La Belleza cristiana. Una voz neocatecumenal (Luis Pizarro).

El edificio y la nueva Evangelización
Qurido Xabier: Aprovecho esta ocasión para saludarles, con la paz del resucitado. Les adjunto un articulo que habla acerca de la auténtica Belleza que es Jesucristo. Espero que les guste y estamos en contacto. En Cristo Lucho Pizarro (Perú).
La paz del resucitado de nuestra muerte hermanos y hermanas. Espero que todos los participantes en este tiempo de ESPERA, podamos pedirle al Espíritu Santo, tal como lo hizo con la Virgen, que pueda engendrar en nuestra historia al que da sentido a nuestras vidas: JESUCRISTO. Quisiera compartir con todos ustedes el pequeño comentario acerca de la “Nueva Estética para la Nueva Evangelización”, y con toda confianza me someto a las criticas que pueda ocasionar dicho articulo. Una gran novedad de la primera comunidad cristiana fue que no dio nunca importancia al lugar donde se reunía, sino a la misma comunidad reunida en torno a Cristo Jesús.
Si los judíos habían subrayado el sentido del templo de Jerusalén y los paganos el de sus propios templos, como lugar de la presencia de Dios, los cristianos entendieron que “el Altísimo no habita en casas hechas por mano de hombre” (Actos. 7,48), y que el verdadero Templo donde habita Dios es el Señor Resucitado, Cristo Jesús (Jn. 2,19; Col. 2,9), sin quedar condicionada por templos o lugares sagrados. Ya el profeta Isaías dice: “Así dice el Señor: El cielo es mi trono, y la tierra, estrado de mis pies: ¿Qué templo podréis construirme o qué lugar para mi descanso? Todo esto lo hicieron mis manos, y existió todo esto –oráculo del Señor-. Pero en ése pondré mis ojos; en el humilde y en el abatido que se estremece ante mis palabras” (Isaías 66,1.2).
Edificio y vida
No es el edificio lo que cuenta, sino que la comunidad de las personas creyentes tiene la primacía. Como dice San Agustín, “las paredes no hacen a los cristianos”. El verdadero templo es la asamblea de los reunidos en el nombre de Jesús. Los paganos y los judíos ponían el énfasis en que el recinto sagrado era como la habitación de la divinidad, la Iglesia cristiana lo pone en la DOMUS ECLESIAE, es decir la “casa de la comunidad”. No tenemos templo ni altares, decían con toda propiedad los padres apologetas de los dos primeros siglos. Cristo inaugura con su muerte y resurrección un nuevo culto: adorar a Dios en Espíritu y en verdad, es decir en la propia historia. Ya no hay que adorar a Dios en el monte Garizim ni en Jerusalén, no hay sacro y profano, ni religiosidad natural. Aparece con Jesucristo una nueva era: nuestro verdadero templo somos nosotros.
Nuestra vida es una liturgia de santidad, ahí está el culto. Como dice Pablo a los Efesios: “De modo que no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los consagrados y de la familia de Dios; edificados sobre el cimiento de los Apóstoles, con Cristo Jesús como piedra angular. Por él todo el edificio bien trabado crece hasta ser templo consagrado al Señor, por él vosotros entráis con los otros en la consagración para ser morada espiritual de Dios” (Efesios 2,19-22).
Cualquier lugar es templo
Dentro de esta nueva perspectiva, los primeros cristianos provenientes de comunidades judías hacían sus oraciones, cantos y lecturas en la sinagoga, mientras que la eucaristía, como nos consta por las cartas de Pablo y los Actos, se celebraban como un convite en las casas particulares en torno a la mesa familiar, conforme al ejemplo de Cristo es el cenáculo. Más tarde, se reunieron ambas prácticas en una liturgia común. Después, por razones prácticas, las DOMUS ECLESIAE fueron sustituidas por basílicas y amplias construcciones expresamente destinadas al culto. Por tanto, si uno quiere formarse una idea exacta de cómo debe conformarse o estructurase un espacio destinado a la liturgia cristiana, debe empezar por desprenderse de la idea de templo. Así lo sentían los primeros cristianos, como manifiesta Dionisio de Alejandría en el siglo III: “Cualquier lugar, campo, el desierto, un navío, un establo, una cárcel, nos servía como templo para celebrar la asamblea sagrada”.
