Quiero dejar por unos días el tema de diálogo o disputa entre musulmanes y cristianos, para volver simplemente al evangelio, y respirar el aire puro de la manifestación de Jesús, pero también aquí, en el Alto Monte de la Transfiguración, donde Dios llama a Jesús Hijo suyo, encontramos con él a Elías (a quien podemos ver como símbolo de Mahoma) y a Moisés (que es el judaísmo).
De esa forma, al menos indirectamente, seguimos en el tema plantado por SB, a quien doy gracias a SB por sus "entradas", aunque pienso que el origen del cristianismo es mucho más hondo y complejo de lo que él supone, como indican las notas que siguen:
a. La lucha de Pablo contra un tipo de Ley forma parte de la dinámica judía de su tiempo. No es un intento de dinamitar el judaísmo (sustituyéndole por algún tipo de helenismo difuso), sino expresión de una radicalidad del mismo judaísmo, que busca el sentido del "ser humano" (Adám) más allá de la ley de Moisés, precisamente para que la Ley sea ley universal y salvadora (en clave de gracia). Eso es lo que Pablo ha descubierto en Cristo. Afirmar que Pablo es infiel al judaísmo para hacerse helenista es ignorar a Pablo (es no conocer el NT, y son muchos los que no quieren conocerlo).
b. El judaísmo occidental ha admitido quizá demasiado "helenismo" en su dogma y estructura, pero eso debe precisarse, distinguiendo bien lo que suele llamarse "helenismo", que en este caso, básicamente, es la expresión de un impulso de universalidad que está en el mismo judaísmo. El problema está en buscar y desplegar una universalidad que no sea impositivo/imperial (Roma), ni jerárquico/idealista, ignorando a los pobres... (Grecia, con la República de Platón)... viviendo, sin embargo, en un mundo greco-romano, como era aquel (y viviendo hoy en nuestro mundo, con capitalismo a la puerta, con idolatría de mercados, con budismo, hinduísmo, muy cerca). Los cristianos creen (creemos) que ese camino de universalidad en la Palabra y el Amor (servicio mutuo) es la raíz y novedad (mutación) del cristianismo, tal como Jesús lo vivió y desplegó con su vida.
c. En ese contexto habrá que matizar la relación entre cristianismo e Islam... No es imposible que el Islam haya sido una providente, para recordar al Gran Cristianismo (Justiniano, Bizancio) algunos rasgos originarios del evangelio... No es imposible que el Islam actual deba recordar a los cristianos el principio "judío" (monoteísmo radical) del que provienen... Estoy convencido de que el cristianismo debe ofrecer su Palabra al islam, dialogando desde Dios y desde el ideal de la Pacificación mesiánica (esto debería ser fácil, pues los musulmanes "creen" en Jesús). En ese camino de diálogo quieren mantenerse mis reflexiones.
d. En el evangelio de hoy, Jesús aparece a los lados de Moisés (judaísmo) y de Elías (profecía), sin rechazar sus aportaciones (¡todo lo contrario!). Me gustaría poner en vez de Elías a Mahoma (¡símbolo de la profecía!) y pedir a los tres que dialoguen (Moisés, Jesús, Elías/Mahoma)... y pedir a los tres de abajo (Pedro/Papa, Santiago Zebedeo y Juan/Místico) que dialoguen. Evidentemente, pedir a ellos que dialoguen significa dialogar nosotros.
En pleno agosto, calor en el Hemisferio Norte, frío en el Austral, Jesús no invita a subir con él a la Montaña, para descubrir el otro lado de la vida, el sentido más profundo de la realidad.
Pero volvamos al texto, dejemos, quizá, por unos días los tema de SB, aunque tendremos que volver a ellos. Vengamos al evangelio.
Jesús no está solo, le rodean por el lado de abajo los discípulos, tres que son signo de todos (Pedro, Santiago, Juan), por el lado de arriba los ya glorificados, Elías/Mahoma (profeta) y Moisés (el testigo de Dios).
Los dos últimos habían subido según la historia de Israel a la montaña de Dios, para conversar con él. Los dos acompañan ahora a Jesús. Subamos con ellos, y con Pedro y los dos zebedeos, veamos, escuchemos, sintamos, según el texto de Marcos.Estemos dispuestos a dialogar con Moisés... pero también con Elías (es decir, como Mahoma/Muhammad, el Profeta por excelencia, como Jesús es el Cristo y Moisés el Legislador)
Las imágenes hablan por sí solas, sagrada la primera, de humor la segunda, de hondura humana la tercera, como Jesús y Mahoma (que no se enfaden los musulmanes por representarle). Buen día y buen fin de semana, en el hemisferio boreal y en el austral, separados por sus ritmos de calor y frío, pero unidos por una misma Palabra
Texto Mc. 9, 2-8
(a. Situación) 2 Y seis días después, Jesús tomó consigo a Pedro, a Jacob y a Juan, les subió a solas a un monte muy alto y fue transfigurado ante ellos. 3 Y sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como ningún batanero del mundo podría blanquearlos. 4 Y se les apareció Elías con Moisés, que conversaban con Jesús.
