De la economía a la oikonomia

Un famoso teólogo, ante las tremendas exigencias del sermón de la montaña (presentar la otra mejilla, dar aun el manto, andar el doble de lo requerido, amar a los enemigos...), escribió que con él en la mano no se puede gobernar un estado, ni dirigir una fábrica, y ni siquiera convivir en familia. Yo volvería la frase del revés y afirmaría que no se puede vivir feliz en familia si no es según la letra y el espíritu del sermón de la montaña, pronto cada uno a renunciar a lo que cree que son sus derechos antes que romper con un hermano que está convencido de tener mejor derecho. Pues bien: el reino de Dios que Jesús proclamó aspira a que en las empresas, en los estados y en toda la sociedad humana vivamos como hermanos de una gran familia en la que se practica el sermón de la montaña. ¿No debería ir por el mismo camino el nuevo orden económico que anhelamos?

Para Aristóteles, el comportamiento humano se desarrolla como en tres círculos concéntricos: el individual, que se rige por la ética; el de la vida familiar, basada en la oikonomia, de oikos, casa, i nomos, ley o norma; y el de la política, el gobierno de la polis, la ciudad autónoma y soberana. La oikonomia en su sentido clásico, etimológico, se rige por el desinterés. Los padres se dan y lo dan todo a sus hijos, sin esperar a cambio más que el gozo de verlos bien situados en la vida y felices. Si los hijos responden con un amor agradecido, los padres también serán plenamente felices, pero esta felicidad de los padres no fue la razón de tantos sacrificios como hicieron por sus hijos.

La noción actual de economía, aunque derive etimológicamente de aquella oikonomia, parece designar todo lo contrario. No se rige por el desinterés altruista, sino por el interés egoísta. “Hacer economías” no significa distribuir o dar, sino todo lo contrario: ahorrar, atesorar. Según la economía liberal clásica, dejar que cada cual actúe de modo que se enriquezca lo más posible será la manera más eficaz de promover el bienestar general.

San Pablo tuvo que crear un lenguaje nuevo para proclamar el evangelio, y para ello acuñó expresiones nuevas, bien palabras nuevas, bien vocablos antiguos con un sentido nuevo. Buscando qué nombre dar al designio del Padre de salvar a los hombres, hacerlos hijos suyos y en Jesucristo infundirles su propia vida divina, no encontró otro mejor que oikonomia. En el amor desinteresado de los padres hacia sus hijos veía un reflejo del amor del Padre del cielo por todos los humanos. En Efesios 1,8-10 dice: “Nos ha dado a conocer el misterio de su voluntad, según la oikonomia que en él (Cristo) se propuso de antemano”.

En la misma carta, en 3,8-9, escribió: “A mí, el menor de todos los santos, me fue concedida esta gracia: la de anunciar a los gentiles la insondable riqueza de Cristo y esclarecer la oikonomia del misterio escondido desde siglos en Dios”. En Colosenses 1,25 leemos: “He llegado a ser ministro (de la Iglesia), conforme a la oikonomia que Dios me ha confiado en beneficio vuestro, para dar cumplimiento a la palabra de Dios”. En 1 Cor 4,1 dice que los hombres han de considerar a los apóstoles como “oikonomoi (administradores, distribuidores) de los misterios de Cristo”. Y en Tito 1,7 dispone que “el obispo ha de ser irreprensible, como oikonomos (administrador) de la casa de Dios”.

En todos estos pasajes paulinos, las palabras oikonomia y oikonomos aplican al Padre del cielo la imagen de un padre que se entrega totalmente a su mujer y a sus hijos. La Vulgata latina las tradujo por el verbo dispensare y el sustantivo dispensator, de donde deriva nuestro “dispensario”, lugar donde se atiende solícita y desinteresadamente a los enfermos y accidentados. De modo parecido, en las Iglesias orientales se admite por oikonomia lo que en el occidente latino llamamos “dispensas”, o sea excepciones o mitigaciones de una ley que en algún caso resulta demasiado severa.

Los evangelios usan el sustantivo oikonomos en el sentido corriente de administrador; por ejemplo, en la parábola del administrador infiel, que cuando su amo lo despide se granjea amigos perdonándoles o rebajándoles sus deudas. Pero los Padres de la Iglesia veían en aquel administrador tramposo a Jesús mismo, que dilapida el tesoro de la misericordia del Padre, que no por eso se siente estafado sino que lo alaba (Lc 16,1-8), y así nos da ejemplo: “¿Quién es, pues, el oikonomos fiel y prudente, que el amo pone al frente de sus servidores para que a su tiempo les distribuya la ración de comida?” (Lc 12,42-46).

La fe cristiana, a la luz de los evangelios, contempla el orden económico como relaciones entre personas, y lo ve desde el punto de vista de la oikonomia divina, presidida por el amor infinito y desinteresado de Dios, del que nosotros deberíamos ser imitadores: “Que así brille lustra luz delante de los hombres para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre del cielo” (Mt 5,16). Y también: “Así seréis hijos de vuestro Padre del cielo, que hace salir el sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos e injustos” (Mt 5,45).

A nivel universal la visión cristiana de la economía parte de la doctrina unánime de los Padres de que Dios creó la tierra no para unos pocos sino para todos, y contempla a la humanidad como una gran familia, regida no por la ley de la propiedad privada absoluta, sino por la oikonomia, según la cual los más pudientes comparten generosamente sus bienes con los más desfavorecidos. El estado del bienestar (actualmente en grave crisis en todas partes) es un esfuerzo positivo, aunque limitado, de oikonomia, como un eco de la utopía de la comunidad primitiva de Jerusalén, en la que todo era común y se distribuía a cada uno según sus necesidades (Hech 2,44-45).
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