El metropolita Constantin Jarisiadis, en 1982, en Paris explica que “el príncipe Vladimir de Rusia envió a los principales centros religiosos del mundo, musulmanes, judíos, latinos y griegos, una comisión de diez miembros para poder decidir con fundamento cuál debería ser la mejor religión para su pueblo. Cuando esta comisión llegó a la basílica Santa Sofía, quedó maravillada y llena de profunda admiración, extasiada ante el esplendor del culto sagrado celebrado por el Patriarca, en presencia del emperador de Bizancio. Al llegar de nuevo a su país la comisión disipó todas las dudas y todas las zozobras del soberano. No había sido solamente la magnificencia de la celebración, sino también la belleza de la civilización que se transparentaba en el desarrollo del culto. Los enviados del soberano habían quedado impresionados por la belleza civilizadora del culto divino.
El arte cristiano se expresa en la liturgia:
tanto en el canto como en la música y la danza. No cabe duda que el desarrollo y la promoción social de los pueblos está en la expresión estética de la Iglesia. En los países pobres o en vías de desarrollo, la Iglesia necesita cuidar con más esmero y catequizar el ambiente para que la miseria no le invada y caigan en la desidia o en el abandono de sí mismos. Si nuestra forma de “estar” es cristiana, es decir, transmitimos la naturaleza nueva de la dignidad del ser hijos de Dios; la persona se promociona y desarrolla, la cultura crece y se eleva a unos niveles muy altos.
El arte, la estética era antes propiedad de los ricos, hoy más que nunca necesitan los pueblos pobres salir de su promiscuidad y esto se logra con la “nueva evangelización”, es decir, con el testimonio y el anuncio del kerigma y la catequesis. Monseñor Paul CORDES dice: “es admirable el testimonio cristiano que están dando las 500 familias del camino Neocatecumenal en los países más pobres”. Estas familias, viven el cristianismo como una fuente perenne de novedad, llenos de alegría, de sorpresa en sorpresa, en ese estado estético, como agudamente describió Kierkegaard.
No hay que olvidar que el arte es el espejo de la fe y tiene un lenguaje verdaderamente teológico. En épocas pasadas, cuando los cristianos no sabían leer, la pintura era una catequesis visual. Como dice San Gregorio Magno en una carta del año 599 al obispo de Marsella, Sereno: “La pintura se usa en la iglesia para que los analfabetos mirando las paredes pueden leerlo lo que no son capaces de descifrar en los códices”. La Iglesia le ha dado siempre al arte una dimensión evangelizadora; las imágenes, cuando el analfabetismo imperaba en Europa, fueron la verdadera BIBLIA DE LOS POBRES; de ahí que exista un arte sacro, no sólo por su temática, sino por su inspiración interna.. El arte en la Iglesia se dirigía tanto al público culto como a los analfabetos porque todos sin distinción formaban el cuerpo de la Iglesia.
Hoy una parroquia o centro de culto revela lo que es ella misma; es decir, su concepción de evangelización, su forma de estar en la sociedad, se puede ver en la arquitectura, la distribución del espacio religioso, la luz, el sonido, los ornamentos, los vasos sagrados, la limpieza etc. Sinceramente me pregunto: la estética de nuestras iglesias ¿responde al espíritu del Concilio vaticano II? ¿Qué piensa el hombre de hoy cuando entra en nuestros templos y ve, algunas veces, un almacén de imágenes colocadas sin gusto y sentido estético? Todo hombre tiene sed de belleza, de estética, de autenticidad, de esplendor de la verdad y de simplicidad. ¿Qué es la belleza estética? Es la resonancia de la creación en el ser profundo del hombre que le proporciona armonía, serenidad, contento, entusiasmo para afrontar y superar los desafíos cruciales que se avistan en el horizonte.
El hombre es una obra de arte de Dios.
