Dom 28.07.13. Pedid y se os dará: Oración de petición

Dom 17, ciclo C. Lc 11, 1-13. Oprimidos cada día por los 40.000 muertos de hambre, y consternados hoy (25.7.13) por los 77 primeros muertos del tren de Santiago de Compostela, elevamos, Señor, nuestra voz, porque tú mismo nos has dicho, ¡pedid y se os dará, buscad y hallaréis!

No es fácil a veces romper la coraza de nuestra suficiencia y elevar nuestras manos al misterio, sabiendo que todo lo que somos y tenemos es gracia. Pero hoy lo hacemos y llamamos suplicantes, pues tú nos has dicho: ¡Llamad y se os abrirá!

Éste es el domingo de la petición, el día de aquellos que elevan ante Dios su su voz de llamada y compromiso: ¡Ayúdanos, Señor, que te ayudamos! Danos fuerza para que contigo podamos ser fuertes en medio de nuestra gran debilidad!

He tomado el tema de mi libro La oración cristiana, Verbo Divino, Estella 2008, 177-185.; y deseo a todos buen día de Santiago y buen domingo a todos,porque hay Dios y nos escucha. Me uno (nos unimos) a la oración de los muertos y los vivos del tren, y a los cientos de miles de orantes de Río, con el Papa Francisco, con todos los que piden en silencio, consternados ante la dureza de una vida en la que Dios alienta a través de nuestro aliento.

Quería haber aprovechado otra ocasión para presentar este texto del año 1989, desde entonces traducido y repetido en muchas lenguas. Pero lo dejo así, como entonces lo escribí, a luz del espléndido evangelio del domingo sobre la oración de petición. Allí donde parece que se para y cierra todo, todo puede empezar para quien ora, como saben los creyentes. En la primera imagen una triángulo de horror del tren de la muerte, un espacio de oración silenciosa.

Texto: Lucas 11, 1-13

Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: "Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos."Él les dijo: "Cuando oréis decid: "Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos cada día nuestro pan del mañana, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe algo, y no nos dejes caer en la tentación.""
Y les dijo: "Si alguno de vosotros tiene un amigo, y viene durante la medianoche para decirle: "Amigo, préstame tres panes, pues uno de mis amigos ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle."Y, desde dentro, el otro le responde: "No me molestes; la puerta está cerrada; mis niños y yo estamos acostados; no puedo levantarme para dártelos."Si el otro insiste llamando, yo os digo que, si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por la importunidad se levantará y le dará cuanto necesite.
Pues así os digo a vosotros: Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre.
¿Qué padre entre vosotros, cuando el hijo le pide pan, le dará una piedra?¿O si le pide un pez, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?"


INTRODUCCIÓN


Comencemos recordando que el hombre es indigente, ser que necesita de los otros. Nace como niño que no puede sostenerse sobre el mundo, y así empieza mendigando con su propia pequeñez y llanto la respuesta de los padres; por eso, un hombre solo, abandonado, que no pide y no recibe, es inviable, no puede realizarse como humano. Ç

Esa actitud perdura cuando el hombre se hace adulto. Una persona que pretenda ser autónoma y rechace toda ayuda de los otros se convierte en antihumana. Por eso quiero interpretar y presentar la petición como actitud antropológica. Ciertamente, hay una petición que es degradante y opresora: aquella que mantiene a los hombres sometidos, no les deja ser y realizarse. Pero hay otra petición gratificante: aquella que me liga a los demás en actitud de gozo y de confianza: pido porque puedo confiar en ellos, porque sé que gozan y se alegran cuando pueden ayudarme.

De esta segunda petición tratamos en las páginas que siguen. No pedimos humillados, temblorosos, como el siervo ante su amo. No pedimos tampoco desde arriba, como el amo que se impone sobre el siervo. Ni pedimos exigiendo, con la ley sobre la mano, como simples funcionarios de un estado que domina sobre todos. Pedimos porque somos solidarios, en un clima de confianza y mutua ayuda.

Tres son, a mi juicio, los aspectos de esta petición:

a) Quien pide, no se impone: viene sin exigir, espera sin obligar; pide porque ama y confía en la respuesta de aquel a quien se acerca;
b) por eso, el suplicante ofrece (da) al hacer su petición: ofrece amor, se pone confiadamente en manos de aquel a quien se acerca con sus necesidades;
c) al pedir unos a otros, suscitamos comunión: la vida adquiere de esa forma un contenido más profundo porque nos sabemos implicados, solidarios, en la mutua ayuda de la petición y la respuesta.

