Sobre información y trincheras

El siguiente es un texto que tuve oportunidad de leer durante la pasada asamblea de responsables de medios de comunicación de la Conferencia Episcopal, celebrada de mediados de febrero. Le he estado echando un ojo, y he pensado que, pese a tiempo transcurrido, sigue teniendo plena actualidad y, de algún modo, recoge mi opinión sobre la situación actual medios-Iglesia. Mil gracias a José María Gil Tamayo por haberme invitado a dicho encuentro, que espero tenga continuidad en ocasiones posteriores
Buenas tardes a todos. Ya que estoy aquí, trataré de aprovechar la oportunidad para conocer a algunos delegados de medios de diócesis con los que, por norma general, únicamente hablamos por teléfono, y a otros muchos a los que ni siquiera tengo el gusto. Finalmente, recuerdo a otros que tengo pedidas ciertas entrevistas con sus obispos, que se me van a jubilar y no hay manera…
Tengo muchas dudas sobre si puedo aportar o no algo al tema que nos ocupa. Ciertamente, trabajo en la sección de Religión de ABC desde finales de 1997 –los primeros meses en labores de becario, algunas tan interesantes como llamar a monseñor Montero para pedir su artículo semanal-, y desde enero de 2000 soy el “responsable” de todo lo que se escribe sobre esta temática en este diario –excepción, claro está, de la publicación, todos los jueves, del “Alfa y Omega”-. Supongo que debería hablar de cómo es mi trabajo en una redacción tan amplia, donde a diario te tienes que “pelear” por un espacio con otras informaciones referentes a Sanidad, Consumo, Medio Ambiente, Asuntos Sociales, Ciencia, Educación…, Toros… Pero no quisiera que mi breve intervención girase por esos derroteros. El que más y el que menos de los que nos encontramos aquí hoy goza de cierta experiencia con los medios. Más tarde, si lo desean, hablaremos de lo que quieran.
Sí me gustaría, en cambio, hacer ciertas precisiones con respecto a una cuestión que personalmente me preocupa, y que considero de vital importancia para establecer un diálogo cuando menos elegante entre medios de comunicación e Iglesia. La cuestión de las trincheras.
De un tiempo a esta parte, cada vez que acudo a un evento organizado por alguna entidad católica, llámese universidad, congregación o la propia Conferencia Episcopal –éste no es el caso, que me encuentro muy a gusto-, tengo la sensación de que bien yo mismo, bien algunos de mis compañeros somos vistos como “el enemigo”, “la bicha” o cuando menos tipos ante los que hay que tener mucho cuidado y medir las palabras, porque venimos a “cargarnos a la Iglesia”, como me sugirieron hace unos años ciertas personas que, por cierto, hoy se encuentran en esta reunión. La cosa llega a mayores cuando ciertas publicaciones insultan con nombre y apellidos a profesionales de la información religiosa, como José Manuel Vidal o Juan Bedoya que, discúlpenme la defensa, tienen más experiencia y profesionalidad que muchos de los que aquí nos encontramos. No se trata de realizar un ejercicio de endogamia periodística, simplemente de precisar de qué estamos hablando.
Porque, vamos a tratar de dejar clara una cuestión, y decirla bien alto: NO HAY NECESARIAMENTE QUE SER UN PERIODISTA CATÓLICO PARA HACER UNA BUENA INFORMACIÓN RELIGIOSA. A los profesionales que, en medios aconfesionales, nos dedicamos a este tipo de información no se nos puede exigir que pertenezcamos a una u otra confesión religiosa, ni siquiera que tengamos fe. Sí que seamos honestos y contrastemos nuestras informaciones. Creo que aquí está el verdadero quid de la cuestión: desde ciertos sectores de Iglesia se ha cavado una trinchera en la que, los que no están de su lado –es decir, los que no pertenecen a medios confesionales o hacen gala públicamente de una catolicidad absolutamente fiel a Roma-, son automáticamente considerados malos profesionales, mentirosos y, lo que es peor, malas personas. A algunos compañeros se les ha acusado incluso de cuestiones que tocan su vida personal desde medios confesionales, lo que es absolutamente inaceptable.
