San Marcos, evangelista de la felicidad 25.4.20. San Marcos, evangelio de la felicidad (Año de la Biblia)

Un evangelios para tiempos de eclosión de felicidad

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Estamos en un año (2020) que el Papa Francisco quiso que fuera año de la Palabra de Dios, tiempo de lectura de la Biblia "en salida", esto es, para irradiar en el mundo la Felicidad del Evangelio (Evagelii Gaudium 2013).

    Pero esta felicidad del evangelio,propia de San Marcos, ha sido en parte eclipsada por el Coronovarirus. Por eso, en este momento, en este día, quiero presentar presentar el evangelio de San Marcos como carta magna de la felicidad de Dios. Presentaré a Jesús como hombre feliz, y trazará el origen y sentido de su felicidad partiendo de bautismo.

(En este día quiero recordar de un modo especial la imagen veneciana de San Marcos, del XV d.C. traída a Corcubión/Fisterra por marinos gallegos; ante esa imagen, cuando era párroco D. Ramón (q.e.p.d.),gran amigo hablé de este evangelio a los vecinos de aquella parroquia, un día como este: 25.4.2970). La segunda imagen es de la Iglesia Copta, de Egipto y Etiopía, vinculada de un modo especial a San Marcos, icono 2 superior, con el Faro de Alejandría. Las demás imágenes son más conocidas, como la del Icono del duomo de Venecia. Algunos motivos de esta postal están inspirados en mi comentario al Evangelio de Marcos)

Jesús, un hombre feliz

Icono Copta Ortodoxa de San Marcos, Chatenay-Malabry, Hauts de ...

Tanto como el mensaje de las bienaventuranzas (Lc 6, 10‒26; Mt 5, 2‒11) importa la vida y testimonio de Jesús como bienaventurado, y en esa línea debemos compararle con los testigos de la felicidad del comienzo de este libro (Krisna y Buda), retomando y recreando (invirtiendo) el ejemplo de Job, el prototipo de la búsqueda de felicidad del Antiguo Testamento. Fue un hombre feliz.

 ‒ No fue un guerrero como Arjuna, un noble y excelso general, alguien que tuvo una crisis en medio de la guerra, para contemplar la felicidad de Dios más allá de la batalla. No fue tampoco un celota, como algunos han supuesto, un caudillo de la lucha militar anti romana, en la línea de los grandes guerreros de Israel, como Josué (conquistador), David (instaurador del Reino) o Judas Macabeo (restaurador de la independencia nacional) en línea política y religiosa. Fue un hombre feliz.

Ciertamente, la tradición cristiana le sitúa en la línea de David, y quizá él mismo se sintió heredero de unas esperanzas davídicas (muy extendidas por entonces en el pueblo). Pero aún en el caso de que fuera descendiente carnal de David (cf. Rom 1,3‒4), Jesús invirtió de forma radical la tarea y sentido de su reino, interpretándolo en claves de salud, comida y comunión entre los hombres. Fue un hombre feliz.

 ‒ No fue tampoco un gobernante poderoso, rey  de elevada alcurnia, como Gautama Sakiamuni (Buda).  No tuvo que abandonar el palacio por algún tipo de crisis familiar y económico/social como Job, no lo hizo para descubrir el dolor del hombre enfermo, anciano, muerto, como Buda, pues desde joven (niño) formó parte de un mundo de trabajo y opresión intensa, en momentos de gran crisis económico‒social y religiosa.

El bautismo de Jesús

Habiendo sido un tekton, obrero manual de construcción, campesino sin campo, artesano eventual, buscando la justicia de Dios, abandonó un día el trabajo, haciéndose discípulo de un profeta de penitencia, llamado Juan Bautista, pareciéndose en eso a Buda, que buscó también la luz de los brahmanes, pero tuvo que separarse al fin de ellos, recibiendo entonces su nueva iluminación junto al río Ganges, en Benarés. En una línea semejante, al separarse del Bautista, Jesús fue iluminado de un modo más alto al otro lado del río Jordán, cf. Mc 1, 9‒11). Fue un hombre feliz.