1. LA PETICIÓN, MISTERIO RELIGIOSO

En esta perspectiva situamos la petición religiosa. Ciertamente, ella pudiera hallarse deformada por la magia: trataría de manipular a Dios, intentaría conseguir que lo divino se pusiera así al servicio de mis necesidades o caprichos. Pues bien, en contra de eso, debemos afirmar: la verdadera petición respeta siempre el misterio de la trascendencia de Dios y el sentido de nuestra existencia filial, de caminantes-peregrinos sobre el mundo.

La tendencia protestante ha destacado la distancia que separa al hombre y a Dios: Dios se presenta siempre desde arriba; el hombre es sólo un ser necesitado. Por eso, la oración expresa nuestra absoluta dependencia ante el Señor. Conforme a la visión de Schleiermacher, la oración asume y cultiva nuestro sentimiento de absoluta dependencia: orando nos sabemos de algún modo sometidos y así lo confesamos ante Dios, pidiéndole su ayuda.

Pues bien, sin rechazar del todo esa postura, los católicos miramos a Dios como a un amigo, le sentimos solidario. No nos tiene simplemente sometidos; nos ofrece su amor y luego queda aguardando una respuesta. Por eso, la oración puede entenderse como diálogo con Dios: escuchamos su palabra y respondemos a sus peticiones.

Para obrar de esa manera, comenzamos aceptando el mundo, en su misma realidad actual, como expresión de la presencia de Dios (su creación). En ese aspecto, debemos superar una actitud infantil, según la cual el mundo debería presentarse como paraíso en que no existen accidentes, niños que padecen, muertes imprevistas. El mundo es así, y así debemos aceptarlo, no como final (meta en que todo se resuelve), sino como principio y campo de vida para el hombre. Sobre este mundo de Dios donde también entra el pecado de los hombres) debemos realizar nuestra existencia, en un camino que resulta conflictivo, aunque nosotros seguimos afirmando (con Gn 1) que es camino bueno.

Por eso, toda petición comienza siendo un acto de fe: al pedir a Dios su ayuda, le decimos que este mundo es suyo, confesamos su presencia creadora entre las cosas. Esto nos distingue de aquel tipo de rebeldes que rechazan el mundo como abiertamente malo, condenando a su posible creador (o Dios) como perverso. En medio de todos los posibles problemas que presenta, nosotros confiamos en el Dios que actúa sobre el mundo. Por eso mismo le podemos presentar nuestra miseria y nuestras peticiones.

Decimos muchas veces que Dios tiene un plan preestablecido, de manera que nosotros no podemos cambiar sus intenciones. Si es así, ¿por qué pedir? Resultaría preferible conocer su voluntad y no hacer ya peticiones. Esta observación tiene un momento de verdad: Dios no es aprendiz de creador, ser vacilante que no sabe qué hacer y cambia su acción y voluntad conforme a lo que pidan sus creyentes. Dios es creador y padre misterioso que mantiene su camino y forja el reino por medios que nosotros ignoramos. Pero después que eso ha quedado ya bien firme, debemos añadir: Dios es amigo que dialoga con los hombres, por el Cristo, de manera que comparte con ellos la tarea de su reino. Eso significa que, en misterio superior y sin dejarse manejar por nada ni por nadie, Dios nos habla y nos responde: las palabras de los hombres, su actitud y peticiones, pertenecen al camino de su reino. Esto significa que el amor y voluntad de Dios no pueden interpretarse como fatalismo.

Dios no ha escrito los caminos de su reino de una forma solitaria, sin contar en modo alguno con nosotros. Al contrario, Dios atiende, Dios espera, cuenta con nosotros: de esa forma va trazando su camino en un camino que nosotros, a la vez, vamos trazando, en misterio de amor y gratuidad que sobrepasa el plano de las «leyes necesarias» de este mundo. Puede haber necesidad en un nivel materialista, donde sólo se conocen y formulan los hechos con las leyes de una ciencia limitada. Pero en plano superior, la vida se realiza en ámbito de gracia: este es el plano de la revelación de Dios, donde se vienen a centrar e influyen, de manera misteriosa, nuestras peticiones.

La historia verdadera no está escrita, la vamos escribiendo con Dios, en un camino que se encuentra dirigido hacia la plena salvación por Cristo. De esa forma, al suplicar a Dios que venga y nos ayude (en cada uno de los casos concretos de la vida), estamos ya colaborando en su venida salvadora. Nuestra petición expresa un acto de fe en Dios y va marcando nuestra vida en dirección de compromiso, pues con el mismo gesto de pedir reconocemos ya la presencia-acción de Dios en nuestra vida. Toda petición mantiene viva la llama del encuentro religioso. Misteriosamente, trascendiendo todas las posibles leyes necesarias de la tierra, desde el fondo de su misma gratuidad, Dios nos atiende, acompaña nuestra vida, cumple nuestras peticiones... La manera de expresar y concretar esta oración es siempre misteriosa. En realidad, nunca sabemos pedir como conviene (cf. Rom 8, 26). Por eso es necesario que el Espíritu venga en nuestra ayuda y que nosotros aprendamos, viviendo en el Espíritu.

