Tirso de Molina, casarse con la Virgen. ¿Una inversión del Juan Tenorio?

He venido desarrollando en los días pasados el tema místico de Casarse con la Virgen, comentando dos obras dramáticas de Tirso de Molina, que vinculan piedad popular y reflexión teológica.

El mismo Tirso que escribió el Don Juan (varón que burla a las mujeres) nos presenta aquí a la Virgen-Dama que "libera a los varones" para el amor espiritual y el servicio al prójimo. Sería bueno vincular ambos rasgos: La Virgen y el Don Juan. Aquí no podemos hacerlo, por eso los demás sólo insinuados. Pero el tema de "casarse" con la Virgen está lleno de implicaciones y consecuencias, sociales y cristianas.


Los planos del amor. La insuficiencia del matrimonio "carnal"

Han pasado casi cuatro siglos desde que esas obras se representaron, en teatros populares. ¿Se comprenderían hoy? ¿Qué ha cambiado en nuestra sensibilidad religiosa y en nuestra experiencia poética? Desde ese fondo quiero presentar unas reflexiones conclusivas sobre el amor y la mística, en clave humana y cristiana. Evidentemente, los temas de las dos obras de Tirso de Molina no forman parte de la raíz del cristianismo. Pero ¿pueden cristianizarse? ¡Qué juicio nos merece el catolicismo que está en el fondo de esas dos obras? Dejo que los mismos lectores reflexionen y respondan.

Hemos querido exponer el sentido del desposorio del creyente con María en dos obras de Tirso de Molina y lo hemos hecho. Sin embargo, queremos añadir unas breves anotaciones hermenéuticas que ayuden a situar el tema en perspectiva teológica.

Comenzaré diciendo que el amor es para Tirso una realidad ambivalente. En un primer momento parece que es divino (propio de Dios que se vincula a los hombres en matrimonio, por medio de María), pero con rasgos mitológicos. Pero en un segundo momento ofrece rasgos diabólicos. Desde ese contexto podríamos hablar de una fenomenología de los diversos planos del amor

a) Amor divino en sentido pagano. En el amor hay algo que se entronca con la fuerza divina de los dioses. Situándose en ese nivel, para poner de relieve la fuerza ciega, omnipotente, del amor como pasión que arrastra a los hombres, Tirso tiene que valerse de expresiones de la mitología clásica: «Ciego Dios, niño gigante...» (cf. Peña de Francia [PF] 1738); «Desnudo Dios, rapaz invencionero...» (PF 1744. Cf. PF 1766, DO 1057). Evidentemente, Tirso no cree en la realidad per¬sonal del Dios amor de la mitología. Pero el hecho de evocarlo con un nombre mitológico indica algo importante: el amor no es algo que se puede dominar o manejar por medio de la razón o por el pensamiento, como algo que los hombres dirigen a su antojo. El amor tiene un momento divino, un poder de realidad sobrehumana, es como una fuerza que ha irrumpido sobre el hombre y que le lleva maniatado, incomprensiblemente ciego e im¬potente, como si fuera arrastrado, sobre el mundo.

b) Amor diabólico. Pero en el momento en que llega a absolutizarse, en vez de aparecer como divino, ese mismo viene a mostrarse como diabólico. Aquí se esconde y se revela la paradoja de la vida, tal como la siente y la formula Tirso: el amor se sitúa en la frontera entre Dios y el Diablo. Por un lado, el amor parece omnipotente (y así es Dios); y, sin embargo, cuando el hombre se deja dominar por su poder, cuando se deja llevar por su fuerza en la línea de la inmoralidad sexual o la venganza, el amor se vuelve perverso; es el rostro del Diablo. El amor es Dios ciego y así aparece cuando pone a Catalina en manos de su amante, sin tener en cuenta su consideración social (Pf 1737); el amor es también un Dios-ciego (un Dios diabólico) cuando empieza a dividir a los hermanos, en un tipo de discordia originaria que tiende a destruirlo todo (cf. PF 1738, 1740). Avanzando en esa línea, el amor se vuelve puramente demoníaco allí donde su impulso destruye toda norma, toda ley, allí donde vende y atropella lo más hondo y sagrado de la vida: la fraternidad, la justicia, la palabra dada, el honor (cf. PF 1748-1751). En el momento en que el amor empieza a absolutizarse como pasión («pues todo es poco cuando amor es mucho») (PF 1749), volviéndose capaz de vender al hermano (PF 1751) o de sacrificar al indefenso, sin más finalidad que la venganza propia (DO 1068, 1074), el amor se vuelve totalmente diabólico.

