Ignacio de Loyola 2. Meditación cristiana

Presenté ayer un texto sobre Ignacio de Loyola, cuya fiesta celebramos mañana (31 VII), poniendo de relieve su trayectoria personal (con sus “visiones”) y su aportación a la vida de la Iglesia y a la espiritualidad de Occidente, a través de sus Ejercicios Espirituales, que implican una “racionalización” del cristianismo.

Expongo hoy el tema base de los Ejercicios, que constituyen una especie de iniciación total cristiana (un catecumenado personal), a lo largo de cuatro semanas: La primera dedicada al reconocimiento personal (quién soy, cómo he de vivir) y las tres siguientes al encuentro con Cristo, en las cuatro fases de su vida (infancia, misión pública, pasión y resurrección).

Con ese fin, Ignacio sistematizó un “método” de profundización y compromiso cristiano, llamado “meditación”, es decir, ejercicio de transformación cristiana de la vida en cuatro momentos, que se centran básicamente en la vida de Jesús.

1. Composición de lugar. El orante ha de evocar y «componer» o recrear en su imaginación una determinada escena evangélica. De esa forma puede concentrarse enteramente en ella.


2. Reflexión mental. Tras imaginar la escena, el orante ha de pensar a fondo en ella,discurriendo y razonando sus diversos aspecto, para descubrir lo que ellos significan.

3. Visión del corazón. El discurso racional, una vez culminado, se abre a un plano superior de contemplación o participación personal. El orante ya no piensa, no razona. Deja que Dios mismo hable en su interior y cambie su corazón, revelándole su misterio

4. Compromiso de la voluntad. De todo este proceso brota el cambio del orante, en gesto de amor,en actitud de entrega radical al evangelio: No soy yo (orante) quien me decido y comprometo; es Cristo quien me da la fuerza, haciéndome capaz de responder al evangelio.


Al trazar estos cuatro momentos de "meditación", Ignacio de Loyola abre a los creyentes un camino nuevo de reflexión cristiana, en línea de pensamiento "enriquecido", empezando por la imaginación, para culminar en la experiencia afectiva de unión con Cristo y de compromiso al servicio del Evangelio


Éste post quiere ser un homenaje al “genio cristiano” y moderno (occidental) de Ignacio de Loyola, uno de los creadores del catolicismo moderno. De su figura (que aparece en el Diccionario de Pensadores cristianos, fila 3, primero izquierda) traté ayer. De su método de oración (tomado de mi libro Para vivir la oración cristiana) quiero tratar hoy. La imagen central recoge la figura de un orante en el monte de la contemplación.

-- Miles y miles de jesuitas y “directores” de espíritu cristiano han elaborado el método de oración de Ignacio de Loyola.
--Millones y millones los cristianos han madurado en la fe y en la vida interior siguiendo este método de meditación
, que, conforme a lo dicho (tras una introducción), presentaré en cuatro puntos:
-- Composición de lugar (imaginación),
-- elaboración mental (reflexión),
-- vivencia contemplativa (inmersión vital en Cristo)
-- y compromiso activo (propósitos…).

En esta línea(cf. lo dicho sobre Stephen Covey) Ignacio de Loyola ha sido el mayor de los “gurús” cristianos de la modernidad (Juan de la Cruz y Teresa de Jesús van en otra línea). De su experiencia seguimos viviendo todavía. No conoce el catolicismo moderno quien no hace un esfuerzo por penetrar en el método de su meditación, tal como ha sido elaborado por Ignacio de Loyola.

INTRODUCCIÓN.



Un presupuesto. Tres usos de la razón o pensamiento:

1. Hay un uso teórico del pensamiento, que es propio de la filosofía. Lo que importa en este plano es alcanzar los fundamentos de las cosas, responder al gran «por qué» del cosmos,
a través de una cadena de argumentos que nos lleven a las causas y principios de todo lo que existe (al modo aristotélico o cartesiano).

2. Hay un uso práctico de la razón, que es propio de la ciencia. Más que el «por qué» de los principios interesa el «cómo» y «para qué» de los caminos y los fines. Pensar supone formular de una manera exacta las observaciones, fijándolas de un modo que resulte operativo, a fin de utilizarlas luego de una forma técnica en la praxis. Esto es lo que Pascal llamaba estilo (espíritu) de geometría.

3. Más allá de ese nivel teórico y de praxis (de tipo instrumental), se encuentra aquello que llamamos la razón meditativa. Ella es más propia del artista, del hombre religioso que, aceptando los planos anteriores, busca un plano de verdad y de experiencia superior que le conduce, de manera personal, comprometida, hasta las mismas raíces de la vida.


Sobre qué podemos meditar

En un sentido general, sólo podemos meditar sobre
aquello que desborda nuestra comprensión racionalista,

aquello que nosotros no podemos resolver
ni manejar en claves conceptuales. De esa forma
nos ponemos sobre un plano de existencia superior,
sobre un nivel donde las leyes de la lógica del mundo
se hallan fecundadas (elevadas, transformadas)
por un tipo de principios diferentes que son propios
del ser de lo divino.

Esta apertura de nivel implica un tipo de connaturalidad
participativa. Llega un momento en que el
pensante (que es ya orante) deja de buscar y resolver,
de manejar y estructurar con sus conceptos. Se
descubre así inundado por una realidad que es superior,
se deja penetrar por su palabra, transformar
por su presencia. Esto es lo que llamamos participación.
En ella influye no sólo el pensamiento, sino
toda la persona: el corazón, los sentimientos.

Por eso, al meditar no pretendemos resolver técnicamente
los problemas de este mundo, ni tampoco
construimos unos grandes sistemas racionales; buscamos
la presencia/revelación de Dios, le ofrecemos nuestra
entrega personal y nos hallamos así comprometidos
con él (en él) a través de un encuentro personal que nos transforma
y vivifica.


En forma paradójica podemos afirmar que lo
que importa es pensar de tal manera que nosotros
mismos seamos los pensados.


-- El hombre empieza siendo activo: quiere razonar, resolver,
manejar lo que se encuentra ante sus ojos. Para eso le ha hecho
Dios con una mente que discurre.
-- Pero, a medida que penetra en la hondura de los gestos
y de los signos del misterio, el orante va sintiendo que hay un plano
superior al pensamiento activo: lo que importa
es que alguien piensa su vida y la potencia con su
amor. Así decimos que al final del pensamiento se
halla la certeza de que el mismo Dios nos hace, nos
sostiene con su pensamiento.