2. LA PETICIÓN, UN MODO DE COLABORAR CON DIOS

Si el hombre fuera sólo dependiente, ser subordinado, y Dios un jefe a quien debemos aplacar a fuerza de palabras, la oración sería simple acto de súplica. El hombre debería comportarse como esclavo. Pues bien, en contra de eso debemos afirmar: Dios ha querido hacernos libres, de manera que su misma voluntad viene a quedar «influenciada» por la nuestra. En esta perspectiva han de entenderse nuestras peticiones.

Dios no se impone sobre el hombre de manera necesaria: no ha querido tratarnos como trata a los vivientes y las cosas que no son personales. En este aspecto debemos recordar la controversia más famosa de la iglesia del barroco, la que enfrenta a los maestros Báñez y Molina, en la cuestión relacionada con la ayuda y presencia de Dios, es decir, de su “colaboración” con los hombres. Los dos grandes teólogos intentan explicar la conexión entre poder de Dios y libertad del hombre, utilizando esquemas y modelos que no han sido debidamente valorados. Pues bien, en esa perspectiva se sitúa ya nuestro problema.

Por un lado, debemos afirmar que Dios actúa: influye con su fuerza de manera que suscita la emergencia del hombre como libre; influye con su mismo amor, sembrando en el amor y corazón del hombre una respuesta que éste debe darle libremente. Un creador limitado es incapaz de suscitar vivientes que se vuelvan libres y que puedan responderle: su actividad avanza en una sola dirección, del hacedor hacia su hechura, del constructor hacia la cosa construida. Por el contrario, cuando el creador resulta omnipotente (como es Dios) puede suscitar seres vivientes que se asuman y realicen como libres, de manera que acojan su llamada y le respondan libremente.

Al llegar aquí, debemos afirmar que el hombre influye también sobre su Dios. Para decirlo de otro modo, Dios ha dado al hombre espacio libre para realizarse y libremente debe respetarle y escucharle. Es evidente que el hombre no influye sobre Dios por su poder autónomo o grandeza, por sus obras entendidas en un plano legalista. El hombre influye por amor, porque el mismo Dios ha decidido respetarle en el amor, dejando que sus voces (que son voces de la historia) se introduzcan en su propia voluntad eterna.

Esto nos sitúa en el centro del misterio, allí donde parecen superarse todas las palabras. Dios y el hombre se han unido para siempre en unidad que el mismo Jesucristo ha culminado en ámbito de reino. En esa unión han de entenderse la virtud y efecto de nuestras peticiones.

Ciertamente, es un misterio que nosotros le podamos suplicar a Dios, pidiendo su ayuda en nuestra vida. El mismo Dios omnipotente se ha dejado emocionar por nuestra voz, cuando recibe nuestras peticiones. El mismo Jesucristo le ha venido a comparar a un padre de la tierra: no necesita del hijo, pero goza cuando el hijo le suplica y pide su asistencia. Pues bien, hay todavía otro misterio que es más grande: el mismo Dios quiere venir y suplicarnos. Creando a los hombres como hijos, el Dios omnipotente se ha venido a convertir, de alguna forma, en dependiente: quiere el amor de esos hijos, les pide su respuesta.

Toda la Escritura es testimonio de esa doble petición. Los hombres comenzamos suplicando a Dios los bienes de la tierra, pan, victoria y esperanza. Por su parte, Dios nos pide una respuesta de cariño. Ciertamente, Dios emplea también otros lenguajes: ordena, conmina, nos manda..., como indican muchísimos pasajes del AT. Pero, en un momento determinado, cuando los hombres llegan a volverse como transparentes ante el gozo de Dios y ante su gracia, el mismo Dios viene a mostrarse suplicante. En esta perspectiva debe interpretarse la más honda historia de la alianza, tal como han venido a interpretarla Oseas, Jeremías y el Segundo Isaías (Is 40-55): Dios es un esposo que suplica amor al hombre (que es su esposa).

Ciertamente, la imagen de este Dios-esposo puede parecemos todavía demasiado autoritaria: es la imagen del varón que manda y tiene autoridad sobre la esposa. Pues bien, si penetramos hasta el fondo en esa perspectiva, descubrimos que ese Dios-esposo viene a presentarse como «débil»: no ordena, no impone, no subyuga, no doblega. Viene suplicante hasta la puerta de los hombres, como esposo abandonado que se duele y se lamenta ante la esposa, pidiéndole de nuevo una respuesta.

