneos buscaron respuestas ante las preguntas que a todos nos asaltaron durante esos días de cuarentena.

Es preciso recordar, a este respecto, el impresionante lienzo que el Papa Francisco proporcionó a la posteridad en el Urbi et Orbi del 27 de marzo, y parte de sus palabras, encaminadas en esta misma dirección: "La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades".

Quizá por su confianza en la vida futura, por su alegato de esperanza, las religiones han puesto un particular acento en la provisionalidad de la realidad, hasta llegar en ocasiones a los lúgubres excesos del “polvo eres”. Despojada del tono drástico, esta permanente tensión del “no sabéis ni el día ni la hora” (Mt. 25, 1-13), que se rastrea en el Evangelio, me resulta particularmente sugerente para lo que estamos viviendo en estos días. Una tensión que, más que negar la vida, se debe asentar en medio de ella, en la aceptación de la misma y de su carácter provisional. 

Tensión, porque la situación de provisionalidad que se nos ha impuesto no ha acabado; tensión por la consciencia, también acentuada a raíz de la pandemia, de que estamos todos entrelazados, que lo que hace uno tiene consecuencias para todos.

Pero una tensión en la vida, ya que esta provisionalidad vital que hemos redescubierto no puede paralizar absolutamente nuestro día a día; no debe, tampoco, reducirnos a la caverna, al abandono del prójimo, de las personas, de las risas y los llantos, de los atardeceres y, por supuesto, no debe suponer una postergación de la construcción de un mundo más justo, solidario y fraterno. En un mundo en el que todo parece estar en paréntesis, es necesario más que nunca que esta tarea, siempre pendiente, continúe. Y quizá, precisamente, esta sea la perspectiva que dote de sentido al sinsentido en el que se puede convertir la provisionalidad impuesta. “Sólo gracias a aquellos sin esperanza nos es dada la esperanza”, Walter Benjamin dixit.

Rafael

Caro amigo Rafael:

La reflexión que hoy nos propones vuelve a ser tan pertinente como necesaria, especialmente, a mi ver, la culminación entre tu nuevo canto a la vida y la dotación de sentido por la ética de la alteridad, que abre camino a una esperanza real e inagotable. Ciertamente, aunque la zozobra sigue acechando, parece que la necesidad de la vida se abre paso, aunque demasiado a menudo asomen nuevas expresiones de irresponsabilidad social, a muchos niveles, que darían lugar a otra mirada reflexiva, que hoy debemos postergar.

Importa más hoy, volviendo al hilo central de tu desafío, centrarnos en las respuestas religiosas y seculares, añadiría yo también, a la conciencia recobrada de la vulnerabilidad. Cuando estos días, al hilo de la evocación de la Virgen marinera, recordaba a un tiempo el ancestro del Carmen, que nos lleva nada menos que al célebre monte de Israel que cobija a esa figura enigmática que es y representa el profeta Elías y a la nostalgia infantil de mi mar asturiana con sus procesiones de barcas engalanadas y sonoras para su imagen, ¿cómo no apreciar esa enseñanza antropológica, esa lección de vida que cualquier marinero consciente te regala con su honda mirada y palabra primera! Para ellos, la tempestad no es desde luego la circunstancia ocasional de una inesperada vulnerabilidad; es la condición vital de cuyo temor no cabe huir y a la que se debe mirar de frente, aunque el miedo arrecie cuando recurrentemente se acerca.

Me temo, querido Rafael, que, en gran medida, que nuestra actual incertidumbre por la pandemia no es para muchos la conciencia de la radical vulnerabilidad que acompaña al devenir humano, sino una razón más para no abandonar el imaginario colectivo de la sacralización de un progreso que, en definitiva, superará la muerte, como Harari ya planteara. Por eso, el carpe diem atrae con mayor arraigo que la vida que busca y disfruta los ideales de la belleza y el bien.

La vida del ser humano plantea en su inmensa capacidad de abrazar conocimientos y experiencias sublimes, pero también en esa conciencia de su radical vulnerabilidad, poderosos desafíos a las tradiciones religiosas y a las modernidades seculares. El “silencio de Dios” ante Auschwitz o ante la peste actual lacera al creyente cuando recuerda que la vieja enseñanza del Salmo 22 se hizo presente en el abandono del propio Jesús de Nazaret, como relata el evangelio de Mateo, el que iba a ser su propio hijo, cara a su muerte. Y no satisface la respuesta de la libertad del hombre para la Shoá ni la inevitabilidad del mal físico. Pero tampoco el ateo honesto se libra de su perplejidad ante ambas conmociones. Ambos se rebelan a la vista de esos destinos crueles e incrementan su esperanza, unos en el misterio del Hombre que fue capaz de manifestar la palabra de aquel silencio, los otros confiando en una humanidad mejor.

En mi criterio y deseo, confío en que hay un espacio apasionante para el humanismo que subyace a ambas actitudes y que tan bien expresas con las palabras mesiánicas de nuestro admirado Walter Benjamin. Y no quiero que sea el de ese “estado de seguridad” que, incluso en su buena intencionalidad y admitiendo, cómo no, sus logros admirables, me evoca sociedades de miedo y sumisión. Prefiero acudir a la dignidad radical de cada ser humano que llega a la vida con el derecho de su proyecto. Prefiero la consecución de ese “estado de dignidad” que dirija nuestro deber y sustente la utopía de que sea posible para toda la humanidad, por encima y más allá de cualquier frontera que limite ese compromiso. Comencemos por la urgente acción solidaria que de tal ética civil se deriva y el buen papa Francisco reclamara con potente auctoritas, aunque casi en solitario frente a los poderosos del mundo: que la ansiada vacuna no sea un nuevo objeto de la codicia de nuestro sistema mercantil, sino el signo del bien a todos llega porque lo exige su misma dignidad humana.         

Javier

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