En sentido general, debemos afirmar que sólo
puede meditarse sobre aquellas realidades que nos
sobrepasan, es decir, sobre el misterio o sus manifestaciones.
Esto significa que la mente al meditar
se pone sobre un plano religioso: su campo y sus
funciones son distintas del campo y las funciones de
la filosofía y de la ciencia.

Cómo podemos meditar


-- En un primer momento, se puede meditar sobre el
gran cosmos, lo creado
. En ese caso, el mundo deja
de ser simple campo de poderes y energías, de principios
y tendencias medibles por la ciencia, y se
convierte en signo del misterio, expresión de lo divino.
Los fenómenos del cosmos, desde el átomo a la
estrella, adquieren así un fondo de luz y de grandeza
que los vuelve transparentes ante un orden superior
de realidades: donde el hombre, discurriendo
sobre el mundo, desemboca en un inmenso campo
abierto de misterio y cercanía respecto a lo divino,
allí es posible la meditación de tipo religioso.

-- También podemos meditar sobre la propia vida,
allí donde la vida se convierte en espejo del misterio.
Miro hacia las aguas de mi propio pozo, miro a
las corrientes de mi río y descubro allí muy dentro
la mirada y la presencia de Dios que me sostiene.
De esa forma, la historia y los sucesos de mi vida
pueden convertirse en tema de meditación y de alabanza.
Así encuentro a Dios entre los pliegues y caminos
de mi vida, meditando sobre aquello que realiza
en mi existencia.

-- En esa misma línea puedo meditar sobre los hechos,
andanzas y fortunas de la historia
. Miro a los
sucesos de los hombres y descubro al fondo de ellos
la presencia de un amor y una palabra que nos sobrepasa.
No es que logre comprender las normas
racionales que dirigen el proceso de los tiempos.

Más aún, no estoy seguro de que, humanamente hablando,
la historia pueda llamarse racional, como
pensaba Hegel y su escuela. Con aquellos que hoy se
llaman posmodernos, juzgo que la historia no puede
resolverse en claves racionales. Pero sigo mirando
y veo que ella ofrece motivos suficientes de meditación
y de misterio que me llevan hacia el rostro
superior de Dios, al ser de lo divino.


Meditar sobre Jesús

Los aspectos anteriores me parecen claros. Pienso,
sin embargo, que debemos dar un paso más, diciendo
que, en sentido estricto, en linea cristiana)
sólo se puede meditar sobre la historia de Jesús, el Cristo.


Así lo vio hace tiempo Ignacio de Loyola, así lo han visto los orantes
más cristianos de la iglesia. Sobre los hechos de
Jesús se extiende, de una forma peculiar, la razón
meditativa del cristiano.

Se trata de unos hechos bien concretos: nacimiento,
vida, muerte y pascua de Jesús. Son hechos
que se cuentan, se recuerdan, impresionan los sentidos,
interrogan, emocionan, nos desbordan... Situado
ante ellos, el orante se plantea el cómo, cuándo,
por qué, para qué fines. Estos hechos de la vida de
Jesús le hacen pensar: ellos constituyen una especie
de enigma permanente en medio de la historia; son
como una esfinge que plantea su problema, no para
engañarnos, sino para llevarnos hacia el plano superior
de la presencia y manifestación de lo divino.

Son hechos que remiten al misterio de Dios. Lo
que ellos muestran nos desborda, nos inquieta, nos
conduce hacia el abismo de una gracia trascendente,
nos recoge de nuevo y nos instaura en la existencia.
Este es el lugar donde la razón empieza a ser,
propiamente hablando, razón meditativa, como
aquella de María (cf. Le 1, 19.51): ella acogía, cultivaba
y repetía las cosas de Jesús en el silencio de su
propio corazón inquieto.

Pero esta vida de Jesús puede ampliarse. Miro
hacia atrás y tomo como base los diversos rasgos de
la historia de Israel: en ellos descubro el camino de
Dios, su manera de acercarse hacia nosotros, en pedagogía
siempre abierta a la creatividad y la esperanza.
Miro hacia adelante y me fijo en la historia de
la iglesia: en su pequeñez y grandeza, en su seguridad
y desamparo, ella es espacio donde actúa el
misterio de la gracia que ha sembrado Cristo sobre
el mundo.

Podemos meditar sobre los rasgos de su
vida, sus figuras (santos), sus instituciones (sacramentos),
etc. Pero debemos recordar que ella es
objeto de meditación únicamente en la medida en
que es reflejo y presencia de Jesús, en la medida en
que explícita el misterio de su Espíritu en el mundo.


Finalmente, cada orante puede meditar sobre su
misma experiencia personal: se trata de mirar con
ojos de Jesús hacia los hechos de mi propia vida,
descubriendo en ellos la presencia de Dios, un camino
de misterio; ya no soy un simple enigma para
mí; voy encontrando en mi vida la respuesta que
Dios me ofrece en Cristo, para realizarme como humano.


Pequeña historia. Meditar sobre Jesús. Ignacio de Loyola

Conforme a lo anterior, los cristianos deben meditar
sobre Jesús, y así lo han hecho a lo largo de la
historia de la iglesia. Pero en un principio esa meditación
no aparecía como un ejercicio independiente
de oración, como un esfuerzo que se busca por sí
mismo y se realiza de manera organizada, con un
método preciso.

Los cristianos meditaban a través
de la «lectio divina», la lectura reposada, sosegada,
intensa de la Biblia; meditaban también al ocuparse
de los salmos, al centrarse en la liturgia y sobre
todo al situarse ante los hechos de Jesús que esa
liturgia reflejaba, actualizaba por sus ritos. Así ha
meditado sobre todo la escuela de los monjes (benedictinos).
Pues bien, llegado el siglo XVI, Ignacio de Loyola
ha convertido la meditación en ejercicio regular,
metódico, constante, en principio de toda la piedad
cristiana. ¿Por qué? El cambio se debe a diferentes
factores que nosotros no podemos precisar ahora.
Citamos sólo algunos para indicar después los elementos
de la meditación cristiana.