(b. Pedro) 5 Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: Rabí (=Maestro) ¡que bien estamos aquí! Vamos a hacer tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. 6 Estaban tan asustados que no sabía lo que decía.
(c. Dios) 7 Vino entonces una nube que los cubrió y se oyó una voz desde la nube: Éste es mi Hijo amado; escuchadlo. 8 De pronto, cuando miraron alrededor, vieron sólo a Jesús con ellos.
Siguiendo el esquema habitual de Marcos, el texto se divide en tres partes:
(a) Introducción narrativa, que sitúa la escena.
(b) Trama, con palabras de Pedro.
(c) Desenlace, con la Palabra de Dios.
(((Además de comentarios, cf. B. D. Chilton, The Transfiguration: NTS 16 (1969/70) 305-317; A. Feuillet, Les perspectives propres à évangéliste dans les récits de la transfiguration: Bib 39 (1958) 281-301; H. Galtensweiler, Die Verklärung Jesu, Zwingli, Zürich 1959; P. Heil, The Transfiguration of Jesus. Narrative Meaning and Function of Mark 9:2-8, Matt 17:1-8 and Luke 9:28-36, AnBib 144, Roma 2000 ; Kazmierski, Jesus 105-126; E. Lohmeyer, Die Verklarung Jesu nach dem Markus-Evangelium, ZNW 21 (1922) 185-215; E. Nardoni, La transfiguración de Jesús y el diálogo sobre Elías según el evangelio de san Marcos, UCA, Buenos Aires 1976; J. M. Nützel, Die Verklärungs-erzählung im Markusevangelium (FB 6), Würzburg 1973; L. F. Rivera, El relato de la transfiguración en la redacción del evangelio de Marcos. Exégesis, UCA, Buenos Aires 1975; El misterio del Hijo del Hombre en la Transfiguración: RevBib 28 (1966) 19-34, 79-89. Sobre el trasfondo judío de la “fiesta” evocada por Pedro cf. R. Vicent, La fiesta judía de las Cabañas (Sukkot), Verbo Divino, Estella 1996)).
9, 2-4. Situación y experiencia básica
2 Y seis días después, Jesús tomó consigo a Pedro, a Jacob y a Juan, les subió a solas a un monte muy alto y fue transfigurado ante ellos. 3 Y sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como ningún batanero del mundo podría blanquearlos. 4 Y se les aparecieron Elías con Moisés, que conversaban con Jesús.
a. Pequeño comentario.
Ésta es una escena de contraste. Jesús ha dicho que las autoridades oficiales y sagradas de Jerusalén (escribas-sacerdotes-ancianos) van a condenarle, en nombre de Dios (cf. 8, 31), pero él sabe que Dios le avala llamándole su Hijo, ante sus tres discípulos centrales, acompañado por representantes del Israel de la fe (Elías y Moisés), que aparecen a su lado. Por eso, la Iglesia de Jesús, que ha escrito y que acoge este pasaje, viene a presentarse como auténtico Israel, asumiendo las palabras de la profecía y de la ley (Elías y Moisés), frente a los judíos no cristianos que, conforme a esta visión, habrían rechazado (o no habrían entendido bien) a los creadores de su religión. Desde ese fondo comentamos, paso a paso, las palabras de la escena.
−Tiempo, personas y lugar: “Y seis días después…”. Ha pasado una semana desde la escena anterior, de Cesárea de Felipe, con la “confesión” de Pedro y la revelación de Jesús (dar la vida por el Reino). Posiblemente, el texto evoca además el tema de fondo de Gen 1, 1−2, 4: Después de seis días de “trabajo” de Dios llega el “sábado” del descanso. También aquí, después de los “seis días” de trabajo, llega el momento de su descanso, en la gloria de la Montaña de Dios (en la pascua final).
“Tomando a solas a Pedro, Jacob y Juan…”. Estos tres discípulos remiten a la historia de Jesús y al comienzo de la Iglesia. Son su grupo de intimidad, siendo, al mismo tiempo, de los primeros testigos de la iglesia pascual, de manera que ellos deben (deberían) actuar como mensajeros de la experiencia de la resurrección (abierta a todos los que aceptan el evangelio), aunque Marcos suponga que no lo han sido plenamente todavía, como seguiremos viendo (cf. comentario a 16, 1-8). Ellos, los tres de la montaña de Jesús, son un símbolo parcial, pero importante, de la totalidad de la Iglesia.
