"Me han iluminado tus escritos sobre el Magisterio de la Iglesia" Pikaza: "Gracias a Santiago Madrigal, muchos de nosotros nos sentimos mejor en la Iglesia"

Santiago Madrigal
Santiago Madrigal Comillas

Ha fallecido (7.9.23), de madrugada, a los 63 años, en plena madurez. Le conocí en su etapa de estudiante en Salamanca. Le dediqué una breve reseña en el Diccionario de Pensadores… Le pedí y me mandó gustoso una colaboración  sobre el compromiso de pobreza de los obispos en el Pacto de las Catacumbas.

Gracias, Santiago. Me han iluminado tus escritos sobre el Magisterio de la Iglesia.  Nos ha dejado enriquecidos con su vida y doctrina. Gracias a ti, muchos de nosotros nos sentimos mejor en la Iglesia.

  No te había dicho en vida lo mucho que nos has dado. En brazos de Dios estás, no necesitas ya que te lo diga.  

Vengo publicando en este Blog (RD, FB) una breve serie sobre los obispos. El  trabajo que me mandaste  sobre el ministerio episcopal, a partir de Pacto de las Catacumbas del Vaticano II, en el contexto de la teología y práctica eclesial de Ignacio de Loyola, matiza y completa lo que vengo diciendoen esa serie. Gracias de nuevo.  

Santiago Madrigal, SJ

Madrigal, Santiago (1960-2023). Teólogo católico español de la Compañía de Jesús. Ha estudiado en Frankfurt y es profesor de la Universidad de Comillas/Madrid. Se ha especializado en historia de la teología de la Iglesia en la Eclesiología, analizando la obra de autores como Ragusa y Segovia.

Ha estudiado los temas básicos de la Eclesiología del Vaticano II, analizando la naturaleza y funciones de la Iglesia, desde la perspectiva de las comunidades particulares y del cristianismo en su conjunto, en línea ecuménica. Entre sus obras, cf. La Eclesiología de Juan de Ragusa (Madrid 1995); El proyecto eclesiológico de Juan de Segovia (Madrid 2000); Vaticano II. Remembranza y actualización (Santander 2002); Memoria del Concilio: diez evocaciones del Vaticano II (Bilbao 2005); Iglesia es Caritas. La eclesiología teológica de Joseph Ratzinger. Benedicto XVI (Santander 2008) (más libros en Gogle)

El Pacto de las Catacumbas: «un espejo de pastores». Teología y praxis del ministerio episcopal  (X Pikaza y J. A. da Silva, El Pacto de las Catacumbas, VD, Estella   2013, págs. 141-156)          

El Pacto de las Catacumbas

  1. «Que la supeléctile (= el ajuar) del obispo sea vil y pobre»

 La primera vez que tuve noticia del documento que denominamos «Pacto de las Catacumbas» mi memoria voló hacia ese pasaje del libro de los Ejercicios espirituales de S. Ignacio que trata de las reglas para distribuir limosnas. En la séptima y última se recomienda imitar lo más de cerca «a nuestro sumo pontífice, dechado y regla nuestra, que es nuestro Señor».

La consideración que sigue suena en estos acordes: «Conforme a lo cual, el tercero concilio Cartaginense (en el cual estuvo santo Agustín) determina y manda que la supeléctile del obispo sea vil y pobre»[1].

El latinismo «supeléctile» significa ajuar y esta disposición, tomada de los estatutos eclesiásticos que la tradición dirigía al obispo, era una norma general y ejemplar aplicable a toda la Iglesia. En este sentido la emplea el Santo de Loyola, que añade al punto: «Lo mismo se debe concluir en todos modos de vivir, mirando y proporcionando la condición y estado de las personas».

Santiago Madrigal, SJ

El Concilio de Trento se hizo eco de aquella misma recomendación, preocupado como estaba en la reforma de la vida y costumbres de los pastores[2], condición indispensable para la renovación de todo el pueblo de Dios. De otra manera y en unas circunstancias históricas muy diferentes, el Concilio Vaticano II iba a hacer del ministerio episcopal uno de sus temas principales. Sirva de punto de partida un episodio. Corría el 3 de diciembre de 1962. En el marco de la congregación general de aquel día los padres conciliares estaban debatiendo el esquema Sobre la Iglesia.

El cardenal Léger señaló las limitaciones de un texto que estaba llamado a ser el quicio del Concilio Vaticano II, donde ocupaba un lugar de excepción el capítulo sobre el episcopado. Más tarde tomó la palabra Monseñor D. Hurley, obispo de Durban (Sudáfrica), para hacer algunas precisiones sobre el carácter pastoral del Concilio: no era el momento de definir verdades sino de renovar la actividad pastoral de la Iglesia. Pablo se atrevió a predicar el Evangelio en el lenguaje de los griegos. Los doctores medievales se atrevieron a expresar la fe cristiana en los conceptos y en el vocabulario escolástico. El Concilio debía hablar de una manera que permitiera un verdadero impulso a la predicación del Evangelio en el mundo de hoy.

