Devolver al Absoluto su realidad para restituir al Hombre la suya (F. Mateo)

Yo debo estar dictando una lección de Absoluto, de pie, como conviene y él mira sentado, con amplia sonrisa bondadosa, aunque reserva su opinión. Le he pedida que la escriba, y así lo ha hecho, mandándome unos folios que recojo en mi blog. Hoy publico la primera parte.
Dicen muchos (y dice especialmente la Iglesia católica) que hemos arrojado por la borda al Absoluto y que así nos va: Hemos agilizado la navegación, pero hemos perdido norte y rumbo rumbo.
Responden otros que no es claro lo que significa en Absoluto (si es que existe), dentro de un pensamiento débil, donde todo es relativo, y vale únicamente en la medida en que se vende y puede producir unos dineros.
Fuerte es el tema, y esencial. Por eso le he pedido a F. Mateo que lo explique para mis lectores, y así lo hace, en las reflexiones que siguen, en un plano filosófico, más que religioso. A su juicio, el hombre ha querido usurpar su realidad al Absoluto, y de esa forma está corriendo el riesgo de perder la suya. Si no devuelve su realidad al absoluto (devolver a Dios lo que es de Dos, decía Jesús), el hombre no podrá recuperar la suya (aunque F. Mateo dirá que el Absoluto no es Dios sin más...). Pero de eso trata la postal. Todo lo que sigue es tuyo, Paco.
EL ABSOLUTO (F. Mateo)
Introducción
Cuando para la filosofía ha llegado el momento de replantearse su trayectoria, incluso su posible identidad, es preciso reflexionar en sus avances, en sus desviaciones, en sus posibles errores y afirmar, sin remembranzas difusas, que aquí no ha terminado el camino que se comenzó hace más de dos mil quinientos años, y que es preciso remontar este periodo de oscuridad estéril para el pensamiento, con el que hemos comenzado el siglo XXI.
La primera impresión de vacío o negaciones (no exclusivamente mía, sino de otros muchos) con la que hemos llegado a este final de la postmodernidad, nos induce a poner en valor la reflexión, que o bien parece haberse ocultado, o bien parece que no ha acertado con su campo o con su verdadera manera de hacerse cargo de los problemas que atañen al pensamiento; es imprescindible pues, acertar con lo que es propio de la reflexión, sin por ello perder la verdadera identidad de nuestro destino, cosa que, durante todo el siglo veinte, se ha producido por esa especie de mimetismo que los filósofos han tenido respecto de las ciencias y sus métodos.
Todo ello hace el efecto de haberse derivado el pensamiento fuera de su verdadero objeto, como si la reflexión sobre la realidad no le atañera, como si la realidad estuviera ausente de la especulación, siendo esta última la que ha versado sobre asuntos que no le son propios, o que la enajenan. A este despropósito, hemos llegado con el consentimiento de casi todos, y con ello, a que los filósofos no tengamos la menor credibilidad entre la gente, sea común, o sea especializada.
Si se ha de producir un cambio en los derroteros del pensamiento ha de ser pensando de antemano a dónde se pretende llegar, ha de ser esperando que la fe en sí misma de la filosofía nos guíe, o todo será en vano. Está pues claro que, la filosofía, tiene sus expectativas, pero estas deben estar dentro de lo que le afecta al hombre, dentro de lo que necesita resolver para resolverse en el proceso, la utilidad de la reflexión nunca es estéril, salvo cuando deja de parecerse a sí misma y se vacía en objetos, que no son de su incumbencia.
La filosofía ha de hallar sus temas dentro de la realidad, no fabricar con el pensamiento cuestiones que lo alejan de lo que le es propio; ha de tratar sobre el modo de concebirse a sí misma, lo mismo que sobre lo que debe ser real, sin deformaciones ideológicas, y, sin concebir quimeras, que vistas en perspectiva, ni siquiera se les podría llamar utopías como ha venido sucediendo durante todo el siglo XX.