 ‒ No fue un profesional de la religión, como los sacerdotes de Jerusalén o los rabinos (un discípulo de escribas fariseos) que empezaban a “reconstruir” la identidad israelita, tras el fracaso de la “reforma” socio‒religiosa de los macabeos, sino un hombre de la tierra, heredero de las tradiciones populares de Israel; y en ese contexto, desde la problemática más honda de una vida en grandes cambios (en un contexto de contradicciones) pudo trazar un camino de humanidad reconciliada, a partir de una experiencia de Dios que se expresó en su acción de sanador y mensajero del Reino.

Icono religioso de San Marcos Evangelista: Amazon.es: Hogar

No mejoró las normas de la Ley de Dios, como harán después, desde el fin del siglo I d.C., los rabinos de la Misná. Tampoco escribió unos textos eruditos sobre la felicidad, como hizo en su tiempo L. A. Séneca, 4 a.C‒65 d.C. (De vita beata) o como hará después, en el siglo XIII, Santo Tomás de Aquino (Summa Theologica I‒II, De Beatitudine),un tratado genial,  genialmente comentado , en el siglo XVI, por Francisco de Vitoria, creador del Derecho Internacional, donde establece la igualdad de hombres y pueblos ante la felicidad. Fue un hombre feliz.

             Jesús no trazó unas leyes ni escribió un tratado para organizar jurídicamente la felicidad, pero fue un hombre feliz, un profeta y testigo mesiánico de la felicidad, entre los más infelices y pobres de su pueblo, y desde su propia experiencia pudo proclamar y extender para ellos y con ellos un camino de bienaventuranza entre los marginados y pobres de Galilea. No dijo cosas ajenas a su vida, sino que extendió el testimonio activo de su propia vida, y sólo así, como portador de la felicidad de Dios, pudo anunciar y extender un camino de bienaventuranza  mesiánica, desde la raíz del judaísmo. 

Fue un hombre feliz, y su felicidad fue inaugurada por la experiencia de su bautismo, en manos de la felicidad de Dios que le dijo: Tú eres mi Hijo, en ti tengo mi felicidad. 

Desde ese fondo ha entendido y presentado el evangelio de Marcos el bautismo de Jesús en un pasaje que debe entenderse como expresión de su identidad y misión, pues, aunque incluye elementos penitenciales (bautismo), apocalípticos (apertura del cielo, voz de Dios Padre) y carismáticos (el Espíritu de Dios), ha de entenderse ante todo como experiencia fundante de felicidad e iluminación activa misionera:

    Y sucedió en aquellos días que llegó Jesús desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán.  En cuanto salió del agua vio los cielos rasgados y al Espíritu descendiendo sobre él como paloma.  Se oyó entonces una voz desde los cielos: Tú eres mi Hijo Querido, en ti me he complacido (Mc 1, 9‒11; cf. Lc 3, 21‒22)

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             Está es la revelación iniciática de Jesús, una experiencia de felicidad y misión (en la línea de Is 6,1-13 y Jer 1, 4-19), que transformó y marcó toda su vida, en un lugar abierto, tras haber recibido el bautismo que Juan impartía a los penitentes que venían a “confesar sus pecados”, para vivir de esa manera arrepentidos. No fue una experiencia bautismal (vinculada al rito del agua de penitencia de Juan), sino post‒bautismal, tras haber salido del agua. Ella ha de verse desde el trasfondo de la historia de Israel; pero, al mismo tiempo, ella supera ese trasfondo, y así aparece como marca y signo de su nuevo nacimiento, de su encuentro personal con Dios y de su identidad como “Hijo querido”, aquel en quien Dios mismo se “complace”. Por eso fue un hombre feliz.

