Perdones Capitales

El mensaje de Jesús no estuvo centrado en el pecado, sino en el perdón. A diferencia de Juan Bautista, quien predicó antes que él y probablemente fue determinante para lo que el hombre de Nazaret haría luego en su recorrido por las regiones de palestina, Jesús no hizo énfasis en que la gente se hiciera consciente de su pecado, sino en que notaran, sintieran y vivieran el perdón incondicional de dios. Un perdón que estaba reservado para quienes accedían a los rituales y celebraciones destinadas para ese propósito, y que aquel maestro de Galilea secularizó, al ofrecerlo como resultado de la confianza en dios, no de los procedimientos de los mediadores oficiales, lo entregó como consecuencia de las muestras de amor o de generosidad de la gente sencilla, o de las peticiones que muchos le hicieron de ser simplemente curados de una enfermedad, pero que fueron curados de mucho más que eso.

El perdón era lo más importante para Jesús. Era la llave que abría a las personas las puertas del Reino. En las distintas formas de religiosidad Judía que conocemos de aquella época la insistencia en mantener distancia de las personas y cosas impuras, era parte de una concepción de la vida como ejercicio de permanente higiene moral, desde una meticulosa regulación que había convertido la revelación del antiguo testamento en patrones de comportamiento. Para Jesús de Nazaret las cosas no eran así. Su relación con dios como padre le había hecho comprender – y nos ha invitado a nosotros a comprender – que lo central de la fe es el amor con el que somos amados por dios, y que ese amor es incondicional e imperturbable. De ahí que para el hijo de María el centro de su discurso estuviera en rescatar al ser humano de todas las cosas que le impedían vivir plenamente.

Su discurso, su actuar, sus relaciones, su convivencia con las más variadas personas, no fueron una gran demostración de lo importante que es comportarse dentro de los límites de lo aprobado evitando lo pecaminoso, como eran los discursos y prácticas de los escribas y fariseos, sino una escandalosa irrupción de una revolución en la manera de ver a dios, de acercarse a él, de dejarse tocar por su gracia, y de comprender su bondad que no discriminaba conductas, y desde esa revolución que podríamos llamar “teológica”, el inicio de una transformación de las relaciones entre los seres humanos, una transfiguración social en la que al vivir era posible ser inundado por la alegría indestructible de dios, al romper las barreras impuestas por el honor religioso, político o económico tan importante para entonces. Las personas podían dejarse de divisiones porque la misericordia del padre les quitaba del corazón el afán de ser los primeros, y los capacitaba para servirse y ser hermanos.

Claro que le interesaba a Jesús liberar a las personas del pecado, por supuesto que se ocupó en mostrar que había otras posibilidades distintas a ese egoísmo autodestructivo que centrado en la propia complacencia nos aleja de lo más humano de nosotros mismos: el amor por los otros. Pero su propuesta de liberación no estuvo basada en un señalamiento de conductas sino en exponernos a la paternidad de Yahveh, que amando cura, amando perdona, amando limpia, amando repara, que no conoce otra posibilidad de rescatarnos que no sea amándonos hasta el extremo.

Es hora de volver a cambiar la mala vieja del pecado por la buena nueva del perdón.
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