No hay arte sin sorpresa, asombro y estupor. La rutina destruye el arte y la liturgia porque convierte el cristianismo en un ritualismo legalista de pura religiosidad natural ya que impide al cristianismo la dimensión pascual “de estar en camino”. El Dios de Abraham, Isaac, Jacob y de Nuestro Señor Jesucristo es un Dios sorprendente porque actúa en la historia. San Buenaventura comenta: “Contemplaba en las cosas bellas al Bellísimo y siguiendo sus huellas impresas en las criaturas, seguía a todas partes al Amado”. Lo bello, a diferencia de lo útil, no le sirve al hombre para alimentarse, ni para protegerse de la lluvia, ni para desplazarse, etc. El sentido de lo estético es lo que más nos hace superar la tiranía de lo útil y lo funcional, dándonos capacidad de apreciar lo gratuito y lo festivo, infundiendo en nosotros paz y serenidad, reconciliándonos con nosotros mismos y con el mundo que nos rodea. En una sociedad en que todo tiende a estar programado electrónicamente, al milímetro, incluidas las comidas o las vacaciones o la fiesta, lo bello nos recuerda que es importante también toda una serie de aspectos que no entran en las calculadores: que es importante saber sonreír, y admirar, y alabar, y gozarse ante la sensación de lo bello.
Como decía el Gran Juan Pablo II: “Nuestro tiempo es de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo fácil del “hacer por hacer”. Tenemos que resistir a esta tentación buscando “ser” antes que “hacer”. ¿Cómo sacar al hombre del pozo sin fondo del hastío, de la rutina, del hedonismo que vive, del sin sentido del sufrimiento, del no ser, de la soledad, de la vejez del sufrimiento…de la muerte? Por medio del anuncio del acontecimiento expresado en el kerigma cristiano que se había casi perdido en la Iglesia.
La Iglesia del Concilio vaticano II ha retornado a los orígenes del kerigma y tiene en su boca la palabra de San Pablo.
“Qué bellos son los pies de los que anuncian la Buena Noticia” (Rom.10, 15).
Este anuncio de Jesucristo viviente tiene hoy el poder de tocar la vida del oyente y provocar un impacto estético que atrae, hace ver desde la fe la cosmogonía cristiana, es decir que todo está bien hecho, es bello, hermoso. La creación canta: Dios te ama. ¿Qué estética vieron los primeros discípulos al oír la palabra radical de Jesús: “Tú sígueme”? ¿Qué les fascinó de este Rabino? Veamos lo que dice San Lucas: “Juan Bautista envía a dos de sus discípulos a preguntar a Jesús: ¿eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro? Contesta Jesús: Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Noticia; ¡y dichoso aquel que no halle escándalo en mí! (7,18-24)
¿Por qué dice esto Jesús? Porque ha llegado el Mesías que es la Belleza hecha carne Gracias al poder de Jesucristo, los ciegos ven el amor de Dios en la historia, los sordos escuchan la Palabra de Dios, el hombre puede amar invocando el nombre del Señor, etc. La función del arte, dice Pío XII, consiste en romper el recinto estrecho y angustioso de lo finito, en el cual el hombre está inmerso mientras vive aquí abajo, y abrir como una ventana a su espíritu, que ansía lo infinito.
El Beato Fra Angelico
El Papa Juan pablo II lo había expresado repetidamente su invitación a una vuelta al arte en el marco de la fe, y ha hablado de una “nostalgia de la belleza” en el hombre de hoy. En 1982 hizo un gesto realmente simbólico: beatificó a un gran pintor, un dominico italiano del siglo XV, Juan de Fiésole, más conocido como Fray Angélico, que supo unir un arte inefable. Como dijo el Papa, Fray Angélico vivió en perfecta armonía su vida de fe y su genio artístico, “la perfecta integridad de vida y la belleza casi divina de las imágenes que pintó, sobre todo las de la Virgen María.” Esta beatificación –el primer artista de nivel mundial que ha sido elevado a los altares- tendría que hacernos reflexionar sobre la estrecha relación que existe entre la belleza artística y la expresión de nuestra fe.