 Según eso, la vocación‒misión de Jesús ha de entenderse como eclosión de felicidad. Dios no le alumbró para que descubriera y confesara su pecado, ni le pidió que se arrepintiera y cambiara (como hacía Juan Bautista), sino que hizo algo distinto: Le nombró (=engendró) como su Hijo, llamándose así (¡tú eres mi Hijo!) y haciéndole testigo de su felicidad (en ti he puesto mi complacencia). Según eso, el protagonista de la escena no fue Jesús, llamando a Dios e invocando e invocando su presencia desde la niebla y lucha persistente de este mundo, sino Dios que llamó a Jesús, declarándole su Hijo, después que éste hubiera salido de las aguas del bautismo penitencial de Juan…

Evangelio de Marcos

Jesús aparece así en los evangelios como un renacido desde la felicidad de Dios, dejando atrás la etapa de iniciación, marcada por el peso del pecado, que él había querido llevar hasta el Jordán para bautizarse. Pues bien, al acabar ese camino, se le mostró Dios para revelarle que el pecado no era lo importante, pues Dios no le empezó diciendo con unas palabras cómo “yo te he perdonado, he limpiado tus pecados” (en la línea de Is 6), sino más bien “tú eres mi Hijo, en ti me he complacido”.  

Sólo entonces, superada la etapa en que Jesús pudo estar preocupado por temas de pecado, Dios se le revela en su verdad de amor y felicidad, de forma que ya no le dice “te perdono” (¡no tiene nada que perdonarle!), sino algo mucho más hondo: ¡Eres mi Hijo, en ti me he complacido); en esa línea, los mejores estudiosos de la religión han podido afirmar “Que Jesús se presente como un hombre que no experimenta la conciencia de pecado constituye un misterio psicológico”[1].

El bautismo de Jesús marca el comienzo de este “misterio psicológico” de Jesús, que se expresa en el hecho de que él no concibe la religión como experiencia de pecado y necesidad de conversión, sino como revelación más honda, más tranquila y más transformadora de la felicidad de Dios, esto es, de la vida, como he señalado ya en la introducción o primer capítulo de este libro. No está primero el pecado, con la exigencia de conversión y después la bienaventuranza, sino primero la bienaventuranza, que es el mismo Dios en la vida de los hombres, y después, a modo de consecuencia, puede y debe venir un tipo de conversión o transformación desde el amor.

Bautismo de Jesús | Familia Franciscana

Ésta es la experiencia clave del comienzo del mensaje de Jesús, tal como ha sido fijado en Mc 1,14‒15 y paralelos: El descubrimiento del Reino (presencia de Dios como gracia y felicidad) puede hacer que los hombres se conviertan, esto es, cambien de forma de pensar y sentido, de amar y gozar, como sigue diciendo todo el evangelio. Eso significa que no podemos comenzar por el pecado para superarlo encontrar así la felicidad, sino al contrario: Sólo desde la felicidad de Dios que es la vida podemos descubrir que hay un riesgo de pecado, y superarlo (convertirnos, cambiar de mente: Metanoia), no por miedo al castigo, sino por impulso y búsqueda de felicidad[2].

  Según la Biblia, en otro tiempo, Dios había ido ofreciendo su palabra y asistencia a ciertos hombres y mujeres, para que recorrieran un tramo en el camino de liberación o juicio de los hombres. Llamó a Abrahán, patriarca o caminante desde Mesopotamia (Gn 12,1-9), y luego a Moisés desde Egipto y en el Sinaí, confiándole su obra de liberación para Israel (Ex 3-4). Llamó igualmente a Isaías (Is 6), Jeremías (Jr 1) y otros muchos profetas. A pesar de eso, él seguía estando lejos de los hombres, sobre un trono de gloria y realidad inaccesible, irradiando su pavor (como he puesto de relieve en cap. 1). Sólo al fin, cuando llama a Jesús con voz engendradora de Padre, Dios se muestra totalmente feliz, encarnándose del todo en  un hombre, a quien nombra y llama, diciéndole: ¡Tú eres mi Hijo, en ti me he complacido! De esa manera, este fin (¡cuando llegó la plenitud de los tiempos! Gal 4, 4) se convierte en principio de la historia verdadera de los hombres.