El desafío es por lo tanto enorme, ha de suponer un esfuerzo por adentrarse en lo que la realidad nos muestra, y, sobre todo, ha de establecer caminos para formalizarlos dentro de un discurso, que también es competencia de la misma filosofía, su uso nos referimos.
Está claro pues que, no se puede pensar sobre cualquier cosa, ni de cualquier modo para declararlo reflexión filosófica, existe una competencia propia, que durante todo el siglo veinte, dedicado a pensar lo que el positivismo le dictaba y las maneras de conocimiento que las ciencias ponían como único y verdadero modo de comportarse conociendo, parece haberse diluido, o tergiversado, o declarado inservible por no identificarse con el tipo de racionalismo, que ha matado de éxito a la filosofía de la ciencia, y con ella todas las expectativas del pasado siglo.
No pensamos pues, que todo el esfuerzo de reflexión que se ha hecho durante el pasado carezca de todo valor, antes, al contrario, nos parecen experiencias o caminos que ya han dado todo lo que podían de sí, a lo que apuntamos es, a guiar de otra forma que sea más genuina la reflexión, hoy tan desvirtuada, o a diseñar con el pensamiento nuevas vías por donde adentrarse en los campos de la realidad.
Esperamos pues con ello, que, la filosofía, descubra su verdadero estatuto, su modus operandi propio, y así estar sustrayéndola de toda esa tendencia positivista, que hacía filosofía sin contar con la filosofía, o más bien venía reduciéndola a un tipo de actividad mutilada, bien por su manera de concebir la realidad, bien fuera por su modo de ceñirse con la actividad del pensamiento a un tipo de reflexión aproblemática, y/o montada sobre lo que debe ser la lógica, o lo que la filosofía del lenguaje declara como lógico, o sea, un racionalismo, que no considera la racionalidad en toda su amplitud.
Otro de los montajes filosóficos, que han venido lastrando todo el trabajo de esta actividad ha sido considerar todos los objetos del pensamiento como si fueran sustancias en el sentido aristotélico, o sea, no saber detectar que, las realidades, no son sustancias materiales, ni cosas, ni entidades provocadas por la abstracción y privadas de contenido vital, sino amplias regiones donde se implican las emociones, los valores, los intereses, la praxis, los paradigmas culturales, las creencias, las utopías, los sentimientos, los arquetipos del inconsciente, los conflictos existenciales, el mundo, las normatividades del derecho, y el absoluto imbricado en la temporalidad.
Es preciso entonces que los recursos del pensamiento no traten la realidad al modo como las ciencias de la naturaleza tratan las realidades materiales, el tipo de experiencia del que tratan las ciencias no corresponde en absoluto con lo que verdaderamente le atañe al sujeto, o al grupo, instalados en el mundo y dedicados a resolver los conflictos, con los que la existencia les sale al encuentro. Privar a la reflexión de sus verdaderas regiones de conflicto o interacción, no responde a la acción de la filosofía, sino, en el peor de los casos, a las deformaciones con las que una ideología vigente lleva a cabo con la realidad.
Es por lo tanto ideológico creer que las realidades humanas se comportan siempre como lo hace la naturaleza física, (lo ha hecho la filosofía en el siglo XX) y que debe de ser resuelta su problematicidad de igual modo como lo hacen la física y las matemáticas con sus respectivos objetos. Esto, como se puede comprender, es ingenuo, pueril, y a la postre estéril, aunque durante décadas los pensadores hayan estado obnubilados por esta creencia, según la cual, las seguridades epistémicas de la ciencia no se pueden superar, ni sustituir por otro tipo de conocimiento tan fidedigno o más que lo son los métodos científicos, estando como está la reflexión en la base de lo humano.