Mientras sus hermanos dominicos predicaban con la palabra, Fray Angélico anunciaba y sigue anunciando ahora- la Buena Noticia de Cristo por medio de sus geniales pinturas. Se sirve del arte pictórico, como humanista cristiano, para predicar con la espiritualidad de su inspiración creadora. Fray Angélico no puede permanecer indiferente ante el mundo secularizado del humanismo pagano que ve. Sustituye la palabra por la imagen, la voz por los colores para que entre en el alma por los ojos. Este predicador de la belleza artística, se convierte en pionero de comunicación de fe y cultura a través de la imagen. ¿Están desligadas nuestra celebración de fe y la estética? El cristianismo por la encarnación de Jesucristo, es el principio por excelencia de toda estética, porque despierta, entusiasma, moviliza y nutre en la liturgia los cinco sentidos del hombre: visual, auditivo, tacto, olfato y gustativo.
Así por ejemplo, los textos mesiánicos anuncian: “Levanta los ojos y mira” (Is. 49,18 y 60,4; Sof. 3). La audición se hace visión. Y en el Nuevo testamento: “Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” y “Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis” (Lc.10, 23). Se tiende a la postración. El símbolo de la fe expone hechos de salvación, acontecimientos históricos que están pidiendo la trascripción iconográfica y litúrgica. La percepción bíblica de Dios no es espiritualista sino que gira en torno a los sentidos. La liturgia que se baña en el esplendor de la Resurrección de Jesucristo no puede renunciar a esta belleza, que es el poder del misterio pascual y fortalece la naturaleza herida del hombre. Jesucristo es “el más hermoso de los hijos de Adán, la gracia está derramada en sus labios” (Salmo.45, 3). La importante labor que hay que realizar es que los sacramentos sean formalmente explícitos, o sea, que la asamblea tenga el aspecto real de una asamblea, el banquete de un banquete, el pan de pan, el vino de vino, con el fin de que el amor entre los hermanos congregados y hacia el mundo pueda brotar como auténtico amor. Ya que decir “tomad y comed” y luego celebrar la Eucaristía con una hostia en la que no fácilmente se puede reconocer pan verdadero y con un cáliz de vino que sólo bebe el sacerdote, o con una asamblea que no participa o que está incluso ausente, parece ser exactamente lo mismo. Igual que sentarse a una mesa donde se comparte comida y bebida es ya de por sí una comunión entre los participantes mayor que cualquier declaración verbal, el amor entre un hombre y una mujer se expresa por medio de signos físicos, sin palabras, y sólo así se manifiesta realmente y resulta fecundo, ser introducido y emerger del agua de la fuente bautismal comunica más que cualquier argumentación teológica la muerte del hombre viejo y el nacimiento del hombre nuevo. Con profunda intuición decía F. Dostoievski que
el mundo será salvado por la belleza”.
No hay ni puede haber más bello que Cristo. Y la comunidad cristiana que ama más allá de la muerte, “el amor al enemigo, como yo os he amado”. Decía el cardenal Schonborn: “Recordemos aquí el gran desarrollo del arte bizantino y del arte de los iconos de la Iglesia oriental; tanto la técnica de la pintura como los medios estilísticos y figurativos nos llevan a la contemplación, hecha imagen, de lo divino en el hombre y de lo humano en Dios”. ¿Será una utopía o una profecía lo que dijo Dostoiewski de que “la belleza salvará al mundo”? En la comunidad cristiana, hombres, mujeres, ancianos, jóvenes y niños, es donde se experimentó la belleza sin abstracciones y especulaciones; para esto hace falta ser catequizado a través de la iniciación cristiana que nos lleva a la humildad del vaciamiento del hombre viejo por medio de la KENOSIS (descendimiento) de Jesucristo y el nacimiento del hombre Nuevo del Sermón de la Montaña.