1. En primer lugar influye el nuevo espíritu del
tiempo.
Con el renacimiento se introduce un tipo de
razón, una manera nueva de ponerse ante el misterio.
Diferentes pensadores de la iglesia, como Dionisio
Cartujano, habían resaltado ya la urgencia de la
«meditatio»: los cristianos debían enfrentarse de
manera racional, pensante, con la urgencia del misterio.
Este es un camino que, en un plano secular,
ha de triunfar tiempos más tarde con el lema de
Descartes: «Pienso, luego existo». Pues bien, ya desde
ahora los cristianos han tratado de pensar sobre
el misterio, para cimentar-fundamentar de esa manera
su existencia. Por eso han destacado la exigencia
de la meditación.

2. También influye un tipo nuevo de individualismo.
Hasta entonces, la oración era más bien comunitaria,
en un contexto de lectura y alabanza compartida.
Ahora ha brotado un hombre nuevo, que se
enfrenta de manera más aislada y solitaria con su
propia problemática y destino. Por eso busca un
modo más individual de unirse a Cristo, de enfrentarse
a su misterio y de acoger su gracia. Lógicamente,
la liturgia compartida quedará en segundo
plano. Cada orante habrá de hacer su «propia liturgia»,
su camino de encuentro con el Cristo. Por eso
es necesaria una manera nueva de meditación.
Finalmente, influye mucho la personalidad de
san Ignacio y el ejemplo de su Compañía.

Debido a su ascendiente personal, al trabajo misionero de los
jesuitas y al influjo que ellos tienen en la nueva
reforma, o mejor contrarreforma, de la iglesia, la
meditación se ha convertido en el método de vida
espiritual y de plegaria más seguido por la iglesia
en estos últimos cuatro siglos de su historia.


El influjo de Ignacio de Loyola ha sido fuerte.
Los momentos de la meditación reflejan, de algún
modo, los momentos de su propia conversión cristiana,
tanto a nivel de contenidos como de procesos
o caminos. Comencemos fijando el contenido.

Ignacio se sentía bien cristiano: caballero que, al ponerse
al servicio del gran César, suponía estar luchando
por la causa de su Cristo.
Pero en ese empeño van
surgiendo riesgos y dificultades que terminan siendo
insuperables. Por un lado, le limita el amor hacia
su dama, convertido en eje de discordias sociales, de
violencia y vanos pensamientos que dominan su
mente largo tiempo. Por otro, le cautiva el deseo de
la gloria de este mundo, que confunde con la gloria
de su Dios sobre la tierra; ese deseo le conduce a
combatir hasta Pamplona, en contra de sus propios
hermanos, los navarros.

Una bala de cañón corta esta línea de amores y
deseos. Enfermo, entre dolores de fiebre y angustias
interiores, porque acaban y fracasan sus caminos
viejos, Ignacio ha de encontrar otra tarea, una manera
distinta de existencia. De la mano de los santos
cuya vida va leyendo, bajo el techo de su casa solariega
de Loyola, en los caminos que le llevan por
Aránzazu a Manresa, Ignacio ha comenzado a descubrir
a Cristo, y en el Cristo encuentra su existencia
verdadera.


Los momentos de la meditación, fijada
en clave de Ejercicios espirituales, son momentos
de su encuentro verdadero con el Cristo. Cristo mismo
nace, renace en su existencia, en un proceso de
meditación que significa nuevo nacimiento, nueva
vida, nueva muerte y pascua verdadera, como indicaremos
trazando así un esquema de «cuatro semanas
» que expresan los aspectos principales del encuentro
con el Cristo:

Los cuatro elementos de la meditación cristiana sobre la vida de Jesús:

• Meditar es renacer con Cristo. Por eso, los primeros
«ejercicios» del espíritu, una vez que hemos
quebrado la coraza de pecado de este mundo, nos
conducen al lugar del nacimiento. Nace Jesús en el
establo de Belén y, de esa forma, el mismo Dios
viene a nacer en medio de nosotros. Pues bien, el
orante se identifica con el Cristo niño, se hace niño
y, dejando los proyectos, ideales y ambiciones anteriores,
comienza a renacer con Cristo. En ese aspecto,
meditar implica iniciar de una manera nueva la
existencia: he de morir a los caminos viejos de mi
historia de deseos, vanidades, glorias y disputas de
la tierra; he de renacer o, mejor dicho, tengo que
dejar que Cristo nazca en mi existencia, haciéndome
con él un hombre nuevo.


• En un segundo aspecto, meditar implica revivir,
madurar ya con Jesús y caminar con él por los caminos
del Jordán y Galilea
. En ese aspecto, el orante
aprende a revivir: abandona sus seguridades,
rompe las antiguas ataduras y comienza a realizar
de nuevo la existencia. Pero ahora no camina ya
sobre el modelo de este mundo. Toma el evangelio y
va asumiendo los momentos de la vida de Jesús: el
mensaje de las bienaventuranzas, el amor hacia los
pobres-enfermos-marginados, la palabra de justicia,
la búsqueda del reino. En esa perspectiva, el
orante se va haciendo como un hombre liberado
que persigue con Jesús nuevos caminos y rehace de
esa forma su existencia.

• Meditar implica ahora subir con Cristo hacia el
calvario.
Esta sería la tercera semana, el tercer rasgo
de toda la oración cristiana: orante es quien va
haciendo la experiencia de la muerte; es el que ha
puesto ya la vida en manos de Jesús y con Jesús está
dispuesto a regalarla, entregarla por los otros. Sólo
en ese campo de total desprendimiento, de confianza
plena y vida ya crucificada adquiere su sentido
la oración y nace la meditación cristiana.

• Finalmente, meditar implica actualizar la pascua.
El camino anterior de nacimiento, vida y
muerte nos conduce hasta la aurora de la pascua.
Por eso, el orante es hombre que vive de manera
anticipada el gozo del Señor resucitado en medio de
la lucha y riesgo de la historia. Esta es la semana
final, esta es la meta que ilumina y da sentido a
todo el camino precedente de configuración del
hombre y Cristo.

Algunos han criticado la meditación diciendo
que es racionalista. Eso puede haber pasado en autores
que vienen tras Ignacio: quizá algunos han
tomado la meditación como ejercicio donde triunfa
lo especulativo. Sin embargo, el esquema precedente
muestra que esa acusación es falsa. Ignacio ha
presentado la meditación como ejercicio vitalista: es
un camino de conformación fuerte con Cristo; el
orante va dejando su existencia antigua y nace a la
existencia de Jesús, de manera que Jesús mismo
renazca-reviva-remuera-resucite en su camino. Por
eso, el hombre de la meditación es otro Cristo que
aparece y actúa de manera liberada, radical, comprometida
en nuestro tiempo.