En este contexto reparo sobre el que es el objeto de estas reflexiones: el mundo y la Iglesia de hoy necesitan un nuevo tipo de obispo, de la misma manera que Trento trabajó para perfilar la identidad de un pastor acorde a las necesidades de aquellos momentos y de aquellas circunstancias marcadas por la emergencia del renacimiento humanista. Como ejemplo citó a S. Carlos Borromeo, para concluir: la sociedad moderna es muy distinta, y nuestro mundo, que vive cada vez más de espaldas a la religión, demanda un nuevo tipo de pastor más evangélico[3]. 

Santiago Madrigal, SJ

Este episodio conciliar sugiere una doble consideración. Por un lado, la interconexión que existe entre las propuestas doctrinales y las realidades históricas, es decir, entre la teología y la praxis del ministerio episcopal, de modo que es necesario destilar aquellos elementos doctrinales permanentes que perfilan el sentido de este ministerio en medio de las variaciones de su realización histórica. En segundo término, el Concilio Vaticano II representa un momento singular como impulsor de la doctrina sobre el episcopado en el marco de una genuina reflexión sobre la Iglesia.

Por ello, mi exposición avanza en dos momentos, uno histórico y otro de naturaleza sistemática. Estas reflexiones quieren, finalmente, señalar que las trece proposiciones que componen el llamado Pacto de las Catacumbas constituyen un epítome de la teología del ministerio episcopal desarrollada por el Vaticano II, o, dicho de otra manera: un compendio de lo que se conoce en la historia de la teología con el nombre de «espejo de pastores». 

Santiago Madrigal, SJ

  1. En la estela del género teológico «espejo de pastores»: el tipo ideal de obispo

No puede ser nuestro objetivo repasar la historia de la Iglesia y todas las vicisitudes que ha conocido el ministerio de los obispos desde sus menciones más antiguas en el Nuevo Testamento hasta nuestros días. En sus orígenes se comprueba que en los nuevos territorios de la misión cristiana, tras el paso de los Apóstoles, se hizo necesaria la presencia de líderes que desempeñaran una dirección espiritual en las nuevas comunidades y organizaran su vida. Las cartas pastorales nos hablan de un rito de imposición de las manos como signo de la transmisión de ese ministerio.

En estos escritos tardíos del canon aparecen recomendaciones acerca de las cualidades que deben adornar a obispos y diáconos. A lo largo del siglo II se fue abriendo paso el modelo del llamado episcopado monárquico que va ligado al nombre del obispo y mártir Ignacio de Antioquía. En sus cartas aparece el obispo como principio de unidad y como presidente de la eucaristía de la comunidad local, asistido por presbíteros y diáconos.

  1. a) «Quien desea obispado desea buen trabajo» (1 Tim 3,1)

Uno de los primeros ejemplos de reflexión sobre el modelo ideal de obispo nos lo brinda la Regla pastoral de S. Gregorio Magno (540-604), que advierte de algunos peligros con palabras rotundas: «Hay dentro de la Iglesia algunos que, bajo pretexto del gobierno, codician la gloria del honor, apetecen parecer doctores, desean sobresalir de entre los demás y, como dice la Verdad (Mt 23,7), buscan ser saludados en la plaza, los primeros asientos en los banquetes y las primeras sillas en las sinagogas. Los cuales tanto menos dignamente pueden desempeñar el oficio pastoral, cuanto que por la sola vanagloria vinieron a este magisterio de humildad; pues en este magisterio, la misma lengua se contradice cuando se predica una cosa y se enseña otra»[4].

Un poco más adelante la Regla pastoral reprende a los que apelan arteramente al dicho paulino, Quien desea obispado, desea un buen trabajo, recordándoles el precepto al que va indisolublemente unido: Por consiguiente, es necesario que un obispo sea irreprensible; y pasa a enumerar las virtudes que son necesarias y ponen de manifiesto en qué consiste el que sea irreprensible; en otras palabras: «aplaude con el deseo, pero también atemoriza con su precepto»[5]. La principal instrucción que sirve de fundamento al capítulo dedicado a la vida del pastor de almas suena así:

«El prelado debe ser siempre el primero en el obrar, para, con su ejemplo, mostrar a los súbditos el camino de la vida, y para que la grey que sigue la voz y costumbres del pastor camine guiada por los ejemplos más bien que por las palabras; pues quien, por deber de su puesto, tiene que decir cosas grandes, por el mismo deber viene obligado a mostrarlas; que más agradablemente penetra los corazones de los oyentes la palabra que lleva el aval de la vida del que habla, porque a la vez que, hablando, manda, ayuda a hacerlo mostrándolo con las obras»[6].