Nosotros, creaturas libres, le podemos dar a Dios algo que el mismo Dios no tiene: amor distinto, de personas de la tierra. Ni el mismo Dios que puede todo en otro plano (en relación con los vivientes que no son personales) puede doblegar la voluntad libre del hombre y suscitar amor gratuito. Si Dios quiere amor libre libremente ha de dejarnos y venir hasta nosotros, como suplicante; si no hiciera así, dejaría ya de ser divino (amor que hace posible la vida en libertad); el hombre, por su parte, dejaría ya de ser humano, como libertad creada, en un camino de búsqueda, en la historia.

Dos gestos ayudan a entender este misterio. El primero es el diálogo de Dios y María, como culmen del AT. Dios mismo viene como suplicante: viene y pide su respuesta; baja y espera una palabra positiva (hágase en mí según tu palabra: Le 1, 38). Nunca Dios había sido tan divino y grande como ahora. El segundo es la vida de Jesús (cf. tema 7): Dios se vuelve humano, pequeño, vacilante, para hablar así a los hombres desde el fondo de su misma situación, de su dolor y desventura; de esa forma, el Dios crucificado (presente en los pequeños-hambrientos-aplastados de la tierra: cf. Mt 25, 31-46) está esperando
una respuesta de los hombres.

Esto nos sitúa en el centro del misterio trinitario, en aquel lugar de amor donde no existe más que amor en libertad, el diálogo más puro y transparente del Padre con el Hijo en el Espíritu. Esto es lo que Dios ha introducido en nuestro mundo cuando crea en el Cristo y por el Cristo a las personas libres. Como a hermanos de Jesús y cuerpo de su iglesia, Dios ha decidido respetarnos y tratarnos de una forma libre. Por eso, en libertad y amor nos pide una respuesta que sólo en libertad podemos ofrecerle. La oración nos lleva así, desde el espacio donde reina la necesidad del mundo, al campo de un encuentro personal en libertad. Es evidente que Dios sigue siendo divino: es todopoderoso y nosotros deficientes; es principio creador y nosotros creaturas. Pero su poder y omnipotencia se desvelan precisamente en esto: ha querido suscitar personas libres que dialoguen con él, ampliando su mismo encuentro trinitario. Así lo sienten los que elevan a Dios su petición: le llaman como el hijo al padre, el amigo a su más profundo amigo.

3. NOTAS DE LA PETICIÓN


Jesús es el primero de todos los orantes que ha pedido la ayuda de su Padre. Sabe que «Dios le ha dado todo» (cf. Mt 11, 25-27), pero al mismo tiempo todo lo pide como don, como regalo que recibe de su gracia. Siguiendo a Jesús, los cristianos también piden, de manera que Dios viene a revelarse para ellos como aquel que les escucha y les responde. Los cristianos saben que la petición es infalible:
«Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide recibe, el que busca halla y al que llama se le abre» (Mt 7, 7-8).

Las peticiones, las llamadas y las búsquedas del mundo acaban muchas veces en fracaso. Dios es diferente: la puerta de su corazón se mantiene siempre abierta, atentos sus oídos, despierta su mirada. Dios nos oye por el Cristo, de manera que «todo lo que pidáis al Padre en mi nombre, os lo dará» (Jn 16, 23). Toda petición tiende hacia el reino, como dice Jesucristo:

«Buscad primero el reino y su justicia,
y todas las restantes cosas se os darán por añadidura» (Mt 6, 33).

¿Qué cosas? El vestido, la comida, los bienes de la tierra. Son cosas importantes, pero nunca pueden ocupar el corazón del que suplica. Toda petición cristiana ha de encontrarse dirigida en primer lugar al reino. Así pedimos, con la misma oración del Padrenuestro: «Santificado sea tu nombre, venga tu reino» (cf. tema 8). En el fondo, pedimos que Dios venga. Como amigo que suplica la llegada de su amigo; así pedimos, invocamos y llamamos a Dios hasta que venga.

La petición es infalible y tiende al reino porque se halla abierta hacia el Espíritu. En este plano, el evangelio es muy realista: sabe que los hombres somos débiles, pequeños, rodeados de problemas en la tierra; por eso nos anima a pedir sin miedo alguno, como el niño que no sabe apenas lo que quiere de su padre. Más que el objetivo concreto de la súplica, interesa el gesto mismo de pedir, esa confianza que ponemos en el Padre. Así comenta el evangelio:

«Si vosotros, siendo malos,
sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos suplicantes,
cuánto más vuestro Padre de los cielos
dará cosas buenas a quienes le pidieren» (Mt 7, 11).