A través de la meditación, Ignacio ha pretendido
forjar hombres liberados que existan ya con la existencia
de Jesús y que, formando nueva compañía de
soldados para el reino, actualicen su misión sobre
la tierra.
Por eso necesita transformarlos, realizando
en ellos una especie de cambio de conciencia que
les vuelva libres y dispuestos para todas las empresas
de su reino. Este cambio de conciencia se realiza,
a mi entender, en cuatro tiempos que debemos
detallar en lo que sigue: hay un principio de carácter
sensible que dispone nuestra mente para encontrarnos
con el Cristo; hay un momento de carácter
racional y discursivo que nos hace comprenderle;
luego le sentimos por dentro, en el afecto radical del
corazón que se transforma para así nacer de nuevo;
finalmente, culmina ese camino con la decisión y
entrega de la propia voluntad comprometida ya por
Cristo.



1. PUNTO DE PARTIDA. COMPOSICIÓN DE LUGAR,
IMAGINACIÓN


Ignacio no ha querido fundar en la razón su nueva
empresa. Sabe que ella es importante, pero sabe
que en su base están la imaginación y los recuerdos,
los proyectos y deseos sensibles de la vida. Por eso
no se puede partir del pensamiento. La oración ha
de fundarse en los principios sensibles de la vida,
centrándolos en Cristo; sólo así podrá centrar y dirigir
después el pensamiento.

Hay otra causa. La meditación cristiana no se
ocupa de problemas que se pueden resolver por la
teoría: misterios inmutables y verdades eternas de
la mente que supera el mundo y se introduce en lo
divino.
La meditación cristiana ha de enfrentarse
con Jesús y con su historia, con aquellos hechos primordiales
que suscitan y sostienen nuestra vida de
creyentes, arraigándola en el tiempo y espacio de la
tierra.


Nótese la diferencia que esto implica con respecto
a métodos o técnicas que vienen del lejano oriente.
Cierto tipo de yoga y otras técnicas hindúes y
budistas quieren que el hombre prescinda en la oración
de ese nivel sensible. Para hallarse ante el misterio,
les parece necesario superar todo ese plano
donde imperan las imaginaciones y deseos de la historia.
Sólo en el vacío de mi propio yo interior,
cuando la vida externa ya se encuentra silenciada,
puede haber lugar para el misterio.

La meditación cristiana sigue un camino diferente.
No trata de olvidar nuestro pasado, sino de cimentarlo
en Cristo. No trata de borrar nuestros deseos,
las imágenes sensibles que parecen dominar la
fantasía. Quiere centrar todo eso en Cristo, concentrando
nuestra fantasía y sentimiento en los aspectos
más visibles y más fuertes de su historia: nacimiento,
vida y pascua.

Esta opción ignaciana es teológicamente importante:
Dios no se encuentra en el vacío de este mundo,
sino allí donde el hombre madura como humano,
en apertura hacia el amor y vida plena, en Cristo.

Por eso resulta teológicamente peligroso para el
cristianismo un método de tipo introspectivo, una
meditación trascendental donde no exista lugar para
el encuentro con el Cristo que ha venido en carne,
haciéndose por tanto historia humana.

En esta perspectiva podemos enfocar el tema
psicológico. La meditación trascendental del oriente
pone de relieve el aspecto supracósmico de Dios.
Por eso, en la oración debemos superar los rasgos
que podemos llamar «categoríales», las imágenes y
formas concretas de este mundo. Dios emerge en el
vacío trascendente de la mente. Por eso, para orar
hay que aprender a suscitar ese vacío, superando
las pre-ocupaciones de este mundo. Ciertamente,
este camino me parece valioso en un primer momento,
como medio de lograr autodominio, de tal
forma que yo sea dueño de mí mismo. Sin embargo,
eso no puede llamarse todavía una oración cristiana.
La meditación cristiana debe penetrar en lo sensible,
en el recuerdo de Jesús y de su historia, de
manera que esa historia se convierte en lugar de
Dios y campo de manifestación de su misterio. La
misma ley de encarnación nos pone sobre el mundo,
iniciando en lo sensible aquel camino que conduce
a lo divino.

Veamos un ejemplo. Supongamos que la meditación
tiene por lema el nacimiento de Jesús (cf. Le 2, 1-21).
Partiendo del texto evangélico, el orante ha de intentar
que sus sentidos y potencias se concentren en
la escena: dejará que vayan emergiendo los diversos
personajes en su fantasía; se adentrará en los
hechos viendo, escuchando, gustando lo que allí sucede.
De esa forma, la evocación del pasado se convierte
en fuente de experiencia para el presente. El
orante no es un simple espectador que mira desde
fuera lo que pasa. En su oración se vuelve actor:
penetra en la vivencia de la escena y deja que ella
misma le penetre, le conforme, le transforme.


Este ejercicio de concentración sensible resulta
necesario por la misma forma de actuar de nuestra
mente. Nosotros pensamos sintiendo; y muchas veces
dejamos que la misma sensación nos lleve y nos
transporte a su capricho. Nos hallamos, sobre todo,
a merced de una fantasía que va y viene, que vuela y
sobrevuela sobre un mundo de fantasmas y deseos
que nosotros no podemos dominar del todo. Por eso,
la oración implica un ejercicio de dominio de esa
fantasía: queremos concentrarla, dirigirla hacia un
suceso donde pueda reposar y enriquecerse. No se
trata de un control cualquiera, que nosotros ejercemos
por decreto; todo lo contrario, dirigimos y centramos
la atención sensible en un momento de la
vida de Jesús, el Cristo.

Por eso, el mismo ejercicio de concentración implica
ya un encuentro religioso. No centramos y
aquietamos los sentidos sobre un dato puramente
hermoso o agradable de la vida, como quieren ciertas
formas de relajación sensible, psicológica. No
buscamos una hermosa escena de familia, de mar o
de montaña, aunque sepamos que eso pueda ser valioso
en un momento, para descargar nuestra atención,
como terapia de tipo psicológico. Nosotros
queremos concentrarnos en el Cristo, de manera
que la fuerza de su vida pueda introducirse de manera
creadora y transformante en nuestra vida. Este
ejercicio tiene, por tanto, dos finalidades.