No sería difícil, siguiendo la estela de la Regla pastoral, señalar las cualidades principales de un buen obispo desde los orígenes y que siguen siendo decisivas también a día de hoy: enraizamiento personal en el Evangelio, experiencia profunda de lo humano, capacidad y madurez de juicio, dotes para la organización, compromiso hacia los más pobres y necesitados. Es éste un ejercicio mental que emprendemos cada vez que se aproxima un cambio al frente de una diócesis. Hacemos cábalas sobre personas y sobre cualidades. Los mensajes del Papa Francisco acerca del estilo de los ministros de la Iglesia suministran elementos muy gráficos: nada de carrerismo, que sea un pastor, un sacerdote que huela a oveja, una persona humilde y cercana, con espíritu de conversión pastoral y sin querencias al clericalismo, que ejerza su papel de hermano mayor y de centro de la comunión diocesana, que trabaje colegialmente con sus hermanos obispos. Sin saberlo, de esta manera estamos prolongando un género literario de naturaleza teológica y pastoral, de honda raigambre, el «espejo de pastores» (speculum pastorum), que sigue el patrón de los espejos de príncipes o de papas, como intentos de fijar en cada uno de esos niveles un modelo ideal de gobierno.

Y bien, ¿qué hace bueno a un obispo? Quisiera responder a este interrogante con un par de ejemplos tomados de la historia. El primero corresponde a la comprensión del ministerio episcopal del teólogo Sto. Tomás de Aquino; el segundo, el Speculum pastorum de Bartolomé Carranza, obispo y teólogo, nos sitúa en la etapa de Trento. Esta doble hoja de contraste nos ayudará a calibrar mejor la aportación del último Concilio al aggiornamento del ministerio episcopal.

  1. b) El modelo episcopal de Tomás de Aquino: «Timonel en medio de la tormenta»

Aunque situada históricamente en la Iglesia medieval del siglo XIII, la reflexión de Sto. Tomás conserva su valor en la medida en que ofrece una visión del ministerio de los obispos que trasciende las circunstancias históricas de la época feudal y exhibe destellos del fulgor de sus orígenes apostólicos[7].Tomás ha vivido tiempos de cambios profundos, marcados por el intento de emancipación burguesa frente a las estructuras jerárquicas feudales dominadas por la nobleza y el clero. En el interior de la Iglesia bullían los movimientos inspirados por Joaquín de Fiore y por las nuevas tendencias de valdenses y albigenses que, con su propuesta de retorno a la Iglesia pobre de los orígenes, cuestionaban radicalmente la estructura institucional de una Iglesia poderosa. El joven Tomás se había enrolado en el movimiento de renovación de la orden de predicadores iniciado por Domingo de Guzmán. Su eclesiología tiene una clara estructura encarnatoria, que le permite escapar tanto a la unilateralidad espiritualista como a la institucional; su visión, fundada sobre la fe y sobre los sacramentos, culmina en una noción sacramental y eucarística de la Iglesia. Éste es el marco en el que ha desarrollado el carácter espiritual y pastoral del ministerio episcopal.

Santiago Madrigal, SJ

Siguiendo a Pablo, el Doctor communis señala que la tarea principal del ministerio episcopal es el anuncio del Evangelio, el oficio de enseñar, que inscribe en la doctrina de la plenitud de la vida cristiana marcada por el amor, pues «quien permanece en el amor, permanece en Dios» (1 Jn 4, 16). Así coloca a los obispos en el estado de perfección, en el sentido de que su tarea es procurar la santificación de sus hermanos. Esta visión pastoral del ministerio episcopal se funda en las palabras que el Señor dirigió a Pedro: «Apacienta mis ovejas» (Jn 21, 27). El modelo es el del buen pastor que «da la vida por las ovejas» (Jn 10, 11). Por consiguiente, el título de «obispo» no es ningún título honorífico, sino el nombre para una tarea (nomen operis). El obispo está llamado a ejercer una supervisión, no en el mero sentido de vigilancia sino de cuidadosa preocupación. Su presidencia (praesse) es un servicio a los otros (prodesse).

Tomás ha querido reconducir aquella figura histórica del ministerio episcopal, —encasillada penosamente en el cuadro de los estamentos jerárquicos del régimen feudal—, a su forma apostólica original de estamento espiritual: por la ordenación el obispo es constituido en pastor de la Iglesia que le ha sido confiada, y su vida queda orientada totalmente en la línea del servicio y, siguiendo el ejemplo de los Apóstoles, deberá estar preparado para dar su vida hasta el martirio. Esta insistencia en «el carácter pastoral del ministerio de presidencia del obispo, según la imagen del buen pastor que da la vida por su rebaño», constituye el núcleo del espejo de pastor que ofrece el Doctor angélico[8]. Además, esa visión pastoral y espiritual del ministerio episcopal conoce otro criterio de verificación en la atención a los más pobres y en un estilo de vida pobre. 

Pedro Lombardo ha tenido un influjo decisivo en la configuración de la teología medieval del sacramento del orden, poniendo el criterio decisivo del orden en su relación con la eucaristía. De ahí se deriva su tesis central: por relación a la eucaristía, el obispo no «puede más» que un presbítero; este planteamiento ha condicionado decisivamente la comprensión del ministerio episcopal, al que no se le reconoce un carácter sacramental. La realidad del episcopado quedaba situada en el ámbito de las dignidades u oficios. Ésta es la postura que Tomás ha sostenido en su Comentario a las Sentencias: hay tres órdenes sacros (sacerdote, diácono, subdiácono) en razón de su relación peculiar con la eucaristía. Sin embargo, Tomás ha seguido reflexionando acerca del oficio episcopal en sus obras más tardías.