Las «cosas buenas» no son materialmente aquello que pedimos a Dios, sino algo mejor: como el pez que da el padre es mejor que la serpiente que le pide el hijo, como el pan es mejor que la piedra. Pues bien, en ese mismo contexto precisa san Lucas: «Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más el Padre de los cielos dará el Espíritu Santo a quienes le pidieren» (Le 11, 13). Esta es la palabra decisiva, este es el don de los dones. Nosotros, como niños imperfectos, podemos pedir a Dios todas las cosas. Dios nos dará siempre su misterio, la verdad del reino, es decir, el Espíritu Santo: su presencia de amor, su fuerza de fe y vida.

Las peticiones cristianas se condensan en el Padrenuestro. Allí empezamos rogando a Dios que se revele en verdad como divino (santidad, reino, voluntad salvadora). Luego le pedimos por los bienes primordiales de este mundo (pan, perdón, libertad). Todas las palabras de súplica reflejan nuestra fe en el Dios que se desvela y actúa como Padre; al mismo tiempo expresan nuestro compromiso, en la línea de aquello que pedimos, mientras esperamos la manifestación plena de Dios y colocamos los bienes y problemas de este mundo a la luz de su venida. De esa forma nos ponemos ante Dios, allí donde se gesta el sentido de la vida, esto es, en el principio o manantial del gran misterio; al llegar allí, sabemos que todo es ya posible, todo adquiere nuevo contenido. Así pedimos confiados, desde el fondo de este mundo.

Ya no creemos en un tipo de determinismo religioso que identifica a Dios con la necesidad de la naturaleza o con un tipo de voluntad superior que se impone, sin diálogo ni amor, por encima de los hombres; en esta perspectiva, la única oración sería el gesto de una confesión de fe (cierto islamismo) o la actitud del que acepta con dolor-belleza las leyes del destino (tragedia de los griegos). En contra de eso, los creyentes de Jesús sabemos que Dios mira, atiende, escucha. Dios conoce las necesidades de los hombres y responde a sus llamadas. Frente a un Dios de pura ley que tiene escritos sus caminos de antemano, hemos hallado a un Dios de amor que hace camino con los hombres, sus hijos, sus hermanos. Por eso le invocamos, pidiéndole su ayuda y compañía.

Tampoco creemos como dogma de fe en un tipo nuevo de determinismo científico. Es cierto que las cosas de este mundo, miradas y medidas por la ciencia, se realizan como si Dios no interviniera; la acción de Dios no puede controlarse por parámetros de ciencia, sino en un plano superior de fe, confianza y amor ante el misterio. Por eso, los creyentes saben que Dios ha respondido, aunque no puedan (ni quieran) controlar su intervención con métodos de ciencia.

Petición del hombre y presencia de Dios vienen a ponerse sobre un plano de confianza religiosa; en ese plano, la vida no es destino impersonal, ni tampoco es un capricho de Dios, que siempre actúa de forma imprevisible, ni es efecto de la pura creación del hombre que va haciendo y forjando en lucha tensa su camino. La vida es don de amor y en diálogo de amor viene a desvelarse desde Dios para los hombres. Por eso, el plano de la ciencia (valioso, pero insuficiente) empieza a verse trascendido: por encima de sus límites hallamos al Dios ilimitado, el Dios de gracia y libertad que escucha nuestras peticiones y que actúa con nosotros (por nosotros) en un gesto creativo de vida y existencia.

Por eso no nos basta una visión moralizante del misterio religioso. En esa línea se han movido desde I. Kant diversos pensadores religiosos: lo que importa no es orar, sino cumplir los mandamientos; lo que importa no es orar, sino cambiar la sociedad con nuestro esfuerzo. Pues bien, en contra de eso debemos afirmar que el hombre es más que ser moral que vive sólo por la ley y el cumplimiento de las normas. Ser hombre significa hallarse abierto hacia el misterio: amar y ser amado, encontrarse con los otros y moverles con fuerza de cariño. En este plano se sitúa la oración cristiana: más allá de la pura moralidad, hay un nivel de presencia religiosa en la que Dios actúa como amigo que escucha, nos atiende, nos alienta, nos responde.

La oración no es simple gesto de abandono pasivo en el misterio, como parecen suponer algunos tipos de mística oriental: debíamos ponernos ante Dios en pura negación, sin decir, pensar, ni pedir nada; la oración sería pasivismo. Pues bien, esa postura es incompleta: devalúa la relación personal del hombre con Dios, pone entre paréntesis la misma realidad y hondura personal de lo divino. Nosotros entendemos a Dios como persona: habla, escucha, nos responde. Por eso, toda la oración cristiana incluye un elemento de diálogo directo, ilusionado, activo, con el Dios que escucha nuestra voz y nos responde, porque se ha hecho solidario con nosotros.