Una es de tipo más metódico: para orar es necesario
concentrarse, comenzando por la imaginación,
por los sentidos exteriores. El verdadero orante
es hombre que se esfuerza en dirigir y alimentar
su actividad sensible. Por eso, en un momento determinado,
sobre todo en el comienzo de la noche,
cuando llega el tiempo del descanso, intenta revivir
unas escenas de evangelio, llenando así su fantasía.
El mismo sueño puede cargarse de esa forma del
recuerdo de Jesús y su presencia en los niveles preconscientes
de la mente.


Hay una segunda finalidad de tipo más teológico:
el creyente es hombre que desea «ver» a Cristo.
Por eso le imagina. Ciertamente, ya no conocemos a
Jesús en un nivel de carne, como sabe Pablo (cf. 2
Cor 5, 16): no le conocemos con los juicios y principios
de este mundo. Pero debemos conocerle en mucha
hondura, a partir de la misma sensibilidad y
fantasía, en un camino que nos lleva después al pensamiento
y decisión creyente. En este aspecto, la
oración es ejercicio de hombre pleno: no se cierra
en un nivel de pensamiento; quiere encauzar, dirigir,
enriquecer todos los planos de la mente, para
así fundarlos en Jesús, el Cristo.

2. PROFUNDIZACIÓN INTELECTUAL, DISCURSO DE LA MENTE

Como hemos indicado ya, ciertos métodos de
oriente no sólo silencian lo sensible, sino también lo
racional. Pero, ¿es posible? Juzgo que no. El hombre
es pensante: Dios le ha dado la razón para discurrir,
orientándose entre riesgos, arguyendo, investigando,
argumentando. Por eso, la meditación
cristiana no se puede cerrar en lo sensible, ni abandona
de modo «trascendental» el pensamiento. Una
vez que el orante se ha dejado enriquecer por la
vivencia sensible de Jesús, ha de pasar de un modo
riguroso al nivel del pensamiento.

Repetimos. Al hombre no le basta con vivir en el
espacio de la fantasía. En un momento dado se pregunta
«cómo», «por qué»: el significado y la función
de los diversos personajes que intervienen en
la vida de Jesús. Volvamos, por ejemplo, al nacimiento,
que de un modo tan certero ha presentado
Ignacio de Loyola (Ejercicios espirituales, 111-117).


Enriquecido por la fuerza de la escena, sintiéndose
integrado en su misterio, con las voces, las figuras y
colores de los personajes, el orante ha de pensar.
Entonces se pregunta por qué actúan de esa forma
los agentes del misterio: animales, pastores, José,
María, Jesús, ángeles y Dios. Dentro de ese «por
qué» se van centrando todas las preguntas del cielo
y de la tierra: el sentido de la naturaleza (gruta) y
de la historia, la existencia de los hombres y la gracia
de Dios que se revela como niño, en la impotencia
de un pequeño y perdido nacimiento.

Una vez que ha comenzado ya la reflexión, y la
mente ha penetrado, razonando, en el sentido de la
escena, se establece un proceso que pretende ser
definitivo. El orante es racional y ha de pensar sin
miedo. Por eso discurre de manera rigurosa: investiga,
compara, interpreta. En un momento dado
quiere resolverlo todo, penetrarlo y comprenderlo
con su mente. De esa forma, el nivel de lo sensible
queda en un segundo plano. Está allí, se pueden
revivir colores y formas de la escena; pero hay algo
mucho más valioso que se debe conocer e interpretar
por medio de la mente.

De esta forma hemos llegado al corazón de la
plegaria meditativa: desde el júbilo sensible, de las
formas y colores, intentamos alcanzar el pensamiento.
Orar implica pensar sobre Jesús, como lugar
de manifestación definitiva de Dios. Frente a
todos los intentos antirracionales, frente a todas las
tendencias de la mística vacía o sensiblera, la oración
se nos presenta en este plano como ejercicio
intelectual.

Ciertamente, esta oración no será sólo un ejercicio
del discurso, como luego indicaremos. Pero si
ella no despliega este nivel, si busca su refugio en el
silencio interior o el entusiasmo de una pretendida
actuación de Dios que ciega el pensamiento, corre
el riesgo de acabar degenerando dentro de sí misma.
Volvemos de esa forma a los problemas del método.
Ignacio ha presupuesto que el hombre, en su
camino de realización cristiana (orante), ha de pasar
por cuatro etapas. Las primeras ya las conocemos:

a) el hombre es ser senciente: sólo puede
aprehender la realidad por los sentidos, permitiendo
que ella le impresione y transfigure; por eso, en
el comienzo de toda la oración hallamos el recuerdo
y fantasía;
b) el hombre es racional: conoce comparando
y discurriendo sobre aquello que impresiona
sus sentidos; por eso, al situarse ante Jesús ha de
pensar, en el nivel de causas, razones y sentidos.
Sólo después podrán venir los aspectos ulteriores
de la contemplación del corazón (más allá del pensamiento)
y de la nueva voluntad que se compromete
con el Cristo.


Pero volvamos al nivel del pensamiento, que
ahora estamos estudiando. ¿Qué debemos hacer en
ese plano? Dos cosas primordiales: una centrar el
pensamiento y otra aprender a superarlo. Tenemos
que pensar de tal manera que el mismo pensamiento
pueda trascenderse, de modo que lleguemos a
encontrar a Dios en un nivel más alto de experiencia
cordial y decisión creyente.

Decimos que es preciso centrar el pensamiento.
Del nivel de fantasía hemos pasado al nivel de las
razones: de esa forma discurrimos, juzgando los
principios, los efectos y las conexiones de aquello
que miramos.
A ese plano, en oración, ya no pensamos
de manera general sobre las cosas y las causas
de la tierra. Pensamos sobre Cristo, a partir de lo
que ha sido el ejercicio anterior del sentimiento;
pensamos sobre Cristo a partir de lo que dice el
evangelio. Así, centramos la razón de tal manera
que no vague, vaya y venga, hasta perderse entre los
rostros cambiantes de las cosas. La centramos en la
vida de Jesús, para entenderla, de tal forma que en
un momento dado vengamos a encontrarnos como
dominados, absorbidos por aquello mismo que pensamos
sobre el Cristo.

