Ángeles y Diablo 4 Literatura paulina: Poderes cósmicos
En un contexto de tradición antigua (cercana, por ejemplo, a los textos de Qumrán) se sitúa la exigencia de «no dar lugar al Diablo», «manteniéndose firme ante sus engaños» (Ef 4,27, 6,11. Cf. también 2 Cor 6,15 donde se habla de Cristo y Belial). Es normal que se diga: «Satán puede metamorfosearse en ángel de luz. (2 Cor 11,14).
Pablo ofrece una novedad muy significativa cuando relaciona sacrificios idolátricos y culto a los demonios; en el fondo, los llamados dioses de los pueblos han quedado convertidos en signo de Satán: son fuerzas inferiores, no divinas, que esclavizan al hombre y le mantienen sometido a los principios de este mundo de pecado (cf. 1 Cor 1,20-21).
La aportación fundamental de Pablo y su escuela (a la que añadimos Hebreos) consiste en la reflexión sobre el sentido angélico/demoníaco de los poderes cósmicos, como seguiremos indicando, de un modo general (sin entrar en el aspecto político del tema, que exigiría un estudio más cuidadoso de los textos).
– Poderes cósmicos, presentación general.
Esto nos permite penetrar en aquello que podríamos llamar la aportación fundamental de Pablo. Presenta dos aspectos.
a. Por un lado, en contra de la posible ambivalencia de Juan en torno a este problema, Pablo está completamente seguro del origen humano del pecado de la historia: ha sido cometido por Adán y no por una especie de poderes superiores, por el «príncipe del mundo» o los demonios (Rm 5,12 ss).
b. Pero, al mismo tiempo, Pablo sabe, con la tradición precedente, que el estado de caída está relacionado con poderes distintos de la pura humanidad fáctica; son poderes de carácter más o menos expresamente cósmico; por eso la victoria de Cristo se explícita allí donde toda realidad se dobla, toda rodilla se inclina y los seres del cielo, de la tierra y del abismo le proclaman Señor, para gloria de Dios Padre (Flp 2,10-11).
¿Quiénes son estos poderes que han quedado sometidos a Jesús, el Cristo? Pablo no responde nunca expresamente, aunque en sus cartas hallamos alusiones que pueden resultarnos muy valiosas. Puede tratarse de ángeles que, en cuanto tales, se mueven todavía en el nivel del Antiguo Testamento: son transmisores de la ley (Gal 3,19), y de esa forma muestran su carácter deficiente, quizá malo (en contra de lo que suponen Hech 7,53 y Heb 2,2 que presentan a los ángeles como mediadores buenos de la ley).
En esa línea, con toda solemnidad, en dos lugares clave de su obra, Pablo toma en serio la posibilidad de un mundo angélico opuesto y contrario a la gracia y evangelio de Jesús, el Cristo: «Aunque nosotros mismos o un ángel bajado del cielo os anunciara un evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema» (Gal 1,8); «estoy seguro de que ni la muerte ni la vida, ni ángeles ni principados... ni poderes ni alturas, ni abismos, ni ninguna otra creatura podrá separarnos del amor de Dios presente en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8,38-39).
Con esto hemos entrado en un espacio de experiencia diferente de todo lo indicado hasta el momento. Antes, lo angélico y el Diablo venían a encontrarse radicalmente separados. Ahora, partiendo de la misma soberanía de Jesús y de su exclusivismo salvador, esa escisión se difumina; por eso ángeles y Diablo (poderes superiores) pueden presentarse como adversarios del creyente, ligados a los fenómenos del cosmos (paganismo) o al despliegue de la ley (judaísmo).
Desde esta perspectiva, cuando en 1 Cor 13,1 se aluda a la posibilidad de hablar «lenguas de ángeles» (glosolalia) no se presupone que ese fenómeno sea perfectamente positivo. En el fondo de esa misma experiencia puede haber una mezcla de diabólico. La profundidad del mundo, reflejada en aquello que Pablo ha llamado «el príncipe de este siglo» (relacionado evidentemente con la sabiduría griega y la ley israelita) ha resultado incapaz de conocer a Cristo, el Señor de la gloria (1 Cor 2,6-8).
– Literatura postpaulina. Efesios.
Estas insinuaciones paulinas, sobrias, comedidas, han sido explicitadas de manera expresa por su escuela. En esa perspectiva, Efesios y Colosenses han trazado las líneas de una angelología peculiar, de carácter predominantemente cósmico.
Quizá pudiéramos decir, con más acierto, que ellos han trazado el esquema de una «antiangelologia»: no niegan la existencia de ese espacio superior, del mundo angélico-astral de los poderes sobrehumanos; pero añaden que se trata de un mundo radicalmente vencido por el Cristo. De esta forma combaten los principios de una especulación judaizante, de carácter protognóstico y cosmicista, que ligaba la existencia del hombre al ritmo y estructura de las potencias angélicas.
La observancia de «los días, meses, estaciones y años» a que alude Gal 4,10, observancia que ponía a los hombres bajo el ritmo de lo cósmico, se expresa ahora de un modo conceptual y religioso más explícito; contra ella combaten los herederos de Pablo en Efesios y Colosenses, rechazando así toda posible tentación de esoterismo cósmico-angélico. Así, en Efesios se dice:
También vosotros estabais muertos por vuestras culpas y pecados, pues tal era vuestra conducta anterior, conforme al eón de este mundo (aiona tou kosmou toutou), siguiendo al príncipe del poder del aire (=de la zona inferior), el espíritu que ahora actúa eficazmente en los rebeldes (Ef 2,2).