Su estudio de los testimonios de la Escritura y de la Tradición le ha permitido ir un poco más allá a la hora de fundamentar la distinción entre los obispos y los presbíteros. Su escrito De perfectione vitae spiritualis plantea la cuestión de la sacramentalidad de la ordenación episcopal de una manera más diferenciada: aun cuando el obispo, por relación al corpus Christi verum (la ecucaristía), no tenga más potestad que el simple presbítero, ostenta una potestad más alta respecto al corpus Christi mysticum que es la Iglesia. A la luz de estas consideraciones, dirá que el episcopado constituye un «grado en el orden»[9]. Así, está formulando la supremacía del ministerio episcopal respecto de la eucaristía como ordo, es decir, conforme a lo prescrito por Ignacio de Antioquía: la celebración de la eucaristía debe tener lugar en comunión con el obispo.

Dejemos apuntada la cuestión que, como veremos, Trento dejó irresuelta y llegó hasta el Vaticano II: ¿confiere la ordenación episcopal un carácter sacramental? Más allá de sus límites o ambigüedades la doctrina tomista del ministerio episcopal rezuma este mensaje: los pastores de la Iglesia, en tiempos de crisis, han de saber gobernar esta barca en medio de la tormenta según el arte del buen timonel, es decir, ejercitando lo que Pablo denominaba el buen gobierno (kybernesis) (cf. 1 Cor 12, 28). Y en un horizonte escatológico, él es también el esposo de la Iglesia, que en la celebración litúrgica anticipa la celebración celestial del banquete nupcial, a sabiendas de que el Señor, a quien obedecen el viento y el mar, sigue guiando su barca (Mc 4, 41).

  1. c) El «espejo de pastores» de Bartolomé Carranza

El Speculum pastorum de Fray Bartolomé Carranza es una obra de pequeña extensión que describe de manera sobria y precisa la función de obispos y presbíteros a la luz de la Escritura, los Padres y los concilios. La había redactado este notable teólogo dominico durante su estancia en el Concilio de Trento, entre 1551-1552, antes de ser nombrado arzobispo de Toledo. Cierto es, por lo demás, que sólo habían transcurrido seis meses de su toma de posesión cuando fue apresado por la Inquisición[10]. El libro es, en medio de aquellos «tiempos recios», un exponente excepcional de la preocupación por la formación de un nuevo tipo ideal de obispo, pastor y apóstol, que caracteriza la reforma católica emprendida en Trento.

Carranza ya había escrito un opúsculo para mostrar la necesidad de la residencia personal de los obispos en sus diócesis para que cumpliesen con sus oficios. Al comienzo del libro nombra las cuatro disposiciones previas requeridas para el acceso al ministerio episcopal: la fe, la caridad, la santidad, la ciencia. A continuación precisa la vía por la que se accede al episcopado: esa puerta es Cristo, cuyas palabras (cf. Jn 10, 1-3), permiten distinguir al legítimo pastor del ilegítimo, ladrón o mercenario, es decir, no promovido por la elección divina y canónica sino por la fuerza o por la tasa simoníaca. La sección de más amplio desarrollo explaya las nueve funciones de los obispos[11]. 

El teólogo dominico encarecía, en primer término, la obligación de trabajar sin descanso, orando por el pueblo. No podemos entretenernos glosando todas las funciones, pero hay que destacar el relieve dado a la predicación, como subrayó Trento: «el oficio propio y principal de los obispos es enseñar y predicar el Evangelio de Cristo»[12]. La tercera función episcopal es la de administrar los sacramentos, dos de los cuales, la confirmación y el orden, están reservados al obispo. Nuestro dominico escribe espléndidas páginas sobre los otros oficios hasta completar un novenario: la caridad corporal y la distribución de los bienes de que pueda disponer; administrar justicia dictando sentencias en los litigios que puedan surgir entre los fieles; visitar asiduamente la diócesis; vigilar la grey; nombrar ministros y distribuirlos por las parroquias de su diócesis; consagrar y bendecir. Tras examinar la responsabilidad episcopal abre una reflexión acerca de los otros ministros de la Iglesia: el sacerdocio o presbiterado, diáconos, párrocos y coadjutores. En este momento aborda la cuestión clásica relativa a la distinción entre obispos y presbíteros. Escribe al respecto:

«Como en los Apóstoles se dio la forma de los obispos, en los 72 discípulos se dio la de los presbíteros de segundo orden; y como los 72 fueron inferiores a los Apóstoles y sus coadjutores, así los simples sacerdotes son inferiores a los obispos por divina institución, no sólo en potestad de jurisdicción sino también en orden. Pues muchas cosas pueden hacer los obispos a los que no alcanza la facultad de los sacerdotes, y esto es principalmente en la dispensación de los sacramentos»[13].

Para el arzobispo toledano, «el episcopado es una dignidad de grado más excelente que todos en el orden sacerdotal y al cual van anejos los oficios más eminentes»[14]. En estas líneas queda plasmada la conciencia teológica de la época tridentina, que afirmaba la superioridad del episcopado sobre el presbiterado sin dar con la clave de la más antigua tradición litúrgica y patrística: la sacramentalidad del episcopado, como «plenitud» del sacramento del orden.