Pues bien, en ese instante, si hemos hecho bien
nuestro ejercicio, descubrimos que es preciso superar
el pensamiento, descubriendo que la historia de
Jesús, el Cristo, nos desborda, nos trasciende y sobrepasa,
para así arraigarnos y fundarnos dentro
del misterio. Ciertamente, en un momento querremos
resolverlo todo con razones, de manera que
seamos dueños y señores de todo por la mente. Pues
bien, en ese plano no podemos meditar, nos convertimos
en filósofos que quieren dominar el mundo
con su mente, haciéndose divinos. Al contrario, si
pensamos rectamente, de manera que la vida de
Jesús inspire y fundamente nuestra vida, descubrimos
que el mismo pensamiento quiebra: no podemos
seguir, nos cortamos, nos paramos y dejamos
que Dios mismo se acerque y siga pensando desde
dentro de nosotros.

Esta es la crisis de la meditación, es el momento
decisivo: superamos ya el plano del juicio; no podemos
resolver con nuestra mente lo que Dios realiza
en Cristo; no podemos juzgar a los demás, ni aun
dominarnos y juzgarnos a nosotros mismos. Parece
que se para el reloj de nuestras horas, el reloj de
nuestro tiempo. Hemos empezado a pensar sobre
Jesús y descubrimos ya que somos incapaces de seguir
pensando. Por eso nos dejamos estar: iluminados
por el tiempo de Dios, enriquecidos con su gracia.

Dios mismo es el que viene y piensa por nosotros.
Esta crisis y superación del pensamiento, que
nosotros buscamos a través de la meditación, no se
puede interpretar como un proceso regresivo: no
volvemos hacia atrás, para refugiarnos cansados en
un plano previo al pensamiento. Este es, al contrario,
un proceso progresivo: de tal forma nos llena el
gesto de Jesús y su camino, que todas las restantes
razones y los juicios de la tierra han sido de esa
forma trascendidos. Todo lo anterior queda en el
fondo. Conservamos la capacidad admirativa de la
fantasía y los sentidos. Conservamos y aplicamos el
discurso intelectual. Pero en la hondura del alma
hemos hallado un espacio de misterio diferente; y
allí nos situamos, unidos con el Cristo que realiza
su camino con nosotros.

3. PARTICIPACIÓN DEL CORAZÓN. VIVENCIA CONTEMPLATIVA

Con esto hemos pasado a un nuevo plano. El
mismo pensamiento nos conduce hasta su límite, de
modo que podemos estar allí esperando una presencia
más honda del misterio. La razón viene a mostrarse
precisamente grande cuando advierte que
ella es pobre, que resulta insuficiente: no llega nunca
al fin, nunca resuelve los problemas importantes.
Orante es el que advierte esta ruptura: es el que
«siente» que, pasada la frontera racional, hay un
espacio nuevo de sentido.

No es que el pensamiento racional no valga, no
es que los esfuerzos de la mente discursiva nos parezcan
fracasados. Al contrario. Intensa ha sido la
meditación, fuerte el deseo de entender y resolver
los temas. Pero más fuerte aún se manifiesta la presencia
del misterio de Dios que ahora se expresa
desde el fondo de la escena. Por eso, de una forma a
veces lenta, otras veloz y fulgurante, pasamos del
nivel del entender y dominar a un plano nuevo de
admiración y sorpresa, a una presencia divina que
nos enriquece y transfigura, más allá del pensamiento.

Recordemos lo ya dicho: meditar era pensar, pensar
hasta el final en un motivo de la vida de Jesús o
en un momento de la historia de la salvación. Pero a
través de ese camino discursivo hemos venido penetrando
en el misterio, hasta la hondura de la escena,
en una especie de experiencia superior, suprasensible:
el mismo Dios se nos venía a desvelar en Cristo.
Así se invierte el proceso precedente, de manera que
más que pensadores somos ya pensados.

Somos personas, sujetos racionales, hombres libres. Sin embargo
descubrimos que Dios mismo es el que vive y
alienta en nuestra vida: hay un misterio que alumbra
desde dentro y que va como emergiendo (pensándose,
actuando) a través de nuestro mismo pensamiento.


Lo que aquí acontece no resulta absolutamente
nuevo.

También el artista y creador, en un momento
dado, cuando llegan al esfuerzo máximo, descubren
que una fuerza interior (quizá divina) crea y se expresa
por su medio.

Parecido es el caso del amante:
primero piensa que él es dueño de su afecto y sus
acciones; pero luego viene a descubrir que hay una
fuerza más profunda (de amor) que está actuando a
través de su persona. Ambos, amante y creador,
acaban siendo unos «posesos»; poseídos por la fuerza
de un poder que les desborda, más allá del mero
pensamiento.


Algo cercano, aunque en grado muy
superlativo, pasa con el hombre religioso: al final
de su meditación sobre el misterio, puede y de alguna
forma debe descubrir que ese misterio actúa en
su interior, le alumbra, piensa y transfigura. El pensador
se ha convertido así en «pensado»: Dios mismo
le piensa y le ilumina; es Dios quien se actualiza
y explicita en su persona, sin negar ni destrujr su
independencia.

Ahora debemos precisar los planos. Hay una posesión
que es mala: el «espíritu» que llena mi existencia
me aniquila; rompe mi equilibrio, niega mi
persona, no me deja realizarme como libre. Por el
contrario, la presencia de Dios libra y potencia mi
persona, de manera que yo puedo superar el viejo
plano discursivo y realizarme libremente, en actitud
de amor que llena y transfigura todas mis potencias.
A partir de lo anterior, podemos afirmar que la
meditación nunca es auténtica si cierra el camino
que conduce hacia el nivel contemplativo. Es evidente
que el camino resulta en cada caso muy distinto:
depende de la forma de ser de cada uno, de la
fuerza-intensidad de la plegaria, de las mismas condiciones
culturales... Pero si hay meditación, tiene
que estar abierta hacia un nivel suprasensible y suprarracional
de amor contemplativo y de presencia
del misterio. Quizá pueden distinguirse en este plano dos momentos.

1. Habrá un primer momento de confianza y
abandono: me pongo así en las manos de aquel Dios
que actúa en Jesucristo; no importa lo que logro
realizar de forma activa; importa lo que Cristo va
formando y conformando en mi persona, a través de
su presencia.

2. Hay un momento de ruptura racional:
yo no consigo resolver las cosas con mi esfuerzo;
por eso no las puedo ya pensar, ni interpretar en
perspectiva de razón humana; me abandono activamente
y dejo que el mismo Dios de Cristo actúe de
manera creadora en mi existencia.

Así, a nivel contemplativo, la meditación incluye
un elemento de identificación suprarracional
con Cristo. Supero el nivel en que la vida es más que
fantasía y raciocinio. La vida es gratuidad: una experiencia
de Jesús que me ha tomado de la mano y
que realiza su camino de mesías, salvador universal,
en mi camino. Por eso debo renacer y revivir en
Cristo, de manera que él conforme mi existencia,
como muestran con toda intensidad los más profundos
escritos de Juan y de Pablo.