José María Gil Tamayo, a quien agradezco infinitamente la oportunidad que me ha brindado, suele decir que “medios e Iglesia nos necesitamos mutuamente”. Suscribo casi al completo esta afirmación, y me identifico con ella, con una pequeña salvedad. Ustedes nos necesitan un poquito más a nosotros que viceversa. Quien “vende” el producto es la institución, es a ella a la que le interesa que “su” mensaje llegue a los lectores, oyentes o televidentes con precisión y claridad. Cuídennos, por favor. No es tan difícil tener contento a los informadores religiosos de este país, no somos unos ogros. Nosotros somos los primeros interesados en hacer bien nuestro trabajo. Pónganse al teléfono, hagan por conocernos, trabájense a los profesionales, dennos información y no únicamente catequesis, no se escondan cada vez que se produce una información escandalosa, no se refugien en unos comunicados tardíos que siempre –qué curioso- acaban por matar al mensajero.
La cuestión de las trincheras, bien lo saben mis compañeros de otros medios, es un asunto que me horroriza profundamente. Porque, por desgracia y tras una serie de profundos desencuentros –creo recordar, Manolo Bru seguramente lo sepa mejor que yo por el libro que acaba de publicar, que desde el escándalo de Obras Misionales, o Gescartera, no sé bien-, algunos profesionales de medios aconfesionales también se han volcado en esta lucha, en mi opinión absurda. Uno de los grandes damnificados de este “pim pam pum”, Juan Bedoya, periodista de El País, me comentaba el otro día que él no se sentía dentro de ninguna trinchera. Sinceramente, yo tampoco. Y no quisiera que se me obligara a entrar en ella.
No caigamos en el error, periodistas aconfesionales, medios confesionales, jefes de prensa de la Iglesia, en considerar que hay enemigos en nuestro cometido. Vamos a facilitarnos el trabajo, vamos a caer en la cuenta que, si cuando se piden datos para elaborar una información se dan, siempre será más fácil que dicha información sea fiel a la verdad. Vamos a dejarnos de soberbias, por uno y otro lado, porque no creo que nos lleve a ningún sitio. Nuestra información, al final, se verá afectada al no contar con fuentes oficiales –lo cual no quiere decir que los periodistas mintamos. No, podemos ser engañados, pero no creo que ninguno de los profesionales que hace información religiosa haya mentido conscientemente en su trabajo-. Pero, en el fondo, con esa actitud, se está contribuyendo a hacer daño a la propia Iglesia, que es la institución a la que ustedes, delegados de medios, y a la que mis compañeros de medios confesionales, dicen servir.
Tal vez debieran pensar si los culpables de la situación no son sólo los malos periodistas, sino la incapacidad de la institución a la que ustedes representan por dar una imagen de claridad, por abrir las puertas en lugar de cerrarlas con guardias de seguridad, como si los periodistas fuésemos delincuentes.
Termino. Todos buscamos la verdad, que es lo único que nos hace libres. Pero la verdad no se impone a través del silencio, ni de los desmentidos a deshoras, ni de las llamadas a los responsables de nuestros medios pidiendo la cabeza del periodista de turno. La verdad se impone por sí sola. Estoy convencido de que, con el tiempo, caerán en la cuenta de cuál es el camino para que los informadores religiosos, confesionales o no, podamos contribuir a esa verdad desde la profesionalidad, y nos ayuden a llevar a buen término este recorrido, en ocasiones tan repleto de piedras. En ese camino, siempre me encontrarán con las dos manos tendidas. Es más, deseo caminar con ustedes hacia esa posibilidad. Pero la pelota, discúlpenme, se encuentra ahora en su tejado.
Volver arriba