Evidentemente, Dios no necesita de oración de súplica, entendida como petición que le dirigen los hombres desde el mundo: podía haber quedado quieto y clausurado en su misterio; además, él ya conoce lo que somos y necesitamos, sin que sea preciso que vengamos a su puerta y lo digamos. Dios no necesita esa oración, pero la quiere, como el padre quiere la palabra y colaboración del propio hijo.

Tampoco el hombre necesita de oración en un nivel biológico, científico o sencillamente moralista: hace su vida por sí mismo y no ha de estar pendiente de dioses o demonios, como dice K. Marx. Pero en un sentido más profundo, el hombre sólo encuentra su verdad y plenitud en la oración: allí descubre su valor como persona que recibe en gracia la existencia; allí despliega el valor de esa existencia, en actitud de diálogo con Dios, en un camino donde todo viene a presentarse como gracia (cf. tema 15).

4. PETICIÓN Y ENTREGA PERSONAL. UNAS FÓRMULAS CLÁSICAS

Toda petición incluye un elemento de entrega personal, como hemos visto al principio de este tema. Ahora queremos precisar y desplegar este motivo: al situarnos ante el Padre y descubrir su gracia, por el Cristo, le ofrecemos y entregamos en verdad nuestra existencia.

Los modelos de entrega personal son muchos, como muestran ya los salmos (cf. 42-43; 63; 69). Sin embargo, el creador más radical de esta oración es Jesucristo, cuando en medio de la prueba ha proclamado:

«Padre, aparta de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya; en tus manos encomiendo mi persona» (cf. Me 14, 36; Le 23, 46).

Estas fórmulas traducen el sentido de la ofrenda de Jesús, gran sacerdote, que adentrándose en el mundo de los hombres ha exclamado:

«Sacrificio y oblación no has querido. Pero me has formado un cuerpo. Holocausto y sacrificio por el perdón de los pecados no te agradan. Entonces dije: he aquí que vengo... a hacer, oh Dios, tu voluntad» (cf. Heb 10, 5-7; Sal 40, 7-9).

Esta es la oración originaria de Jesús, el Cristo.


Es la plegaria de la vida que se entrega amorosa, confiada, pero llena de respeto, ante las manos de Dios. Vivir para expresar de una manera ilusionada la presencia salvadora de Dios, proclamarlo de manera jubilosa: esto es orar.

Dentro de la tradición cristiana, las fórmulas de entrega personal son numerosas. Ellas ofrecen testimonio valioso de oración. Ahora, más que detenernos en la hondura de esas fórmulas, marcando de manera general su ritmo y estructura, preferimos presentar cinco modelos que precisan el sentido de la ofrenda del orante cuando ha unido petición y entrega de la vida.

• Oración de la paz

La primera fórmula se encuentra atribuida a Francisco de Asís. Por medio de ella, el orante se
coloca en manos de Dios para implorar su ayuda al realizar la ofrenda: pide a Dios que le permita transformar su vida en don de amor para los otros; de esa forma, la misma petición viene a transformarse en signo de gratuidad:

Señor, haz de mí un instrumento de tu paz. Donde haya odio, que yo ponga amor.
Donde haya ofensa, que yo ponga perdón... Donde hay discordia, que yo ponga unión.
Haz que yo no busque tanto el ser comprendido, como el comprender; el ser amado, como el amar... .

• Oración de la entrega

La segunda es de Ignacio de Loyola. También aquí el orante se abandona plenamente a Cristo en el camino de la iglesia. Por eso ofrece todo lo que tiene, para luego pedir a Dios que cumpla su amor y voluntad. La petición se ha convertido así en ofrenda: el hombre es como siervo que da su vida al amo, soldado que se entrega a su señor, amigo que confía en el amigo:

Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer. Vos me lo disteis, a vos Señor lo torno. Todo es vuestro. Disponed de mí conforme a vuestra voluntad. Dadme vuestro amor y gracia, que esto me basta.

• Oración del amor

Otro modelo es de Teresa de Jesús. También aquí la petición va unida con la ofrenda, en actitud de diálogo amoroso. Teresa es la mujer, la amiga, que ha sentido la importancia del amor en su existencia. Por eso se limita a dar amor y suplicarlo, en actitud de donación y gracia intensa:

Veisme aquí, mi dulce amor,
amor dulce, veisme aquí,
¿qué mandáis hacer de mí?
Veis aquí mi corazón,
yo le pongo en vuestra palma,
mi cuerpo, mi vida y alma,
mis entrañas y afición;
pues por vuestra me ofrecí,
¿qué mandáis hacer de mí?


