Al pequeño Nicolás

¡Felicidades, Nicolás! Recién estrenada la primavera, en la iglesia de Santo Toribio de Valladolid –muy sencilla y espaciosa, como debe ser la Iglesia–, te alzamos en nuestros brazos y te bautizamos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. En la penumbra de la iglesia, encendimos llamitas para orientar la vida. Ungimos con aceite perfumado nuestras heridas de hoy y tus heridas de mañana. Y nos sumergimos en el misterio del agua que derrama el cielo en la tierra. Fue muy simple, muy humano, muy hermoso. Mereció la pena.

Solo por compartir siete horas de coche desde Arantzazu con un franciscano amigo, en conversación y en silencio, ya hubiese merecido la pena. Y solo por admirar la belleza, la extasiante belleza de los paisajes de Burgos, Palencia y Valladolid, la luz y la sombra de sus tierras labradas, los campos ondulados donde ya crecen el trigo y la cebada, la armonía de sus verdes, el silencio y la paz de sus laderas al atardecer. Solo por contemplar de lejos las choperas del Pisuerga que ya hinchan sus yemas de ámbar. Solo por ver, al pasar por Celada del Camino, una pareja de cornejas posadas en un cable, sumidas en silencio. Solo por conocer el barrio popular de las Delicias de Valladolid, imagen de nuestro mundo global, en el que tú has visto la luz y verás también oscuridades. Solo por volver a abrazar a tu padre Antonio, antiguo compañero franciscano, y por haber conocido a tu madre Marianela, su bella tez peruana, su ancho y bello rostro lleno de calma y de firmeza. Sólo por tenerte tierna y torpemente en brazos, y observar cómo en tu piel y en tus rasgos se funden el Perú y Cantabria, continentes y pueblos, cordilleras y playas, dramas y dichas tan antiguas y tan recientes como la vida humana.

Por muchas cosas, por cada una de ellas, hubiese merecido la pena. Pero todo ello se transfiguró cuando te alzamos sobre la pila redonda y te bautizamos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu. La pila era redonda como el cielo de Castilla. La pila era un cielo con bóveda invertida: el cielo sobre la tierra, o la tierra sobre el cielo. Te ungimos con aceite perfumado, prendimos llamitas de cera, derramamos sobre ti tres conchitas de agua: el agua que es Madre, el agua que es Hijo, el agua que es Aliento. “¡Bendito seas, mi Señor – cantaba el hermano Francisco de Asís – por la hermana agua, que es útil y humilde, y preciosa y casta!”. La humilde agua corrió pila abajo, hasta el centro de la tierra. “Agua que nace en la fuente serena del mundo, surgiendo en la profundidad”, como cantó Ana Belén. ¡Bendita sea el agua llena de bendiciones! Nada de lo que brota, crece y vive sería sin el agua. Nada de lo que somos seríamos sin el agua, ni estaría cantando el zarcero ahí abajo, ente los arbustos del riachuelo Narrondo. Madre agua, hermana agua, amiga agua. ¡Bendita agua que nos bendice!

Pero no te bautizamos para que recibieras ninguna bendición nueva, pues eres infinitamente bendito desde que fuiste concebido y mucho antes. No te bautizamos para purificarte de ninguna mancha, pues todo tu ser es tan limpio como tu piel clara y morena. No te bautizamos para liberarte de ninguna culpa originaria, pues solo la gracia es originaria, y tú nunca serás culpable a los ojos de Dios, aunque siempre tendrás heridas, y tampoco Adán y Eva –nuestros “primeros padres”, aunque todos sabemos que los humanos de hoy no somos hijos de una pareja, pero es una forma de decir que todos hemos nacido de otros–, tampoco ellos fueron culpables, y se nos cuenta que Dios se llenó de sorpresa y de pena cuando un día al atardecer, a la hora del paseo, vio que Adán y Eva tenían miedo o vergüenza los dos ante El y el uno ante el otro, y entonces Dios, con inmensa ternura, hizo para ellos unas túnicas de piel y los vistió, para que no tuvieran vergüenza y para que el sentimiento de culpa no los oprimiera.