c. Amor matrimonial, regulación del amor. En ese contexto de “enfrentamiento” entre amor divino y diabólico se sitúa el matrimonio, entendido como una forma humana de estabilización del mismo amor. Así podemos entenderlo como aquel estado donde el amor se establece, se estructura y se celebra en forma de pareja permanente en forma de sacramento. Empecemos por el matrimonio en el primer sentido:

Los altos reyes, los pastores bajos,
para buscar la vida triste y breve,
buscan mujer, en cuyo estado amable
muestran que el hombre es animal sociable. (DO 1055)

El matrimonio refleja el orden establecido de la tierra, que se funda en los principios de la posesión mutua y de la extensión de la vida: multiplicarse y dominar la tie¬rra (PF 1733-173-I). Al situarnos en este plano nos hallamos dentro de la dinámica de la creación, tal como se refleja en el conjunto de la Biblia, pero en especial en el Antiguo Testamento: Dios hace al hombre para vivir en sociedad, para tener poder sobre la tierra y mul¬tiplicarse. Por eso es normal el matrimonio: «Es perfecto estado entre todos el casado» (PF 1736; cf. DO 1048 y 1054-1055). En este nivel de relativa felicidad matrimonial del hombre sobre el mundo se sitúa un primer plano del desenlace de nuestras obras: la boda de Enrique con Catalina, de Pedro con Elvira, de Guillén con Petronila.

d. Amor matrimonial dentro del mundo, amor insuficiente. Según la visión de Tirso y de todo el barroco hispano, el matrimonio de este mundo no es jamás solución definitiva, pues no resuelve el problema de la búsqueda infinita del hombre, ni cura el egoísmo de los hombres y mujeres. Ciertamente, Tirso y los católicos del siglo XVI saben que el amor matrimonial es un sacramento de Dios (y de la Iglesia), pero en el fondo lo toman como un “sacramento y estado inferior”. La vida más perfecta de los hombres y mujeres debe desplegarse en otro plano de “mística”, en la línea de la vida religiosa de servicio al prójimo (Maroto) o en la línea de la muerte mística (Simón). En cada uno de esos casos se muestra que el amor matrimonial puramente humano que antes han buscado los dos protagonistas era imperfecto. Ellos tienen que pasar de esa manera de un matrimonio humano a un matrimonio divino. Tienen que “casarse con la Virgen”, para ser así cristianos perfectos, es decir, místico.

Matrimonio con María, superación del "matrimonio carnal"

1. El mejor matrimonio es el matrimonio con la Virgen. En ese contexto donde el amor, que empieza siendo divino/pagano (propio de los dioses) puede volverse y se vuelve diabólico y donde el matrimonio en el mundo no es solución, aparece en Tirso la figura de María, como encarnación del buen amor, del desposorio verdadero, que se establece en forma de servicio social (Maroto) o de muerte mística (Simón). María viene a presentarse así como personaje central del “Evangelio Católico” del Barroco, más que el mismo Jesús. Ella es el signo materno/esponsal de la presencia amorosa de Dios. Es como si a Tirso (al público de sus dramas) le resultara difícil humanizar el dogma cristiano de Dios (y del Cristo Señor), de manera que para hablar de una presencia amorosa de ese Dios/Cristo tuvieran que acudir a María: la Madre/Mujer, al menos desde la perspectiva de los varones (que buscan un Dios femenino). Ella es la presencia amorosa de Dios, ella es la figura central de la experiencia mística, que tiene aquí, para los hombres, unos signos femeninos.
El amor para Tirso es una especie de enigma no resuelto, una contradicción que no puede nunca eliminarse plenamente. Por eso, el matrimo¬nio, siendo una institucionalización válida del misterio del amor, nunca re¬suelve totalmente su problema, ni nos lleva más allá, al espacio del encuentro místico con Dios. Por eso, el verdadero matrimonio cristiano de nuestros protagonistas será el “matrimonio con la Virgen”, un matrimonio “casto”, en servicio a los demás o en la muerte. Desde ese contexto se entiende el “rechazo” del amor humano y el descubrimiento del amor místico divino, expresado en la figura de María.

