Entre la gente, compartiendo con sencillez la navegación de la vida, uno más, sin nada "especial" Ser uno de tantos

El aeropuerto es una heterotopía
El aeropuerto es una heterotopía César Caro

Necesito sentirme lo que soy: una persona como otra cualquiera, sin nada especial, uno más en la cola de los pecadores, con un número de la seguridad social, como todo el mundo. En mis pueblos disfrutaba siendo vecino, que va a comprar el pan, participa en los carnavales, llora las muertes, cocina, va al bar con sus amigos, pasea y saluda a todos, porque es uno más, sin nada que lo distinga o lo segregue.

Acá en la Amazonía se me nota mucho más singular, soy un gringo, o sea blanco. Contemplo sereno a mis compañeros de travesía, y me imagino los problemas de cada cual. Voy con mi carga de preocupaciones, trabajo amontonado, enredos y sinsabores propios del día a día; pero cada cual tiene los suyos, nadie está libre, en eso sí que somos igualitos, y me conforta sentirme parte del conjunto, sin desentonar, también uno más.

Siempre me ha gustado sentirme lo que soy: una persona como otra cualquiera, sin nada especial, uno más en la cola de los pecadores, con un número de la seguridad social, como todo el mundo. Esto, que parece una obviedad, me sosiega, me centra y me hace respirar simplemente mi humanidad. Más que agradarme, es que lo necesito.

Nos formaron con la vieja táctica de sacarnos de “el mundo”, especialmente en las primeras etapas. La teología conciliar del Pueblo de Dios, con la igualdad radical de todos por el Bautismo (hace treinta años todavía no estaba de moda la palabra sinodalidad) estaba vigente pero ya en regresión; era una época claramente con muchos menos clergymans, pero seguía pesando mucho la tradición: los religiosos son “distintos”, de algún modo “mejores” o “superiores” al resto. Perdón por la crudeza, pero así era.

Por eso, cuando salí de la congregación y evolucioné a cura de pueblo, esa manera de vivir me calzó como un guante. Disfrutaba siendo vecino, que va a comprar el pan, participa en los carnavales, llora las muertes, cocina, va al bar con sus amigos, pasea y saluda a todos, porque es uno más, sin nada que lo distinga o lo segregue. Y cuando alguien me decía: “reza por mí, tú que estás más cerca de Dios”, yo le contestaba: “no es cierto, tú yo estamos a la misma distancia, porque Él está en nosotros”.

Esta sensación la disfruto en lugares de paso, en museos, bibliotecas, sitios públicos o en transportes. Según se estudia en antropología, citando a Foucault, son heterotopías, espacios excepcionales que existen fuera del orden social y territorial normal, con sus propias reglas, funciones y sentidos. Son áreas donde las identidades quedan difuminadas o integradas, que acogen la diversidad sin prejuicios ni clasificaciones, de alguna manera “no-lugares”.

Observo a las personas en el aeropuerto, durante la cola del control de seguridad. Es increíble la multiplicidad de razas, colores, peinados, atuendos, idiomas, expresiones, hasta olores. Cada viajero es diferente, único e irrepetible. Todo está mezclado, pero la corriente humana obedece a unas normas, porque estamos en un mundo peculiar dentro del mundo, y por eso acá todos somos iguales: el escáner, el pase de abordar, los números de puerta…

Y yo, uno más entre ellos. Con mi cultura, con mis afanes y mis esperanzas, como todos. Sin cargos, particularidades o importancias; con la jerarquía puesta en modo avión, porque acá no hay “el sacerdote”, o el encargado de esto o responsable de lo otro, sino solo un hombre con una mochila en tránsito hacia su destino. No me quiero poner distintivos, no deseo que me reconozcan o me señalen, para bien o para mal, sin eventuales ventajas o incomodidades. Descanso al pasar desapercibido, disuelto en la masa, perdido plácidamente en el anonimato.

Ahora estoy en el ponguero, el colectivo que surca el Amazonas de Indiana a Iquitos, una especie de autobús del río. Los asientos son dos largas bancas fijadas longitudinalmente a las bordas del bote, de manera que los pasajeros vamos colocados unos frente a otros, y es inevitable mirarse. Toda la gente de hoy es de raza amazónica, la piel oscura, el cabello y los ojos negros, la estatura baja, las piernas fuertes. Hay muchos niños, y varios bebés; uno llora, y su mamá inmediatamente saca la teta y se la embroca.

Acá se me nota mucho más singular, soy un gringo, o sea blanco, y además, pelacho. Contemplo sereno a mis compañeros de travesía, y me imagino los problemas de cada cual: la señora de mi costado, el joven con los audífonos… Voy con mi carga de preocupaciones, trabajo amontonado, enredos y sinsabores propios del día a día; pero cada cual tiene los suyos, nadie está libre, en eso sí que somos igualitos, y me conforta sentirme parte del conjunto, sin desentonar, también uno más.

En el ponguero o en el aeropuerto el tiempo tradicional se rompe o se "acumula" curiosamente. Se dilata, pero vamos chismeando quién sube en cada parada. Y de pronto ahí está el puente Nanay, y el cobrador pasa recogiendo los quince soles. Todos igual, ya llegamos, sonrío como todos, hay unos pollos en el piso, junto a unas piñas de plátanos, que sorteo como "uno de tantos" (Fil 2, 6-11). Qué alegría.

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