  1. El ministerio de los obispos en el Concilio Vaticano II

El Vaticano II no pretendía esbozar una nueva teología del episcopado, sino esclarecer a la luz de la tradición bíblica, patrística y litúrgica algunas cuestiones abiertas, como la concerniente a la homología o distinción entre presbíteros y obispos, completando al mismo tiempo la obra del Vaticano I unilateralmente centrada en las prerrogativas del ministerio papal.

  1. a) El aggiornamento del modelo episcopal

En octubre de 1963, Monseñor Hurley, a la vista del debate conciliar sobre el episcopado, resumía la situación eclesiológica heredada en estos términos: en aras del aggiornamento la imagen del obispo, desfigurada por las circunstancias históricas y por la corrosión teológica, estaba necesitando una redefinición. Frente al galicanismo y al josefinismo Roma había reaccionado con una evidente afirmación de la autoridad papal. La erosión teológica era efecto de la distinción entre el poder sacramental y el poder de jurisdicción de un obispo. Esta estricta distinción introducía la idea de que la autoridad de un obispo no procedía del sacramento del orden sino de una delegación papal. La tesis al servicio del aggiornamento sonaba así: por la ordenación episcopal una persona pasa a ser miembro de un cuerpo llamado colegio episcopal y recibe así su poder directamente de Cristo, no del papa, aunque el papa, como cabeza del colegio, tiene el derecho de indicarle dónde y cómo puede ejercer esa autoridad. Además, reunidos como colegio y en su calidad de sucesores de los obispos, todos los obispos son corporativamente responsables de la evangelización[15].

Esta doctrina teológica del ministerio episcopal no se podía desentender de su ejercicio práctico. Y hubo un grupo informal de padres conciliares, denominado «Obispo del Vaticano II», que se reunía regularmente para reflexionar acerca del ejercicio del ministerio episcopal en un mundo caracterizado por la diversidad cultural, económica y social, y por los problemas del subdesarrollo y de la secularización[16]. Sus esfuerzos, articulados en un espejo de obispo que pivota sobre la tríada maestro-pontífice-pastor, han acompañado la maduración de los dos textos de referencia para la renovación del ministerio episcopal: el capítulo III de la constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, y el decreto Christus Dominus, sobre la tarea pastoral de los obispos.

La doctrina teológica sobre el episcopado se sustancia en estos principios: el ministerio episcopal como servicio (diakonia, ministerium; cf. LG III, 18.24); la consagración episcopal representa la plenitud del sacramento del orden (cf. LG III, 21); el colegio episcopal sucede al grupo de los Apóstoles en su misión (cf. LG III, 19-22); el ejercicio de la tarea del obispo se articula conforme a las tres funciones (munera, ministeria): maestro, sacerdote, pastor (cf. LG III, 25-27). Desarrollemos estas líneas directrices indicando su avance doctrinal por relación a la encuesta histórica precedente.

  1. b) Bases teológicas del ministerio episcopal

A diferencia de la teología escolástica que situaba el problema del ministerio y de la ordenación en el horizonte de la doctrina de los sacramentos, la doctrina conciliar adopta una perspectiva teológica mucho más amplia, donde la teología trinitaria y la eclesiología ofrecen el marco de comprensión en el que se establece la conexión del ministerio ordenado con el ministerio y la persona de Cristo, como fundamento de la compresión teológica (ontología) y la misión pastoral (función) del obispo en la Iglesia. Decisiva resulta esta afirmación: «en los obispos se hace presente en medio de los creyentes nuestro Señor Jesucristo, Sumo Sacerdote» (LG III, 21).

Santiago Madrigal, SJ

Ministros al servicio de sus hermanos y testigos de la misión de Cristo

El capítulo III de la constitución sobre la Iglesia se deja dividir en dos secciones: la primera (18-23) contiene una reflexión sobre el episcopado en general (institución, sucesión apostólica, sacramentalidad, colegialidad, relación primado-episcopado), mientras que la segunda (24-29) se concentra en la tarea del obispo en su Iglesia local o diócesis, desplegando la reflexión sobre su función de enseñar, santificar y gobernar, añadiendo una consideración sobre sus colaboradores (presbíteros y diáconos). Ahora bien, los parágrafos que introducen una y otra sección, es decir, el número 18 y el número 24, convienen en la doble idea de servicio y misión: los obispos son ministros al servicio de sus hermanos y partícipes de la misión de Cristo. Esta clave de comprensión recapitula el sentido de la obra mesiánica de Jesús de Nazaret, que «no vino a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10, 45); por otro lado, Él envió a sus Apóstoles «lo mismo que Él había sido enviado por el Padre» (cf. Jn 20, 21). Con palabras del texto conciliar:

«Los obispos, como sucesores de los Apóstoles, recibieron del Señor la misión de enseñar a todos los pueblos y de predicar el Evangelio a todas las criaturas. Para realizar esta misión, Cristo el Señor prometió a los Apóstoles el Espíritu Santo y lo envió el día de Pentecostés para que con su poder fueran testigos ante las gentes. Esta función, que el Señor confió a los pastores de su pueblo, es un verdadero servicio que en la Escritura recibe significativamente el nombre de diaconía o ministerio (cf. Hech 1,17.25; 21,29; Rom 11, 31; 1 Tim 3,12)» (LG III, 24).