Esta situación no es algo que ha pasado. Sabemos ya que el Cristo es triunfador y que se sienta por encima de todo principado y poder, fuerza y soberanía (Ef 1,21). Eso supone que todos los antiguos dueños de este mundo se hallan sometidos, todos los llamados dioses y demonios, los ángeles del cosmos. Eso es cierto, pero los poderes, aun vencidos y dominados, siguen insistiendo, son amenazantes. Por eso, la carta a los Efesios termina con una voz de alerta:
Poneos la panoplia (las armas) de Dios… porque vuestra (nuestra) lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los principados y poderes, contra las dominaciones cósmicas que rigen en estas tinieblas, contra los espíritus del mal que imperan en la parte superior del cielo. (Ef 6,11-12).
La fe y praxis del Cristo sigue firme, pero ahora el campo de visión se ha transformado. Lo diabólico no impone su ley en los enfermos y perdidos de este mundo (como en los sinópticos); tampoco se refleja en la mentira y homicidio (Juan). Viene a expresarse como «ley del cosmos». Ha surgido una experiencia diferente. Partiendo de antiguas visiones paganas y de nuevas especulaciones gnostizantes, el autor de Efesios supone los hombres se han hallado sometidos al yugo de este cosmos, bajo la fatalidad de los astros, en un mundo en el que todo parece aplastado por las leyes del destino. Pues bien, Cristo nos libera de la esclavitud del cosmos, con sus dioses angélicos, sus príncipes y fuerzas.
– Colosenses.
Esta experiencia se desvela todavía con mayor claridad en Colosenses, a través de dos afirmaciones radicales.
La primera trata de la creación: esos poderes del mundo no son independientes, no han surgido por si mismo, ni dependen de un principio negativo, de un Dios malo; todos ellos se cimientan en el Cristo: «En él fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra, las visibles e invisibles, los tronos, dominaciones, principados y poderes» (Col 1,16). Sin embargo, por medio de una gran mutación que el autor de la carta no ha querido detallar o explicitar, esos poderes superiores, creados por el Cristo, se han venido a convertir en dueños, destructores de los hombres. Por eso ha sido necesario un cambio redentor:
Dios canceló la nota de cargo (la acusación) que había contra nosotros...; la quitó de en medio clavándola en la Cruz. Y una vez destituidos los principados y poderes, los exhibió públicamente, incorporándolos a su cortejo triunfal. (Col 2,14-15).
Según esto, los creyentes no se encuentran sometidos a poderes de este mundo, a los ritmos de la luna, las comidas especiales, las semanas y los días (cf. Col 2,16-17). En contra de lo que pudiera suponerse, el mundo de lo angélico no ofrece aquí rasgos de espíritu sin carne o sin materia, sino que se expresa en el orden/desorden concreto de los astros, los poderes de este cosmos que, hallándose fundados en el Cristo, tienden, sin embargo, a dominarnos, haciéndonos esclavos de su fuerza, de su ritmo necesario y su violencia.
El autor de Colosenses no ha querido explicitar los elementos, las figuras y valor de esas potencias. Quizá tampoco lo podría haber hecho. Sabe que hay poderes superiores que esclavizan, determinan y dominan a los hombres. Pero ahora son «poderes derrotados», expoliados desde dentro por la Cruz de Jesucristo (cf. 1 Cor 2,6-8; Col 2,14-15).
Precisamente aquí, a través de la más alta no violencia amorosa, por medio la entrega voluntaria de Jesús hasta la muerte, queda superado todo el orbe de las leyes, los sometimientos del cosmos, las angustias personales. Los hombres pueden realizarse como libres en amor y en apertura al Padre. De esta forma, la violencia del cosmos ha podido ser transfigurada y se transforma en ámbito de manifestación y gloria de Jesús, el Cristo.
También ahora puede preguntarse: ¿existen los ángeles? Ciertamente, si. Pero ¿cómo?, ¿dónde? Ellos forman parte del ser del hombre en el mundo, son como el aspecto trascendente de nuestra experiencia cósmica. Es normal que puedan pervertirse y pervertirnos, haciéndonos esclavos de su fuerza y de su ritmo.
Pues bien, en ese contexto, se añade que Cristo no es un ángel. No nos salva a través de mecanismos más o menos complicados de manifestación y plenitud del cosmos.
Cristo es Hijo de Dios y hombre concreto, que realiza su camino en gesto de pura entrega no violenta. Sólo ante su Cruz se puede definir y se definen los caminos: el cosmos autodivinizado que rechaza la Cruz se convierte en potencia demoníaca; el cosmos que le acepta y se libera viene a ser campo de expresión del Señor Jesucristo ante los hombres.
– Hebreos.
Desde aquí se podría valorar la palabra, mucho más moderada, aunque cristológicamente más explicita, de Heb 1-2, dirigida a mostrar la superioridad de Jesús, Hijo de Dios, sobre los ángeles.
Evidentemente, la misma argumentación de la carta muestra la existencia del problema: Algunos círculos cristianos han tendido a interpretar a Jesús desde lo angélico, presentándole quizá como representante de ese mundo de espíritus celestes. Por eso, el autor de Hebreos tiene que insistir en que los ángeles son siervos de Dios, ligados a los vientos y el rayo (Heb 1,7), mediadores de la ley israelita (Heb 2,2), encargados de ayudar a los creyentes (Heb 1,14).
Pues bien, muy por encima de ellos, Jesucristo, sometido a nuestra misma pequeñez humana y abajado hasta la muerte (Heb 2,5-18), es el Hijo de Dios (Heb 1,5), es divino (Heb 1,8). Por eso, los ángeles tienen que adorarle (Heb 1,8). También aquí, trascendiendo el mundo de lo angélico, la mirada del creyente ha de tender directamente al Hijo Jesucristo.