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            Desde aquí pueden entenderse los restantes rasgos de la escena del bautismo, empezando por el hecho de que “los cielos se rasgan”, de manera que desaparece (se supera) la distancia que el Dios de Gen 1 había establecido al poner entre cielo y tierra, poniendo como divisoria una raquía (Gen 1, 7‒8), esto es, una bóveda o muro infranqueable. Pues bien, ahora se rompe ese muro de separación entre Dios y el hombre, como se rasgará después el velo del templo (Mc 15, 38), de forma que la felicidad de Dios será la de los hombres y viceversa.

Por eso, el Espíritu del cielo viene sobre Jesús, cumpliéndose aquello que Dios había simbolizado y prometido en Gen 2, 7, cuando inspiró su aliento en la vida de Adán, el ser humano, pero de tal forma que, ahora, culminando su gesto y presencia, Dios dice a Jesús y por él a los hombres: “Tú eres mi Hijo querido, en ti me he complacido”, esto es: En ti (en vosotros) tengo mi felicidad. Eso significa que el hombre es presencia/espíritu de Dios sobre la tierra. Ésta es la primera y más importante de las nuevas palabras de Dios, llegado el culmen de su creación, cuando él contempla todo y dice que todo es bueno, especialmente los seres humanos (Gen 1, 31).

   Éste es el Dios que mira y mirando crea, a través de su felicidad, de manera que los hombres no son simplemente buenos sino muy queridos, destinatarios y portadores de su felicidad[3].   Por eso, antes que libro de bienaventuranzas de los hombres, el evangelio es el libro de la bienaventuranza de Dios, pues en la base de la felicidad de los hombres está la de Dios que les dice: “Tú eres (vosotros sois) mi hijo querido, en ti (en vosotros) me he complacido”. Esta es la experiencia originaria (original) del cristianismo: El hombre nace de la felicidad de Dios (para ser feliz y hacer que Dios lo sea).

            Jesús había ido al Jordán como penitente, para recibir un bautismo de perdón e iniciar así una vida de arrepentimiento, pero, al salir del agua, cumplido el bautismo, descubrió que Dios no le quería penitente sino Hijo, portador de su paz creadora (Shalom) entre los hombres. Desde ese fondo ha de entenderse el hecho sorprendente de que  Jesús “obedezca”, esto es,  escuche y acepta la voz de Dios e inicia su tarea, como “hijo querido”, encarnación de la felicidad de Dios en el mundo (cf. Hbr 5, 8).

            He dicho que esto es lo más sorprendente. Resulta mucho más fácil ser mensajero de un Dios de ley, que ordena lo que has de hacer y haces, sometiéndote así a su dictado. Es más difícil (intenso) “obedecer” (escuchar) a un Dios que no manda desde fuera, sino que está en ti mismo y te dice: “eres testigo de mi felicidad, sé tú mismo, actúa como testigo y presencia de mi felicidad sobre la tiera”

Éste es el comienzo, raíz y sentido de las bienaventuranzas, buena nueva de Dios en la vida de los hombres, por encima de la interioridad separada de Krisna, del no‒deseo de Buda y de un tipo de simple restauración de la vida antigua, como en el caso de Job (cf. 42,7‒17). Esas palabras de Dios a Jesús (¡Tú eres mi Hijo, en ti me he complacido!) forman la introducción del evangelio de la felicidad en el comienzo de la historia mesiánica. No soy ley de conversión, ni absolución de un pecadaor, sino buena nueva de vida, esto es, un evangelio.

            Más allá del Dios‒Violencia, expresado en el talión del sacrificio y la venganza, esta palabra (¡eres mi Hijo, en ti me he complacido!) expresa el misterio del Dios felicidad, que por exceso de amor crea a los hombres. Más que Principio Terror, al que apelan los “amigos” de Job, Dios es felicidad beatificante, y de esa forma ama a los hombres y espera que ellos también ellos le amen (en la línea de Dt 6, 4‒6). Sólo este Dios que sabe amar (dar vida y gozar), diciendo a Jesús (diciéndonos) que tiene su gozo en amarle (en amarnos), puede ser feliz haciéndonos felices. 