A la luz del testimonio bíblico el Vaticano II describe los ministerios en la Iglesia no como formas de dominio, sino en términos de servicio: «para dirigir al pueblo de Dios y hacerle progresar siempre, Cristo el Señor instituyó en la Iglesia diversos ministerios ordenados al bien común de todo el cuerpo; los ministros que poseen la sagrada potestad están al servicio de sus hermanos» (LG III, 18). Este ministerio de los obispos, que es carisma de presidencia en el entramado de los carismas de la Iglesia, tiene el cometido especial de garantizar por la fuerza del Espíritu de Pentecostés la verdad de la fe y del genuino testimonio apostólico. En este sentido, dice el decreto sobre el apostolado seglar: «a los Apóstoles y sus sucesores les confió Cristo la función de enseñar, santificar y gobernar en su propio nombre y autoridad» (AA 2).

Plenitud del sacramento del orden: en representación de Cristo

Esta afirmación nos sitúa ante una comprensión sacramental del ministerio episcopal como representación de Cristo (in persona Christi): la acción del Espíritu Santo en el rito de la consagración sanciona la dimensión carismática del episcopado y expresa su radicación última en el misterio trinitario. Además, el Concilio ha tomado postura en la cuestión discutida desde la época medieval acerca de si el episcopado era un sacramento, cuando dice que «por la consagración episcopal se recibe la plenitud del sacramento del orden» (LG III, 21). Esta cláusula se corrobora con el lenguaje de la liturgia y de los padres que hablaban en términos de «sumo sacerdocio» o de «cumbre del ministerio sagrado».

Al afirmar la sacramentalidad de la consagración episcopal zanja una cuestión largamente debatida en la historia. El Vaticano II ha querido ir más allá de Trento, que se había movido en la indeterminación. Trento definió ciertamente la sacramentalidad del orden y estableció el rango primordial del episcopado en la escala jerárquica, esto es, la superioridad de los obispos sobre los presbíteros basada en la prerrogativa sobre los sacramentos de la confirmación y del orden (como estipulaba Carranza), pero sin afirmar explícitamente la sacramentalidad del episcopado ni que su superioridad respecto al presbiterado tuviera un origen sacramental[17]. Añadamos otro elemento doctrinal sobre el que hemos de volver enseguida: que el ministerio de los obispos es sacramental significa que «la consagración confiere, junto con la función de santificar, también las funciones de enseñar y gobernar». Los obispos hacen presente a Cristo, Maestro, Pastor y Sacerdote, y actúan en su nombre. No son meros vicarios de los Papas; son, en virtud del carácter sacramental de la consagración episcopal, vicarios y legados de Cristo (cf. LG III, 27), no de manera individual, sino colegial, como sucesores de los Apóstoles.

La condición colegial del episcopado: la sucesión apostólica

El Concilio ha fundado el origen del ministerio episcopal en la voluntad de Jesucristo que ha instituido el grupo de los Doce y los ha enviado en misión. El obispo individual no se entiende en una imaginaria cadena de sucesión que enlazaría con uno de los primeros apóstoles. Su lógica es esta otra: el colegio episcopal como totalidad es el que sucede al círculo de los Apóstoles, que fue instituido por el Señor «a modo de colegio o de grupo estable», teniendo a Pedro como cabeza (cf. LG III, 19.22). La misión que Cristo había confiado a los Apóstoles es un encargo llamado a durar hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 28, 20); en este sentido, el texto conciliar añade otro elemento doctrinal: «por institución divina los obispos han sucedido a los Apóstoles como pastores de la Iglesia» (LG III, 20).

La sucesión ha quedado anudada al colegio. Y el Concilio recurre al ejemplo de la vida de la Iglesia antigua para poner de manifiesto el carácter y la naturaleza colegial del orden episcopal, es decir, los «lazos de unidad, de amor  y de paz» que se daban entre los obispos de todo el mundo con el Obispo de Roma, que se expresaban asimismo en los concilios ecuménicos, o en la misma práctica de invitar a varios obispos a participar en la consagración de un nuevo obispo. Porque «son los obispos los que acogen en el cuerpo episcopal, por medio del sacramento del orden, a los nuevos elegidos» (LG III, 21). Por otro lado, la historia de la redacción del texto registra la vinculación que se ha ido estableciendo de modo progresivo entre la colegialidad y la sacramentalidad episcopal. Esta lógica culmina en esta afirmación: «uno queda constituido miembro del colegio episcopal en virtud de la consagración episcopal y por la comunión jerárquica con la cabeza y con los miembros del colegio» (LG III, 22). Enseguida examinaremos esta última observación[18].