• Oración de la confianza

Teresa de Jesús no pide más que amor, en un gracioso y muy profundo movimiento de persona
enamorada. Ch. de Foucauld ha traducido ese amor en actitud de confianza filial. Tiene una vida y quiere que florezca; por eso la coloca en manos de Dios Padre, como el Cristo. Sólo pide que esa vida pueda realizarse como grano de trigo que produce mucho
fruto:

Padre: me pongo en tus manos. Haz de mí lo que quieras... Que mi vida sea como Cristo: servir. Grano de trigo que muere en el surco del mundo. Que sea así de verdad. Te confío mi vida, te la doy. Condúceme. Envíame aquel Espíritu que movía a Jesús. Me pongo en tus manos, enteramente, sin reservas, con una confianza absoluta, porque tú eres... mi Padre
.
• Oración del abandono

Como ejemplo final ponemos al teólogo evangélico D. Bonhóffer. En medio de la guerra más horrenda de los siglos (1939-1945), ha luchado por la paz, en un complot contra el tirano. Fracasa el atentado y le condenan a muerte. No quiere ni puede justificarse ante Dios; sencillamente se presenta, con la vida entre las manos, en un gesto de confianza plena, pidiendo a Dios que sepa conocerle y le reciba en su misterio:

Siendo infinitamente grande, no te encuentras infinitamente lejos, sino cerca de nosotros. Y cuando estamos derrotados, tú no quieres asentarnos en tu fuerza, nos apoyas en tu Hijo Jesucristo. Por eso... ya seamos justos o injustos, enfermos o fuertes en la vida, nos arrojamos completamente en tus brazos, para vivir la plenitud de nuestras tareas temporales. ¿Cómo hundirnos en el fracaso cuando superamos con tu Hijo la prueba del desierto? ¿Cómo orgullecemos en el triunfo si llevamos con el salvador la cruz de nuestras
culpas?

• Oración del perdón

Siguiendo esta línea, en la misma súplica de entrega podemos encontrar un elemento de petición de perdón. Nos presentamos ante Dios y descubrimos el pecado. Por eso sentimos terror, como el profeta: «¡Ay de mí, que soy un hombre impuro, habitante de una tierra impura!» (cf. Is 6, 3). Pero ese terror se vuelve gracia: descubro el perdón de Dios en medio del pecado, como el mismo Isaías cuando siente el fuego de Dios en sus labios: «Mira, esto ha tocado tus labios; ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado» (Is 6, 7).

Esta oración del perdón tiene dos partes o momentos. Una pertenece al hombre y la llamamos
confesión. Miro hacia Dios y me descubro hundido, roto. Miro y advierto mi impotencia, mi pecado: soy incapaz de realizarme, de alcanzar a Dios, de abrirme en transparencia ante los otros. Por eso me sitúo ante Dios y le confieso mi propia pequeñez y mi deseo de cambiar, de revivir, de transformarme. Sin este reconocimiento personal, sin esta transparencia y confesión interna, es imposible, humanamente hablando, el verdadero perdón de los pecados. Por eso, el orante viene a Dios y «se confiesa»: abre su vida, pequeña pero intensa, ante el misterio. Así comienza y así adquiere su sentido más profundo la oración de petición.

La segunda parte puede llamarse don de gracia, en eso que la iglesia llama sacramento del perdón. Ciertamente, para que el perdón se vuelva visible y se explicite sobre el mundo, es necesaria la palabra mediadora de la iglesia; ella perdona como Cristo, abriendo así un camino de reconciliación concreta entre los hombres. Más aún, cuando vivimos el perdón de Dios en toda hondura, debemos expresarlo y concretarlo en forma de perdón entre los hombres, como dice el Padrenuestro. Pues bien, hay un momento en que el perdón viene a expresarse en forma de misterio teologal: Dios mismo se explícita, se desvela, como perdón entre los hombres. Por eso, la oración de petición implica siempre un gesto de perdón interhumano, como resalta el evangelio:

Cuando vayáis a orar, perdonad si es que tuviereis algo contra alguno, para que también vuestro Padre de los cielos os perdone a vosotros vuestras culpas (Mt 6, 14; cf. Le 6, 28-30).
Cuando fueres a ofrecer tu don sobre el altar y recordares allí que tu hermano tiene queja contra ti, deja allí tu don, vete primero a reconciliarte con tu hermano; entonces podrás venir a presentar tu ofrenda (Mt 5, 23-24).