La comunidad cristiana, sacramento de salvación, conlleva a la nueva estética que dice Jesús. “Amaos los unos a los otros, como yo os he amado. En esto conocerán todos que sois discípulos míos, si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn. 13,34-36). La liturgia ya no puede seguir siendo un frío ritual, en que las emociones están prohibidas, reservadas a un “fuero interno” individual: este tipo de liturgia hoy está muda y no le interesa a nadie, resulta un formalismo hueco, porque todos en la vida contemporánea está a la vista del público, es comentado por todos, es evidente, dramático. El Papa Juan pablo II en el discurso a los obispos de Canadá: “No hay que dejar que el anonimato de la ciudad invada nuestras comunidades eucarísticas”. Si la liturgia es realmente una irrupción de Dios que transforma la vida, participar en esta acción de Dios de manera comunitaria significa realmente conseguir una comunicación recíproca de esta experiencia, para llegar todos conjuntamente a la verdad, a perdonarse y a amarse.
Una hermosa metáfora de Roberto Belarmino
representa esta organización de la Iglesia como Cuerpo de Jesucristo: el presidente es la cabeza del cuerpo; la palabra de Dios, la boca; la Eucaristía, el corazón del que se nutre la Iglesia; la Asamblea son los miembros, los brazos (los diáconos) y las piernas del cuerpo de Cristo (los misioneros). También muchos Padres de la Iglesia, lo mismo que la escritura, evocan esta imagen del cuerpo para representar a la asamblea del Pueblo de Dios congregado para la liturgia, con distintas funciones vinculadas orgánicamente entre sí, para alabar conjuntamente a Dios en nombre de todos los hombres. La forma que de ello deriva requiere que este cuerpo se represente como tal: no una masa pasiva y anónima que depende de un sacerdote delegado como único actor protagonista que desempeña todas las funciones, sino un conjunto orgánico de protagonistas que participan con funciones diferentes. Por eso pide la instrucción General del Misal Romano que “la disposición general del edificio sagrado sea como una imagen de la asamblea reunida”. Ha llegado el momento, de cara a la “nueva evangelización”, de dar soluciones definitivas a nuestros espacios celebrativos: presbíteros, mesas eucarísticas, baptisterios, ambón (donde se puede ver y oír a los ministros), etc., todo de acuerdo con la liturgia y el arte en función de la cómoda participación y servicio de la asamblea litúrgica del pueblo de Dios.
Es verdad que la belleza de una celebración litúrgica depende en gran parte del que preside, que es un icono de Cristo Resucitado, cabeza del cuerpo de la Iglesia, según señala el Concilio Vaticano II. Todo ser humano es, en cierto sentido, un desconocido para sí mismo. Jesucristo no solamente revela a Dios, sino que manifiesta plenamente el hombre al propio hombre. En Cristo, Dios ha reconciliado consigo al mundo. Dice el Papa Juan pablo II: “Todos los creyentes están llamados a dar testimonio de ello; pero os toca a vosotros, hombres y mujeres que habéis dedicado vuestra vida al arte, decir con la riqueza de vuestra genialidad que, en Cristo, el mundo ha sido redimido: redimido el hombre, redimido el cuerpo humano, redimida la creación entera, de la cual san Pablo ha escrito que espera ansioso la revelación de los hijos de Dios, también, mediante el arte y en el arte. Esta es vuestra vocación.” Las celebraciones litúrgicas son un acto dinámico, no sólo por lo que respecta a los presbíteros o a quienes sirven directamente la liturgia, sino también respecto a los mismos fieles: no se trata de “asistir, como mudos espectadores”, a una representación interpretada por otros en una especie de escenario, sino de “participar” o, mejor dicho, actuar como protagonistas. Como dice la Instrucción General del Misal Romano: “Participación consciente, activa y plena de un pueblo jerárquicamente ordenado”. “Participación” significa asumir más que una implicación ritualista de la Iglesia como Cuerpo de Cristo formado de muchos miembros que concurren conjuntamente a la vida entera del cuerpo, significa pasar de una liturgia en la que una muchedumbre secular asiste pasivamente a unos ritos que son patrimonio exclusivo del grupo reducido del clero, a una liturgia celebrada en común por un pueblo sacerdotal que vive la experiencia pascual conjunta de ser conducido por Dios del dolor al gozo, de la muerte a la resurrección, de la división al amor.