 El ejercicio de los tria munera en vinculación a una Iglesia local

La sacra potestas del obispo es participación en el triple ministerio de Cristo, Maestro, Sacerdote, Pastor; por el sacramento del orden se convierte en heraldo del Evangelio y maestro que predica al pueblo con la autoridad de Cristo, en administrador de la gracia del supremo sacerdocio, que gobierna como vicario de Cristo una Iglesia local. Ahora bien, las funciones de enseñar, santificar y gobernar, «por su propia naturaleza, no pueden ejercerse sino en comunión jerárquica con la cabeza y con los miembros del colegio episcopal» (LG III, 22).

El Vaticano II, en vez de utilizar la distinción clásica potestas ordinis y potestas iurisdictionis, trabaja con la tríada que diseñan las tres funciones primordiales (tria munera) que Cristo realizó al servicio de la humanidad: ministerio profético, ministerio regio o pastoral, ministerio sacerdotal. Esta trilogía tiene una gran capacidad explicativa de la obra mesiánica de Cristo, puesto que asume su acción reveladora, redentora y santificadora al servicio de la humanidad. Si ésta es la triple tarea que ha de prolongar la Iglesia en su conjunto, las tres figuras de maestro, pastor, sacerdote, encarnan las formas fundamentales en las que el episcopado debe llevar a cabo su misión en la Iglesia local que le ha sido asignada. La radicación de estas tres funciones en la sacramentalidad de la consagración episcopal permite restablecer la unidad interna entre orden y jurisdicción que se había roto durante la Edad Media. No obstante, el texto conciliar precisa una segunda condición para el ejercicio de la potestas sacra: la comunión con el colegio y con su cabeza.

En torno al obispo se reúne a una porción del pueblo de Dios, Iglesia local o diocesana (cf. CD 11), por medio del anuncio del Evangelio y en la celebración de los sacramentos. Esta realidad de la communio fidelium encuentra su expresión más densa en la comunión del altar y de la mesa eucarística. La celebración de la única eucaristía establece la unidad más profunda entre las distintas Iglesias locales o particulares (communio ecclesiarum). Esta comunión, nacida de la participación en la única eucaristía, se expresa ya en la comunión de los obispos, que no han de ser considerados como individuos aislados, sino que forman dentro de la Iglesia un único colegio, un cuerpo, el orden de los obispos. La colegialidad episcopal es el aspecto ministerial externo y visible de esa comunión o unidad sacramental que reina entre las Iglesias locales. La renovación doctrinal de la teología del episcopado ha redundado en una profundización en la teología de la Iglesia local.

  1. Conclusión: «La amistad con los pobres nos hace amigos del Rey eterno»

El Concilio no sólo consiguió un nuevo modo pastoral de proponer la doctrina de la fe, sino que impulsó un desarrollo doctrinal en torno a cuestiones que estaban desde la Iglesia antigua y medieval más o menos abiertas, como hemos comprobado para el caso de la sacramentalidad del episcopado. La eclesiología conciliar ha seguido madurando y produciendo nuevos frutos[19]. Pero nuestra mirada se dirige, finalmente, al Pacto de las Catacumbas, donde se plasma de manera ejemplar cómo aquella teoría apuntaba a la práctica.

Si existen espejos de pastores es porque la buena teoría no siempre se traduce a la praxis más ejemplar y evangélica. En los textos del Vaticano II se perfila un modelo teórico que está llamado a encarnarse —a veces en pugna con modelos fenecidos— en la realidad concreta y diversa de la Iglesia de hoy, en medio de las difíciles circunstancias de nuestro tiempo. Porque en perspectiva sincrónica, contemplando la amplia redondez de nuestro planeta, hay muchas situaciones episcopales bajo diversos conceptos: en razón del tamaño de una diócesis, pues hay macrodiócesis que cuentan con varios obispos auxiliares y microdiócesis con un reducido número de fieles; en razón del número de sacerdotes y diáconos y otros colaboradores, suficiente o escaso; en razón de la tradición histórica, es decir, diócesis con un gran acervo cultural y patrimonio cristiano, y diócesis o Iglesias muy nuevas; en razón de la situación socio-política y religiosa, sea en países democráticos o totalitarios, sea en zonas del globo altamente industrializadas y prósperas o en zonas de subdesarrollo y extrema pobreza, sea en latitudes donde predominan otras religiones y el cristianismo es minoritario.

De estas preocupaciones han surgido las trece proposiciones que componen el Pacto de las Catacumbas en esa su condición de «espejo de pastores»[20]. No es nuestro objetivo proceder a una exégesis de todas y cada una de ellas. Más bien, la intención perseguida en estas páginas ha sido ofrecer un cuadro histórico y teológico para su interpretación. A esta luz merece la pena reflotar algunas de sus tesis, que sirven como epítome de una teología y praxis del ministerio episcopal en la estela del Vaticano II. 

  Sus tres primeras proposiciones enlazan con el imperativo formulado en nuestro punto de partida, el ajuar del obispo debe ser vil y pobre: (1) trataremos de vivir según el modo ordinario de nuestras poblaciones en cuanto concierne a habitación, comida, medios de transporte y similares; (2) renunciamos para siempre a la apariencia y realidad de la riqueza, especialmente en los vestidos (telas ricas, colores llamativos), a las insignias de materias preciosas; (3) no poseeremos ni bienes muebles ni inmuebles, ni cuentas en el Banco puestas a nuestro nombre.