La petición nos pone así en clave de amor y gratuidad. Pedimos porque Dios es gracia y porque
confiamos que su amor nos acoge, nos eleva, nos perdona. Por eso, en el mismo gesto de pedir estamos confesando, ante Dios y ante los hombres, que también nosotros intentamos traducir la vida en gracia, esto es, en gesto de perdón hacia los otros.

Llegando a ese nivel, sabemos que las viejas leyes de lucha, imposición y fatalismo de este mundo quedan trascendidas. La vida se convierte en gratuidad: es un encuentro de amor en que podemos presentarnos ante Dios y confiar en su presencia salvadora; es un encuentro de amor que traducimos como vida de gracia que se expande hacia los otros. Por eso, al fin de todos los posibles discursos racionales, la oración de petición viene a expresarse como espacio de amor en gratuidad y de confianza (transparencia) de Dios para los hombres; esa transparencia se convierte así en principio de vida y relación interhumana.

ESQUEMA

• Petición de perdón. Situado ante Dios, el orante descubre su pecado. Se siente limitado y sucio, está manchado ante la luz originaria. Por eso, al presentarse a Dios se inclina, pidiéndole que acoja su palabra y que perdone sus pecados.

• Petición de ayuda. Mirando a Dios, el hombre descubre ya con fuerza su propia pequeñez: busca plenitud y no la alcanza; quiere perfección y no consigue realizarla. Así, perdido entre las cosas y cuestiones de la tierra, pide ayuda a Dios, le llama, en actitud de espera y de confianza.

• Ofrenda de la propia vida. El hombre pide a Dios, pero, a la vez, le ofrece su camino y su persona: la oración viene a expresarse como entrega de la vida. El mismo Dios omnipotente aguarda con amor y con respeto la respuesta libre de los hombres.

• Invocación escatológica. El hombre sigue siendo sobre el mundo un caminante. Por eso pide a Dios que se revele plenamente, revelando y realizando ya su reino por el Cristo. Así, al final de todas las palabras, suplicamos y pedimos: ¡Maraña tha! ¡Ven, Señor Jesús!


APLICACIÓN

• Las fórmulas de petición. Puede resultar importante recoger y organizar de forma estructurada las peticiones principales que aparecen en formularios eucarísticos, libros de preces, letanías, etc. Así podremos conocer los problemas que la iglesia presenta de manera oficial ante Dios.

• Estudiar mis propias peticiones. Hago examen de conciencia de mis propias peticiones a lo largo de la historia de mi vida de piedad, desde la infancia hasta el momento actual. ¿Qué cosas he pedido con más insistencia? ¿Cuáles sigo pidiendo todavía? ¿De qué forma lo hago? Puedo iluminar la densidad y sentido de mis propias peticiones a partir del estudio precedente.

• Petición y compromiso personal. Toda petición presenta ante Dios un tipo de necesidad y expresa, al mismo tiempo, nuestro compromiso en la línea de aquello quepedimos. ¿De qué forma se vinculan en mi vida ambos aspectos? Por ejemplo, si yo pido en favor de los enfermos
y los pobres, ¿de qué modo concretizo mi ayuda en favor de ellos?

• Pedir a Dios y pedimos mutuamente. Conforme a lo indicado, la petición es un aspecto de la vida humana: ¿Qué pido a los demás? ¿De qué modo lo hago? ¿Qué me piden ellos? ¿Cómo respondo?

LECTURAS

Resulta muy significativo el hecho de que sean poco numerosos los libros que encontramos sobre oración de petición. A veces existe hasta miedo de hablar de ese tema. Hay, sin embargo, varios libros que resultan muy significativos:

J. Caba, La oración de petición (AnBib 62). Roma 1974.
Id., Pedid y recibiréis. Ed. Católica, Madrid 1980.
C. Carretto, Padre, me pongo en tus manos. Paulinas, Madrid 1978.
J.Cipriani,LapreghieradelNT. OR,Milano 1972,172-208.
C. Fabro, La preghiera nelpensiero moderno. Ed. Storia e Letteratura, Roma 1979, 95-310.
M. Gelabert, En el nombre del justo. ST, Santander 1973.
F. Heiler, La priére. Payot, Paris 1931, 390-420.
P. Jacquement, La audacia de orar. ST, Santander 1973.
J. Lanfrance, El poder de la oración. Narcea, Madrid 1982.
T. de Mello, Sadhana. Un camino de oración. ST, Santander 1988, 125-136.
A. Rodenas, Orar con Cristo. Sec. Trinitario, Salamanca, 1979, 133-178.
S. Sabugal, Abba. La oración de Jesús. Ed. Católica, Madrid 1985, 242-286.
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