En cualquier caso, la racionalidad se ha vuelto cínica, en palabras de Sloterdijk, se ha convertido en algo distinto a su función, o bien ha pervertido su uso, dejando a la filosofía yaciendo en sus propios detritus, -algo de lo que ha adolecido la postmodernidad- sin otra posibilidad que la de estar reinterpretando permanentemente su pasado, a fin de proyectar la fermentación de lo antiguo en el presente, olvidando la situación histórica de todo movimiento filosófico.
Se ha pasado de reflexionar para elucidar los conflictos de la realidad, a crear un conflicto de la razón con sus propios fundamentos humanos, es decir, a impulsar la razón fuera de sus estatutos epistémicos verdaderos, y lejos de toda concepción óntica de lo posible. De este modo se podría decir, que, pervirtiendo las iniciativas de la ilustración, la razón se ha vuelto un artificio ad hoc; algo que se utiliza con fines espurios o que mixtifica sus intereses éticos con los habidos en el poder político, según postula Lyotard en su obra “La Postmodernidad”.
Ya no cabe pues, construir cualquier mundo racional, todos los mundos no son posibles para la racionalidad sin contravenir su intención ética, (pensar debe tener motivaciones morales y epistémicas al mismo tiempo) aunque se la someta a los dictados de la utilidad política sosteniendo un sistema social. Así pues, la razón debe sobreponerse a su tiempo, hallar sus condiciones de posibilidad, y dotar a los filósofos de una identidad propia, aquella que hizo de su actividad su propia razón de ser.
El Absoluto, posibilidades.
Desde los orígenes de la filosofía está presente el absoluto en la reflexión filosófica, no digamos nada de su presencia en otro tipo de decantación sapiencial, como es la hebrea o la taoísta, anterior en el tiempo al proceso de formalización griega en Tales de Mileto, o en el caso del taoísmo algo posterior a Homero. En cuanto a su manifestación en occidente, no ha sido tematizado expresamente, salvo cuando se especulaba con la divinidad o con las categorías que hacían referencia a ella, siempre tomando como base sus orígenes griegos.
No es por lo tanto lo absoluto una abstracción de la divinidad, ni tan siquiera una propiedad suya, desligada de su forma de ser, sino todo aquello que hace presente el valor originario de la realidad, o, por mejor decir, aquello que dota a la totalidad de consistencia real. Lo absoluto ha estado siendo tratado en la filosofía indirectamente, mediante diversas fórmulas ónticas, que lo consideraban fuente de lo que existe o bien su último fundamento, o como aquello que hace posible el conocimiento.
Nota histórica
Toda la epistemología desde Platón ha considerado de forma implícita o no el absoluto en todas sus formalizaciones: Platón entiende el conocimiento como contemplación derivada de la idea del Bien; Aristóteles absolutiza la actividad del entendimiento agente y el posible en el acto del conocimiento; Agustín y Tomás de Aquino hacen depender de Dios la iluminación que se desprende de todo tipo de conocimiento incluido el sensible, la misma actividad del entendimiento al conocer también se hace desde lo absoluto. Descartes no puede concebir la conciencia sino en relación a Dios, del cual, como blanco sobre negro, destaca el cogito y coloca el pensar y sus certidumbres en relación a ese absoluto que engendra la conciencia, y sin ello no emergerían las ideas claras y distintas de la ciencia.
Melancton, lo mismo, incluye el conocimiento en el absoluto de la conciencia que hace que lo absoluto se incluya en la conciencia; Kant habla del intelectus archetypus como función del entendimiento que capta realidades más allá de las posibilidades del conocimiento puramente racional, y que, además, fundamenta la razón práctica y la ética; Hegel y Schelling pensaban que el conocimiento se podía expresar como experiencia del espíritu absoluto en la concreción de la conciencia; los fenomenólogos no pueden sustraerse al horizonte, que instaura el absoluto en la intuición fenomenológica. Sólo muy tardíamente, ya en pleno siglo veinte, es cuando se prescinde del absoluto en la reflexión y en todo lo que dependa del conocimiento.