La teología del ministerio guiada por la idea de servicio se da la mano con esa otra renuncia que expresa la quinta proposición: rehusamos ser llamados de palabra o por escrito con títulos o nombre que signifiquen grandeza o poder. Preferimos que se nos llame con el nombre evangélico de “Padre”. El criterio de la exigencias de justicia y de la caridad orientará, como se dice en la proposición octava, la dedicación de los necesarios esfuerzos «al trabajo apostólico y pastoral de las personas y grupos trabajadores económicamente débiles o subdesarrollados».

TRAS LAS HUELLAS DEL CONCILIO | SANTIAGO MADRIGAL | Casa del Libro Colombia

Finalmente, el principio de colegialidad subrayado por el Vaticano II encuentra una forma específica de concretarse en el doble compromiso de participar «en los gastos urgentes de los episcopados de naciones pobres» y de favorecer «la puesta en marcha de estructuras económicas y culturales que permitan a las masas pobres salir de su miseria».

Hemos partido de unas palabras del Santo de Loyola. En una de sus cartas, aquella que pasa por ser la carta de la pobreza, redondea aquellos pensamientos con una reflexión en la que la existencia del colegio episcopal queda anudada con la pobreza y puede servir de corolario a estas reflexiones sobre la tarea y ministerio de los obispos[21]: «Son tan grandes los pobres en la presencia divina, que principalmente para ellos fue enviado Jesucristo a la tierra (…). Y tanto los prefirió a los ricos, que quiso Jesucristo elegir todo el santísimo colegio de entre los pobres, y vivir y conversar con ellos, dejarlos por príncipes de su Iglesia, constituirlos por jueces sobre las doce tribus de Israel, es decir, de todos los fieles. Los pobres serán sus asesores. Tan excelso es su estado. La amistad con los pobres nos hace amigos del Rey eterno».

[1] Cf. S. Arzubialde, Ejercicios espirituales de S. Ignacio. Historia y análisis, Mensajero-Sal Terrae, Bilbao-Santander 1991, 755-756. La regla se lee en el número 344 del texto autógrafo.  

[2] Cf. Concilium Tridentinum, IX, sessio XXV, c. 1, pp. 1086.1034.

[3] AS I/4, 197-199.

[4] Obras de S. Gregorio Magno, Regla pastoral, BAC, Madrid 1958, 108.

[5] Ibíd., 115-116.

[6] Ibíd., 124. 

[7] Véase: W. Kasper, «Steuermann mitten im Sturm – Das Bischofsamt nach Thomas von Aquin», en: Íd., Die Kirche und ihre Ämter. Schriften zur Ekklesiologie II, Herder, Freiburg, 2009, 451-481.

[8] W. Kasper, «Steuermann mitten im Sturm», o.c., 461.

[9] Ibid., 473.

[10] Speculum pastorum. Hierarchia ecclesiastica in qua describuntur officii ministrorum ecclesiae militantis, Edición crítica de J. I. Tellechea Idígoras, Publicaciones de la Universidad Pontifica de Salamanca, Salamanca 1992. Id., El obispo ideal en el siglo de la Reforma, Roma 1963.

[11] Speculum pastorum, o.c., 223.

[12] Ibid., 226.

[13] Ibid., 264. 

[14] Ibíd., 265.

[15]S. Madrigal, Unas lecciones sobre el Vaticano II y su legado, San Pablo, Madrid 2012, 64.

[16] M. Faggioli, «Quelques thèmes de réflexion sur le modèle d’évêque post-conciliaire»: Revue des sciences religieuses 76 (2002) 78-102. Id., Il vescovo e il Concilio. Modello episcopale e aggiornamento al Vaticano II, Bolonia 2005.

[17] S. del Cura Elena, «Episcopado», en: Diccionario del Sacerdocio, BAC, Madrid 2005, 236-250; aquí: 239.

[18] S. Madrigal, «Kollegiale Einheit», en M. Delgado – M. Sievernich (eds.), Die grossen Metaphern des Zweiten Vatikanischen Konzils. Ihre Bedeitung für heute, Herder, Freiburg im Br. 2013, 186-204.

[19] Véase: C. Théobald,  «Les évêques, les Églises locales et l’Église entière. Évolutions institutioneles depuis Vatican II et chantiers actuels de recherche», en: H. Légrand – C. Théobald (eds.), Le ministère des évêques au concile Vatican II et depuis. Hommage à Mgr Guy Herbulot, Ed. Du Cerf, París 2001, 201-260. En esta línea se sitúa la X Asamblea ordinaria del Sínodo de los Obispos celebrada en 2001 bajo este lema: «El Obispo, servidor del Evangelio de Jesucristo para la esperanza del mundo». De ahí ha surgido la exhortación apostólica Pastores gregis, firmada por S. Juan Pablo II (16 de octubre de 2003).

[20] Cf. J. I. González Faus, Vicarios de Cristo. Los pobres en la teología y espiritualidad cristiana, Trotta, Madrid 1991, 327-329.

[21] S. Ignacio de Loyola, Obras completas, BAC, Madrid 1982, 740.

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