2. Rechazo del amor matrimonial humano. Tanto Simón como Maroto, protagonistas de estos dramas, empiezan oponiéndose al matrimonio por varias razones: por la complejidad que presupone el estado de casado, por la fragilidad de la mujer (estamos en contexto machista) y por el deseo de una vida descansada, libre de cuidados y trabajos. Las referencias a este plano son innumerables y van desde el nivel del humor antifemenino hasta el canto a la felicidad que produce el aislamiento, la libre soledad, la «mediocridad» del que se encuentra despro¬visto de cuidados. El matrimonio implica preocupación, de tal forma que «de casado a cansado va una letra solamente» (PF 1736; DO 1062). Al casado le acompaña siempre la preocupación por la honradez de la mujer, que es frágil y que tiende a engañar a los maridos (PF 1746; DO 1062-1063); el matri¬monio es cruz para el marido (DO 1055, 1062). Así podemos decir que, en un primer momento, el matrimonio aparece como peligroso porque rompe la placidez tranquila de la vida descansada, de la soledad y de la dicha de una vida sin cuidados: « ¡Oh soledad hermosa; con vosotras estoy sólo casado...!» (DO 1075: cf. 1046, 1047, 1057).

3. Búsqueda de un matrimonio místico. Tirso de Molina no quiere ni puede dejarnos en ese nivel de superación “egoísta” del matrimonio humano. Por más que estime el tema de la vida descansada, por más que quiera valorar la posibilidad de un hombre que permanece soltero por amor de su sosiego, su respuesta final será distinta: Simón y Maroto han empezado rechazando el matrimonio por amor a la tranquilidad; pero, al final su opción recibe un con¬tenido diferente. Ellos renuncian a las bodas de este mundo porque han hallado una esposa superior: han encontrado a María, presencia de Dios, mujer perfecta, con la que se casa, en unas bodas “castas”, pero que son bodas y despliegue de un amor que se concreta en el servicio al prójimo como fraile (Maroto) o en la muerte (Simón). Vida religiosa y muerte aparecen así como expresión del amor místico.
Esto significa que, conforme a la visión de Tirso de Molina, y de gran parte del barroco hispano, el amor se vuelve “divino” allí donde se estabiliza y despliega en dos formas “religiosas” ratificadas y avaladas por la iglesia de su tiempo: El amor matrimonial perfecto (el casamiento con la Virgen) se expresa a través de la vida religiosa activa, al servicio de los demás (Maroto, el mercedario que se casa con la Dama del Olivar), o a través de una mística de ascenso a la montaña de la contemplación, un ascenso casto de casamiento con la Virgen que desemboca en la muere por amor (Simón Vela, el contemplativo de la montaña de la Peña de Francia). De esa forma, Tirso de Molina ha querido recrear desde el amor toda la vida de los dos tipos de místicos: los místicos del servicio radical a los demás (amor como caridad, en la vida del fraile); y los místicos del ascenso a la montaña y de la apertura radical al infinito, a través de la muerte En ambos casos tenemos un desposorio con María. Lo más perfecto no es casarse en este mundo con una mujer (un hombre, una mujer). Lo más perfecto es la vida religiosa o la muerte de amor, concebida en ambos casos como “bodas del creyente con María”.

El desposorio del creyente con María ofrece tres momentos:

a) Empieza suponiendo una renuncia. Sólo aquel que vive en castidad y quue, por tanto. ha superado el plano de la relación de intimidad sexual en dímensión de carne de este mundo puede aspirar al matrimonio con María. Quien realiza esta renuncia sabe que los poderes de la carne no son definitivos, sabe que ningún afecto de la tierra puede llenarle hasta el extremo. Por eso deja de buscar su plenitud en este campo, prescinde de un determinado desarrollo afectivo y se abre a un plano religioso distinto. Eso significa que “casarse con María” (con Dios) supone renunciar al matrimonio de este mundo.
b) Renuncia por Religión. Esa renuncia es posible únicamente allí donde la referencia religiosa resulta de tal modo determinante que puede conformar los planos fundamentales de la afectividad humana, de la búsqueda de sentido, de la comprensión y gozo de la vida. Estamos en un plano de dialécticaa: sólo en dimensión de renuncia humana pueden suscitarse determinados valores religiosos; por su parte, sólo unos valores religiosos muy intensos pueden generar ese tipo de renuncia afectiva de que aquí se está tratando.
c) En el fondo de este desposorio debe darse una revelación. sólo allí donde Dios se manifiesta, sólo allí donde su voz y su presencia se vuelven capaces de moderar en radicalidad la vida del hombre puede darse esa renuncia que supone el «matrimonio religioso con María». Este elemento aparece claro en las obras de Tirso de Molina. En un caso, el Dios de las bodas con la Virgen se expresa en forma de de una vid concreta de servicio religioso al servicio de los demás, porque la Dama del Olivar es la redentora de cautivos. En el otro caso se expresa en forma de subida a la montaña de Dios, porque la Señora de la Peña de Francia es la mujer de unas bodas que trascienden todos los planos de la vida de este mundo.

La novedad mayor que aportan nuestras obras reside en el hecho de que presentan explícitamente el desposorio divino de unos hombres (varones) utili¬zando para ello el simbolismo y la figura de María.Sabemos que el Dios cristiano Dios no se define ni revela en sí mismo como unión sexual, como proceso genético en sentido esponsal; por eso los cultos hierogámicos, con sus vinculaciones sagradas en los templos, fueron rechazados ya por el Antiguo Testamento. Sin em¬bargo, desde el momento en que a Dios se le considera no sólo como Padre, sino como Amigo trascendente, desde el momento en que el hombre puede y debe amar a ese Dios “con todo el corazón” (cf. Dt. 6, 5), el pueblo de Israel y después el cristianismo han desarrollado la imagen de la unión esponsal del hombre con la divinidad.

En el fondo de toda la mística cristiana subyace la imagen del alma como esposa a la que Dios (esposo) ama, escoge, visita, plenifica. Desde ese fondo, la novedad que aportan los textos de Tirso de Molina está en el hecho de que el hombre (varón) aparece explíci¬tamente como esposo, de tal forma que Dios viene a recibir (de un modo velado) los atributos de la esposa (a través de la Virgen María). Esto significa que, al menos de un modo implícito, en este Dios han de darse aspectos femeninos, ligados a la hondura de amor de María, a su cariño abismal, a su misterio; y eso implica que el amor total de un hombre a Dios puede expresarse en términos de afectividad masculina: el Dios de María es como esposa que nos recibe y plenifica.
Desde esta perspectiva se amplifica el valor de lo divino, Dios no es solamente Padre-Esposo de los hombres. En dimensión literaria y afectiva, Dios se ha desvelado como Madre-Esposa. Los rasgos femeninos han entrado en el mismo santuario del misterio a través del simbolismo de María.


Conclusión: María, el Dios amor femenino

Es evidente que ella sigue siendo una persona bien concreta: es la madre de Jesús. Pero, a través de un proceso de transposición y fundamentación teológica, ella viene a presentarse, al mismo tiempo, como expresión del misterio de Dios que se vuelve afectiva¬mente cercano a los hombres, sin dejar de ser trascendente, en forma femenina, cariñosa. Es lo que veremos a continuación, siguiendo la línea en que se mueven nuestras obras.


a) En primer lugar, recordamos que se trata de dos obras literarias. En las reflexiones anteriores nos hemos mantenido en un plano excesivamente teológico. Pues bien, ahora, al final debemos hacer una advertencia: se trata de dos obras dramáticas cuya fuerza fundamental se encuentra en la capacidad poética de evocación, en su fuerza creadora de vida y de belleza. Por eso, más que la ortodoxia oficial cristiana importa en ella la «ortofanía», esto es, la fuerza de manifestación cristiana que transmiten. El teatro no es para «enten¬der», sino para representar, recrear, revivir. En este aspecto, pienso que las obras de Tirso de Molina han logrado evocar y suscitar la fuerza de la piedad simbólica que irradia de dos santuarios marianos muy significativos: el de la Peña de Francia, en Salamanca, y el del Olivar, en Teruel. Todos los creyentes que se acerquen al santuario y sean capaces de sentir la hondura de los dramas de Tírso de Molina terminarán identificándose con Simón Vela o con Maroto; también ellos irán a encontrarse con María, la esposa verdadera y divina, en el ámbito sagrado del misterio de Dios. Este es un tema para ser representado, no para expresarlo de forma racional o sistemática.