Este principio de bienaventuranza creadora de Dios va en contra del pensamiento fundamental de occidente, formulado por Heráclito: “La Guerra es padre y rey de todos: a unos ha acreditado como dioses, a otros como hombres; a unos ha hecho esclavos, a otros libres” (cf. Hipolito, Refutatio IX, 9, 4). En contra ese principio de violencia que mantiene a hombres y dioses sometidos conforme a una ley de violencia fatal, Jesús sabe que el origen y padre de los hombres (y de los dioses, en el sentido que les daba Heráclito)  no es la guerra (como supone también Krisna), ni un tipo de Karma que devora todo lo que existe (Buda), sino el Dios de la felicidad de amor, que dice a Jesús (a cada uno de los hombres y mujeres): “Tú eres mi Hijo”. 

            Juan Bautista vivía en un nivel de penitencia (conversión), preocupado por las purificaciones (¡vinculadas a un a agua penitencial!); su ritual más hondo se encontraba limitado por el deseo ineficaz: ¡No soy siquiera digno de servirte, como hace el criado que ata y desata las sandalias de su amo! (Mc 1, 7-8). Jesús ha superado ese nivel de servidumbre, no es esclavo de dioses ni de los hombres, sino portador del gozo de Dios que le ha dicho ¡Eres mi Hijo, en ti me he complacido! A la luz de ese gozo ha sabido Jesús mirar, y de esa forma ha visto los cielos abiertos y el Espíritu como paloma descendiendo sobre él (Mc 1, 10).

            La misma felicidad amante de Dios (¡te quiero, en ti me he complacido!) es principio de generación (creación), convirtiendo a Jesús en el Más Fuerte, Iskhyroteros, en amor y no en violencia. Por eso, superando el agua de las purificaciones, y la tentación de un Diablo que es aquí también, como en el caso de Job, portador de violencia y dominio de unos sobre otros (cf. Mc 1, 12‒13), Jesús viene a Galilea diciendo a los hombres y mujeres que ellos puedan cambiar y curarse, pasando del odio y venganza a la felicidad, creyendo en Dios e instaurando así su Reino (Mc 1, 14‒15).

 NOTAS

[1] Así lo ha puesto de relieve A. Vázquez,  con A. Vergote: «Muchos hombres religiosos, incluso fundadores de religiones han pasado por una época de “pecado” pasando luego por una conversión generalmente seguida de una fase penitencial, alejada del trato con los pecadores, “huyendo” de la tentación. Jesús, en cambio, aparece con frecuencia rodeado de “impuros” y, dejándose invitar de publicanos y pecadores, sin importarle siquiera las críticas a que esto daba lugar; pero, por otro lado, no aparecen jamás atisbos de que haya tenido nunca la más mínima experiencia de sentimiento ni de conciencia de culpa que le llevase a pedir perdón a Dios. He aquí un caso único diferencial entre los grandes hombres religiosos de la humanidad, lo cual parece demostrar que Jesús no era un hombre simplemente religioso, sino que su estilo de ser religioso tenía un carácter “nuevo” e inédito lo mismo que su mensaje. “Que Jesús se presente como un hombre que no experimenta la conciencia de pecado constituye un misterio psicológico”” (A. Vázquez, Psicología de Jesús,  http://www.galiciadigital.com/opinion/autor.67.php, con cita de A. Vergote, 'Jesus de Nazareth sous le regard de la psychologie", en Explorations de 1'espace théologique, Univ. Press, Leuven   1900, 20).

[2] Éste ha sido el argumento básico de mi Historia de Jesús,  Verbo Divino, Estella 2015 y del Evangelio de Marcos,  Verbo Divino, Estella 2013.

[3] Sobre la creación por la “mirada” ha dicho San Juan de la cruz un apalabra definitiva: “Las criaturas son como un rastro del paso de Dios, por el cual se rastrea su grandeza, potencia y sabiduría. Según dice san Pablo, el Hijo de Dios es resplandor de su gloria y figura de su sustancia (Heb 1,3). Es, pues, de saber que con sola esta figura de su Hijo miró Dios todas las cosas, que fue darles el ser natural... El mirarlas mucho buenas (cf. Gen 1, 31) era hacerlas mucho buenas en el Verbo, su Hijo” (Cántico Espiritual B 5, 3.4).

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