En todo caso, hablar del absoluto sin confundirlo con lo divino no es del todo posible, salvo cuando se habla de una subjetividad que se absolutiza en su resolverse deseando y trascendiendo lo que anhela para instalarse más allá de lo dado. El mundo, el ser, la onticidad de todo cuanto es real no son absolutos, están imbuidos de él, y se experimentan desde su influjo, pero nunca debemos considerarlos absolutos en sí mismos.
El absoluto tiene fuerza de atracción, y llega a ser dialéctico en todas sus manifestaciones, o no sería absoluto. Nos atrevemos a decir, que, el absoluto, está vivo, que altera la vida, y que la funda sin que se pueda decir que se experimenta más allá de todo cuanto existe. Se tiene experiencia de lo absoluto, en cuanto se instala la conciencia humana en la historia, y en la praxis. Se podría decir que el absoluto es el prius óntico, que precede a todo conocimiento, siendo de algún modo algo inmediato a la conciencia que conoce, o bien decir que, lo absoluto, desvela la realidad en todo lo que se puede conocer.
Quiero decir con todo esto que el absoluto es la corpulencia con la que Dios hace que la realidad sea posible, en todo caso este es expresión ontológica de todo aquello con que la divinidad se da a conocer, siendo manifestación de su forma de estar en la realidad. Pero no vamos a postular un enunciado teológico para llevar a cabo una descripción metafísica, sino al contrario. Partimos de postulados de la reflexión para evitar entrar en conflicto con la teología, algo por otro lado, que no excede las pretensiones de la filosofía, tal y como nosotros la entendemos.
La reflexión debe partir por describir conceptualmente su experiencia de absoluto porque le es inmediato, ya que no puede desentenderse de él sin amputar todas las dimensiones de la realidad al mismo tiempo. Esto mismo es lo que ha venido sucediendo durante todo el siglo pasado, algo que ha dejado a la reflexión sin anclaje en la realidad, y ha desvirtuado el pensamiento, haciéndolo girar sobre los reflejos internos de la propia razón.
Por esta vía, la filosofía ha demostrado ser ineficaz para resolver los conflictos íntimos de la naturaleza humana, o ha resultado ser inoperante para solventar aquello que más le afecta al ser humano. Ha construido redes de pensamiento que en nada afectan al ser humano en su esencia, desposeyéndolo de todo aquello que lo inserta en el absoluto, es decir, lo ha mutilado construyendo una ciencia, que lo despoja de aquello que lo implanta y lo deja referido a su ser.
Es pues necesario devolverle al absoluto su estatuto de realidad para restituir lo humano en la realidad de lo humano, valga la redundancia. Con ello, lo que queremos decir es que, el absoluto, no es ninguna categoría metafísica que dote de posibilidad la existencia, - Heidegger en Ser y Tiempo, deja abierto el tema como si fuera una sugerencia, pero sin resolverlo- mejor, esta se vuelve humana dentro de su conflictividad por interacción con un absoluto que le interroga, le instruye o le desborda, pero que nunca lo deja sin respuesta siendo indiferente a sus asuntos.
El absoluto se expone a dialogar, es dialectico, y, por lo tanto, es susceptible de reaccionar a las acciones y a la voz de lo humano. Está vivo, está presente en la historicidad, y en las visiones de futuro; está en lo utópico de la racionalidad y en los postulados éticos. Se hace acción cuando interpela, enunciados de humanidad cuando se expresa, y lo hace siempre desde ese fondo abismal, que llamamos vida.
Es por consiguiente también el horizonte que se va abriendo según la intimidad humana va colonizando campos de realidad, es el tiempo que transcurre en dirección al mismo absoluto, es aquello sin lo cual la realidad estaría vacía de sentido, como vengo diciendo. Sin absoluto el lenguaje y la racionalidad no dirían nada, nada tendría significado, y todo, en definitiva, sería la afirmación del vacío de la subjetividad humana siguiendo su propio viento.
(sigue)