b) Estas obras de Tirso de Molina se pudieran llamar peumatológicas. Hay actual¬mente un movimiento teológico que intenta precisar los rasgos femeninos de Dios, situándolos a la luz del Espíritu Santo (que sería básicamente femenino) e interpretándolos con la ayuda del símbolo mariano (Maaría habría venido a condensar el lado femenino, materno, esponsal de Dios). Pensamos que esta línea teológica nos ayuda a interpretar los dramas mariológicos de Tirso. Quien haya seguido este trabajo advertirá que nos hemos movido en esa línea. Sabemos que la encarnación definitiva de Dios se identifica con Jesús, el Cristo, como mensajero del reino, promotor de un camino de justicia, profeta muerto y resucitado. Pero hay, junto a ése, un aspecto de Dios que puede estar más ligado al misterio de María. Sin tener naturaleza divina, sin estar hipo státicamente unida al Espíritu 'Santo, María se ha desvelado en la piedad eclesial de los cristianos (ortodoxos y católicos) como una epifanía del Espíritu. En esta perspectiva se deben entender y se valoran estas dos obras de Tirso de Molina, con todas sus limitaciones. La mujer cristiana puede (debe) vivir su relación con Dios como un profundo desposorio a través del Cristo; la relación de los varones con Jesús recibe unos matices diferentes, contiene otros aspectos afectivos y simbólicos; por eso, en un momento deter¬minado, cuando ha querido resaltarse el aspecto esponsal de la relación del varón con lo divino, los creyentes han acudido al signo de María. Como expresión del Espíritu de Dios y rostro de su misterio, la Virgen María ha realizado para nume¬rosos creyentes el papel de «mujer», amiga, complemento femenino de su vida, esposa. Actualmente podemos asumir algunos rasgos de esta visión “femenina” de María, pero tendríamos que traducirla a nuestro contexto antropológico y, sobre todo, recrearla desde la totalidad del evangelio.

c) ¿Mariología intimista? Mirando las cosas desde fuera pudiera parecer que el símbolo y las notas femeninas de María han de entenderse de una forma puramente mater¬nal, llena de sentimiento, pero carente de exigencia activa. Frente al Dios-Padre de la ley, actualizado de manera preferente en Jesucristo, se habría destacado el Dios-Madre de la gracia y el perdón, de la acogida y el cariño reflejado en el rostro de María. Es evidente que existe esa tendencia. Sin embargo, en la totalidad de las obras que hemos estudiado, sobre todo si las vemos en conjunto, Tirso ha comenzado a realizar cierta integración teológica, una comple¬mentariedad de elementos que juzgamos destacable. a) En La Dama del Olivar el rostro de María está ligado a la exigencia activa de extender el reino de Jesús, de defender a sus cautivos: el esposo o el devoto no encuentran en María aquel regazo de cariño femenino que le guarda de las luchas de este mundo y la protege en la eternidad de su ternura; por el contrario, María impulsa a la actuación, es exigencia redentora, transformante, en medio de este mundo. b) La Peña de Francia es otra cosa; María adquiere aquí unos rasgos más nítidamente femeninos, es como la «gran madre» originaria hacia la que tendemos; amar a María significa en este caso superar el mundo, realizando la peregrinación que nos conduce hacia el origen y plenitud trascen¬dente de nuestra vida. Nosotros opinamos que es preciso unir ambas perspec¬tivas: sólo el devoto activo y redentor de La Dama del Olivar podrá llegar hasta la cumbre de La Peña de Francia, la Peña de María, donde se celebran las bodas de la fiesta plena del creyente; por su parte, sólo el premio de las bodas fundamenta y motiva al Redentor, esposo de María, en el camino de su entrega sobre el mundo .
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