Querido Nicolás, tampoco te bautizamos porque alguna vez hayamos perdido el paraíso, sino porque caminamos hacia él. ¡Sí, el paraíso es nuestra misión, aunque fracasamos! Te bautizamos porque creemos en la bendición originaria, en la bendición universal, en la belleza y la ternura. Te bautizamos porque creemos en la filiación divina y en la fraternidad universal de todos los seres. Te bautizamos porque también sabemos que somos herederos de muchas desgracias, de muchas mentiras, de muchas heridas, pero el día de tu bautismo quisimos decirte: “Nicolás, no tengas miedo. La belleza y la ternura son más poderosas, al igual que una llamita, por pequeña que sea, es más poderosa que la oscuridad: solo basta con encenderla. No tengas miedo, Nicolás. Dios es esa llamita que puede crecer hasta alumbrar todos los corazones, y calmar sus infinitas inquietudes. Dios es ese aceite que puede curarnos y hacernos fuertes para ser buenos. Dios es Agua. Y está escrito: ‘Los desvalidos y los pobres buscan agua y no la encuentran; su lengua está reseca por la sed. Pero yo, el Señor, los atenderé; yo, el Dios de Israel, no los abandonaré. Haré brotar ríos en las cumbres peladas y fuentes en medio de los valles, transformaré el desierto en estanque, la tierra árida en manantiales de agua’ (Isaías 41,17-18)”.

Nicolás, te bautizamos en el nombre del Padre y de la Madre de toda ternura, en el nombre de Jesús que fue hijo y hermano, en el nombre del Espíritu que es el alma y el misterio de todo cuanto es. Te bautizamos porque también Jesús un día fue bautizado en las aguas del Jordán y de todos los ríos, de todos los mares, de todas las fuentes, de todos las nubes, de todos los lagos, y porque fue como si aquel día se le hubiera abierto el cielo que, sin embargo, nunca jamás se le había cerrado a nadie, y como si, en lo más secreto del corazón, hubiera escuchado una palabra que Dios pronuncia a todos los corazones desde el principio y desde antes del principio: “Tú eres mi hijo amado”. Y porque aquella palabra sostuvo siempre a Jesús, y porque aquel día se dijo a sí mismo: “Yo quiero seguir esta voz, y pasaré la vida haciendo el bien, pase lo que pase”.

Te bautizamos porque así fue, porque Jesús pasó la vida haciendo el bien, curando a los heridos y compartiendo alegremente la mesa con los despreciados, mirados como culpables. Y porque, en medio de sus cansancios, dudas y desalientos, supo descansar en Dios, con la misma absoluta confianza que tú –sin saberlo siquiera– sientes cuando estás en los brazos de tu padre o al pecho de tu madre, y duermes como si nada malo fuera a suceder, aunque todos los días sucedan cosas terribles cerca y lejos; y tus padres bien lo saben, pero tú duermes en paz. Te bautizamos porque creemos en tu paz, que es la paz de Dios. Fue también la paz de Jesús incluso en la cruz. Te bautizamos porque – a pesar de todo, y con todas nuestras dudas– creemos en la bondad de Jesús, más fuerte que todo lo malo.

Nicolás, te bautizamos porque queremos y esperamos que un día también tú alces un trocito de mundo, y seas luz y bálsamo y agua, como dijo Jesús de todo ser humano que, bautizado o no, apuesta por ser bueno: “de sus entrañas manarán ríos de agua viva" (Juan 7,39).

José Arregi

Para orar

El agua tiene sed
de tu sonrisa traviesa
vertida en acrobacias terrenas
y en tu esperanza de fe
humana tan imprevista.
Nico, dale de beber al agua
un sorbo de transparencia
para aliviar con frescura
y dibujar presencias
que sacian al levantar la vista.
Tan sólo en la certeza de lo vivo
encontrarás la rosa o el abismo,
la noche opaca o el alba repentina
en el hogar de esta iglesia peregrina
abierta por completo y para siempre
a lo posible o imposible
en tus juegos de niño.

(Antonio Martínez, el padre de Nicolás)
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