CONCLUSION De lo dicho se deduce:
1.- La arquitectura, liturgia y estética con la cual evangeliza el Camino Neocatecumenal, no es propiedad de un determinado “movimiento” o “espiritualidad”, sino que es lo que vive la Iglesia del Concilio Vaticano II. El Camino Catecumenal es si acaso, como dice el Papa Juan Pablo II, un “taller litúrgico o laboratorio sacramental” donde por su rica experiencia de espacios y signos celebrativos, es consonancia con la rica tradición de la Iglesia y del Concilio Vaticano II, ofrece su praxis a la Iglesia universal, tanto a cualquier parroquia como a cualquier tipo de fieles”. Con este espíritu, el Camino Catecumenal está llevando esta praxis en sus obras tanto en las parroquias y en los catecumenios (salas grandes donde se celebra la Eucaristía) como en los centros neocatecumenales y casas de convivencias de Lima, Callo, Arequipa…Es maravilloso ver la cantidad de personas que abandonan la miseria y la desidia por el testimonio cristiano que ven en esta Nueva Estética, fruto del Concilio Vaticano II.
2.- hay la necesidad de hacer un catecumenado en las parroquias formando pequeñas comunidades que anuncien la verdadera estética que salva al hombre. Mostrar el camino del arte de saber vivir la felicidad. Este arte no es fruto de una técnica pastoral, sólo lo puede comunicar quien tiene la vida, el que es el Evangelio en persona. Es de urgente necesidad tener catequistas que se dediquen a formar cristianos, ellos serán el fruto del actual milenio de la Iglesia local y particular. Si la Iniciación cristiana se encuentra en la base nuclear y en los cimientos de nuestra pastoral, renovaremos la Iglesia del tercer milenio. De esta forma daremos al hombre de hoy la herencia a la que tiene derecho y de la que siente necesidad: invitarle al banquete del Reino de los Cielos para que pueda saciar el hambre de Dios y tomar el vino nuevo para la fiesta, aun cuando no sea consciente de esta necesidad. El buen vino que da la Iglesia –dicen los Padres de la Iglesia – consiste en amar a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen. En verdad se trata de la única propuesta que ofrece la Iglesia al hombre, la cual le permitirá encontrarse de nuevo consigo mismo, dejar de ser fugitivo de su realidad y hallar “el Camino, la verdad y la Vida” para su propia humanidad.
Como afirma Juan Pablo II en la carta Tertio Milenio Ineunte: “Preguntar a un catecúmeno “¿quieres recibir el Bautismo?”, significa al mismo tiempo preguntarle: “¿quieres ser santo?” Significa ponerle en el camino del Sermón de la Montaña: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt.5, 46). No hay mayor frustración en el hombre que no ser santo, hemos sido creados para esa imagen. Como dice el Papa Benedicto XVI: “Ser santos es no pecar, sino, reconocerse débil, pecador”. Yo pregunto: ¿Hasta qué punto somos conscientes de que la liturgia terrena que celebramos en nuestras comunidades es una participación en la liturgia del cielo? ¿No decimos siempre al final del prefacio que nos unimos al himno de alabanza que los ángeles y todos los santos del cielo cantan a Dios? El “Sanctus” lo cantamos con toda la Iglesia celestial. Y cuando en cada plegaria eucarística recordamos a la Madre de Dios y a los santos, lo hacemos “reunidos en comunión” con ellos (plegaria eucarística I). Nuestra asamblea litúrgica participa de toda la gloria de la Iglesia celestial, aun cuando nosotros sólo podamos palpar esa realidad en la fe. ¡Qué anchura y profundidad adquiere entonces nuestro culto! Si Cristo está en medio de nosotros, entonces están también presentes con él todos los miembros de su Cuerpo, y todos estamos reunidos en comunión: los que ya han conseguido la plenitud al lado de Cristo y los que peregrinan todavía en la tierra, los que están presentes en nuestra comunidad y todos aquellos con los que estamos unidos en la fe: eso es el “Cristo total” que celebra la Liturgia. ¡Maranatha. Ven Señor Jesús ¡ En Cristo Lucho