Quizá pudiera hablarse de una mimesis de tipo
cristológico, mesiánico. Me he vinculado con Jesús
y empiezo a vivir «en su existencia» (como miembro
de su cuerpo, sarmiento de su viña). Imito a
Cristo de manera que sus sentimientos y actitudes
(cf. Flp 2, 5s) se explicitan y realizan en mi vida. De
esa forma soy «yo mismo» (independiente y personal),
siendo a la vez una expresión de la gran vida
del Cristo.

Los ejercicios anteriores de imaginación y pensamiento
adquieren de esta forma su sentido. Lo
que importa no son las fantasías, ni tampoco las
razones que yo puedo manejar-manipular por medio
de la ascesis. Lo que importa es que la vida de
Jesús brota en mi vida, de una forma que parece
natural, como espontánea (cf. Jn 4, 14; 7, 37-39). Yo
me vuelvo así persona nueva; no he nacido de las
fuerzas y poderes de la historia, sino del mismo seno
de Dios, en Jesucristo (cf. Jn 1, 12-13).

He dicho ya que la oración empieza a ser como
espontánea. No tengo que esforzarme en ordenar y
organizar el pensamiento, como sucedía en el momento
precedente. La vida de Dios brota por dentro;
yo mismo me convierto así en plegaria. Ciertamente,
debo volver siempre a los trabajos anteriores,
a los ejercicios programados de la fantasía y
pensamiento. Pero, por encima de eso, en un momento
dado, yo descubro que la misma oración se
ha vuelto vida de Dios dentro de mi vida. Por eso
dejo que ella misma se expanda y expansione.


4. COMPROMISO DE LA VOLUNTAD. ORACIÓN ACTIVA, APLICACIÓN

Recordemos lo dicho. Conforme a lo anterior, son cuatro los momentos
psicológicos que implica esta oración meditativa.

1. Comenzaba por el sentimiento-fantasía que nos
situaba ante una escena de la historia de Jesús, el
Cristo.
2. Seguía la función del pensamiento que discurre
y que razona sobre el sentido de Jesús y su presencia
entre nosotros.
3. Venía luego el corazón o facultad
contemplativa que se deja fecundar por la
palabra de Dios que habla por dentro, más allá de
las palabras y sonidos de la historia.
4. Queda, en fin, la voluntad, que ha de cambiarse,
como vida que se vive desde Cristo. De ese cambio,
de ese momento activo, quiero tratar en lo que sigue.

Este es el final de la oración. La facultad del
pensamiento se volvía ya contemplativa. Pues bien,
la contemplación se vuelve compromiso. ¿Para qué
hemos de cambiar? Antes que nada para ser: esto es
lo primero; hemos orado para realizarnos plenamente.
También cambiamos para obrar: de la meditación
emerge un nuevo temple de voluntad, una
capacidad más honda de entrega por los otros. Una
oración que no culmine en el gesto muy concreto de
un trabajo por el reino acaba careciendo de sentido.

Ciertamente, el hombre de oración quiere cambiar
su voluntad y convertirse por medio de su
unión con Cristo. Pero no puede empezar a programar
el cambio a fuerza de razones (por teoría), ni
tampoco a golpe de propósitos (en pura actitud voluntarista).
Ese cambio sólo adquiere su sentido y
puede realizarse dentro del proceso de oración más
amplio, que ahora estamos estudiando.

Significativamente, en el comienzo de ese cambio
colocamos un momento de imaginación o fantasía:
el orante ha de ponerse ante Jesús, soñar su
vida nuevamente, introducirse de manera sensible,
emocionada, dentro de ella. Sólo entonces, cuando
queda ya empapado, enriquecido, remozado, h a s ta
sensiblemente, en Cristo, puede funcionar a nivel de
pensamiento.

Por eso, el pensamiento ya no es puramente discursivo,
no es discurso neutro sobre el Cristo. Es
pensamiento que se encuentra lleno de Jesús, en
actitud de amor y entrega de la vida. Sólo de esa
forma, en emoción y unión contemplativa, los o r a n tes
pueden advertir que cambia su existencia. E l l os
no programan de manera racional el cambio o futuro
de su vida. Se ponen en camino de oración y
desde el centro de su mismo caminar confían e n la
mano de aquel Dios que viene a transformarles. Sólo
al final de ese proceso, al resplandor de la c o n templación,
descubrirán que su misma voluntad e s tá
cambiada. Entonces sentirán que el cambio es
don de Dios, es gracia que les crea y recrea p o r el
Cristo.

Con esto hemos pasado de la mimesis, que vimos
en el plano precedente, hasta el nivel del seguimiento
mesiánico y la entrega por el reino. La m i m e s is
tenía un rasgo más estático: me siento unido a C r i s -
to; su existencia fluye en mi existencia, como río de
agua viva, transparente. El seguimiento es más dinámico:
Jesús me pone sobre el mundo de manera
que yo pueda realizar (continuar) su misma acción
entre los hombres.

De esa forma, la oración de identidad cordial
(unión de corazones) se convierte en principio de
exigencia: soy ya «otro Cristo»; soy soldado liberado
de su reino y tengo la tarea de expandir y realizar
su gesto salvador entre los hombres. La meditación
viene a mostrarse así como ejercicio de transformación
en Cristo: dejo ya mi voluntad, cumplo
la suya, dentro de la iglesia.


He resaltado este aspecto eclesial porque resulta
muy significativo para Ignacio de Loyola. Quizá me
ha parecido que el camino de la meditación me separaba
de los otros: he dejado a los demás y me he
encontrado a solas con el Cristo. Pues bien, al fin de
ese camino yo descubro en Cristo a todos sus hermanos:
no estoy solo; estoy unido a los restantes
miembros de la iglesia, y dentro de ella he de entregarme
como Cristo por el reino, que es la gloria de
Dios sobre la tierra.

La misma oración nos ha llevado así hasta el
interior de la comunidad, nos compromete plenamente
al servicio de la iglesia. Lógicamente, los jesuitas
(que viven de manera consecuente la exigencia
de la meditación) hacen un voto de obediencia
radical al Cristo, que se expresa de manera muy concreta
en la obediencia al papa. Esto significa que
toda la oración ha sido verdadera si culmina en la
actitud de entrega por el reino, dentro de la iglesia.


Este es el compromiso original, fundamentante:
unirnos a la iglesia, de manera que podamos entregar
nuestra existencia por el reino. Quizá algunos
orantes deban precisar aún más la entrega por el
Cristo, dentro de una línea especial de vocación.
Pero lo dicho nos resulta suficiente, en este cuarto
nivel de la oración meditativa. Quien asume de manera
consciente y programada el dinamismo de la
meditación, el que se deje penetrar y conformar por
ella, encontrará que es nombre nuevo: vive en Cristo
y desde Cristo.

La genialidad de Ignacio de Loyola al precisar
este proceso de meditación ha consistido en aplicar
al hombre individual de su tiempo el mismo esquema
de encuentro con el Cristo que la iglesia ya vivía
de manera más comunitaria, a través de la liturgia.

En ambos casos se trata de lo mismo: lograr que los
creyentes se arraiguen en Jesús, actualizando su
misterio sobre el mundo.

La meditación es, por tanto, un tipo de actualización
consciente, individual y programada de
aquello que celebra la liturgia para todos los fieles,
en el centro de la iglesia. Eso significa que allí donde
se vuelve a celebrar con mucha intensidad la
vida eclesial en la liturgia, el camino de la meditación
recibe contenido nuevo. No se trata de olvidar
o abandonar el método ignaciano de oración, quedando
sólo con aquello que ofrece la liturgia. En
modo alguno. Ambos caminos deben completarse,
como nosotros suponemos e indicamos en todos estos
temas.

Ciertamente, existe en ciertos grupos una especie
de crisis de la meditación, que puede tener varias
razones: exceso de racionalismo, falta de sosiego,
miedo al encuentro personal con Cristo... Pues bien,
teniendo en cuenta lo anterior y resaltando el valor
fundamental de la liturgia (cf. temas 9, 12), pienso
que debemos revalorizar la meditación: hay que volver
a penetrar de manera personal en el misterio, en
actitud de encuentro pleno con el Cristo; si se pierde
este nivel de compromiso orante, que realiza cada
uno de los fieles, la misma liturgia acaba siendo
un gesto ya vacío.

APLICACIÓN 1. CURACIÓN DEL CIEGO DE Jn 9

Tomemos como posible escena de meditación el milagro
de Jn 9, la curación del ciego de nacimiento. Realicemos
metódicamente el ejercicio, organizando cada uno
de sus momentos:

• Sensibilidad (composición de lugar). Imaginemos la
escena, reviviendo los diversos personajes; podemos recrear
las palabras de los protagonistas, la reacción del
pueblo, los gestos de Jesús, la actitud de los judíos, el
camino de búsqueda del ciego...

• Entendimiento (discurso de la mente). Preguntamos
por qué actúa Jesús de esa manera, por qué ha curado al
ciego, por qué se esconde y vuelve al lugar de controversia.
Estudiamos el sentido de ceguera y luz, la curación
física, el camino de la fe, etc.

• Corazón (participación personal). Nos situamos
dentro de la escena, como ciegos que Jesús viene a curar
con su contacto y su palabra. Cristo actúa ya por dentro
de nosotros como médico y amigo. Por eso nos dejamos
estar en su presencia, iluminados por su luz y transformados
por su fuerza misteriosa. No pensamos, no juzgamos,
no buscamos afanosamente soluciones; nos quedamos
simplemente entre sus manos.

• Voluntad (transformación creadora). No lográbamos
ver antes por nosotros mismos. Pero dejando que
Jesús nos ilumine, descubrimos el sentido de las cosas.
Ahora podemos comenzar nuestro camino «sin otra luz y
guía sino la que en el corazón ardía» (Juan de la Cruz,
Noche oscura). Arde Cristo como nueva luz de amor y
compromiso por el reino en nuestros corazones transformados
por su gracia.



APLICACIÓN 2. UNA ESCENA PASCUAL


Tomemos otra escena, ahora en ámbito pascual. Puede
valer Jn 20, 11-18, que es ya una catequesis de la resurrección
que se conserva en el mismo corazón del evangelio:

• Sensibilidad. La escena resulta sorprendentemente
evocadora. El jardín de este mundo se ha venido a convertir
en una tumba donde se hallan enterrados los amores e
ideales de la historia. Sólo queda una mujer que sigue
amando y busca entre las ruinas. Imaginemos a María,
los colores y las formas del huerto en la mañana, con la
tumba enigmática y vacía.

• Entendimiento. Pensamos en la escena. La soledad
de María en la búsqueda, mientras todos los discípulos
varones huyen, discuten o se afanan en razones de la vieja
historia. Ella sigue buscando, pero confunde a Jesús con
el jardinero. Viene la palabra de reconocimiento, el encuentro
y la advertencia de Jesús: no me toques más, que
aún no he subido al Padre. El mismo gozo del encuentro
se convierte en despedida: la hondura y fugacidad de
nuestro contacto con Jesús sobre la vieja tumba de la
historia.

• Corazón. Ciertamente, la escena no se entiende en
plano de discursos racionales. Hay un momento en que
dejamos de buscar imágenes sensibles, razones de la
mente. Simplemente «estamos», dejando que Jesús nos
llame, en la dulzura y fuerza de un encuentro que nos
hace diferentes. Este es el encuentro del amor, allí donde
Jesús, más allá de todos los discursos, viene a presentarse
como amigo que nos llama al corazón. Precisamente allí,
en el corazón, le conocemos y gozamos de su luz sobre el
viejo jardín de nuestra historia.

• Voluntad. Antes era una mujer llorosa, un varón roto.
Vagaba, divagaba y me perdía entre las ruinas. Sólo
tenía voluntad para perderme entre recuerdos viejos, justificaciones
egoístas y razones siempre repetidas. Ahora,
transformado por Jesús, puedo salir de la tumba en que
me hallaba para decir a mis hermanos (los hermanos de
Jesús) que el Cristo ya ha resucitado. De esa forma, yo, el
hombre perdido, naufragado en mis neurosis, vengo a ser
evangelista de la pascua de Jesús sobre la tierra.


En un sentido extenso, bajo el concepto de meditación
pueden entenderse otros tipos de oración, en clave
de interioridad trascendental y de encuentro con Jesús
en el mismo corazón. Aquí he desarrollado el
método ignaciano, el más conocido e influyente dentro de la Iglesia Católica.
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