“Les subió a un monte muy alto…”. Es como si les hiciera “ascender” con él (anapherei autous), a un monte (horos, sin artículo). Tomando como referencia la zona de Cesárea de Felipo, este monte tiene que ser el Hermón, el más alto de la gran cordillera, entre Galilea, Fenicia y Siria. Pero, desde la perspectiva de Galilea (donde parece que nos encontramos ya, por lo que sigue), puede y debe tratarse, simbólicamente, del Tabor, que además es famoso en la historia del Antiguo Testamento, porque allí se fraguó la victoria decisiva de Israel (en tiempos de Débora y Barac) sobre los cananeos (Jc 4, 1). Así hablaremos aquí de la experiencia del Tabor .
−Transfiguración: “Y fue transfigurado ante ellos”. La palabra clave del relato es metemorphôze (fue transfigurado o metamorfoseado, en pasivo divino). Se trata de un término que es casi técnico en griego (e incluso en latín) y que evoca las transfiguraciones o cambios de figura que asumen (padecen) los dioses y seres divinos, tomando así formas diversas para presentarse y actuar. En esa línea resulta significativo el libro de Ovidio (Las Metamorfosis), escrita el año 7 d.C., donde se narran, partiendo de la mitología de Grecia y Roma, los cambios o “transfiguraciones” de dioses y héroes, desde el principio del tiempo hasta el tiempo de Julio César (unos decenios antes de Jesús). La misma realidad aparece así como una “metamorfosis” incesante de todo lo que existe, dentro de un “continuo” sagrado, donde dioses y hombres se vinculan (sin diferencia esencial).
“Y sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrante…”. Marcos no dice nada del cambio del rostro de Jesús (a diferencia de Lucas 9, 29, quien significativamente omite la palabra metamorfosis, quizá por sus posibles implicaciones paganas) o de algún miembro concreto de su cuerpo (como los ojos, cf. Ap 2, 18; 3, 18), sino que se fija sólo en sus vestidos, que se vuelven blancos, es decir, de color de cielo (cf. Ap 3, 18; 19, 14). De esa forma asume la tradición del Antiguo Testamento (cf. Is 6, 1), donde se dice que el profeta vio a Dios, pero sólo se fija en la gloria de su manto. También el joven de la pascua de Mc 16, 5 tendrá el vestido blanco.
((Esta escena supone que, trascendiendo una realidad actual de dolor y muerte, sobre el cielo de la pascua de Dios, habita el Hijo divino, Jesús resucitado. Sin un tipo de experiencia (de esperanza) pascual no existe camino mesiánico. Sin un Cristo glorioso en la montaña, sin el gozo de verle allí, cumpliendo todo lo anunciado (culminando el camino de Elías y Moisés), carece de sentido su llamada al seguimiento. Sólo si subimos a la altura del misterio entenderemos la voz de Dios para seguir a su Hijo Jesús (¡escuchadle!). Estamos ante una escena de ruptura de nivel, ante una visión de trascendencia, que nos sitúa de nuevo en el camino de la Cruz, como pide el mismo Dios, diciendo a los tres discípulos que “escuchen a Jesús”, es decir, que sigan su camino
Ciertamente, Jesús se transfigura, de forma que en su misma vida humana podemos descubrir la gloria de Dios que está brillando en sus vestidos. Pero este Jesús transfigurado no es un ser celeste, ni un ángel alejado de la tierra, sino el mismo nazareno, que ha iniciado un camino de muerte al servicio de los otros. Por eso, la escena de gloria en la montaña no es negación de cruz, sino todo lo contrario: es una expresión del sentido salvador de la cruz. Como seguiremos viendo, ella sólo se entiende desde el trasfondo de la entrega de Jesús))
−Revelación. “Y se les aparecieron Elías con Moisés, que conversaban con Jesús”. Se les aparecieron a ellos (a los tres videntes), no a Jesús, con quien ellos están hablando. En torno a Elías y Moisés se ha movido gran parte de la historia de Jesús. Partiendo de su relación con Elías y Juan Bautista ha tejido Marcos su evangelio (desde 1, 2-3, pasando por 6, 15; 8, 29 y 9, 11-13, hasta 15, 35). Sobre la interpretación de Moisés (la Ley) ha venido discutiendo Jesús con los escribas, desde Mc 2, 7, pasando por 3, 22 y 7, 1, hasta culminar en 14, 53. Estos dos personajes representan la identidad de Israel, es decir, la profecía (Elías) y la Ley (Moisés), vinculadas en su raíz y señalando que el camino de Jesús, rechazado por otros como peligroso para la identidad y esperanza israelita, cumple en realidad esa esperanza.
Jesús asume y culmina de esa forma el camino y testimonio de Elías, con quien se relaciona de un modo especial, pues su nombre aparece en primer lugar (se les aparecieron Elías y Moisés…). Moisés también está, pero en un segundo plano, como compañero de Elías, que lleva el “peso” de la escena (como veremos en 9, 11-13). Esta “aparición” muestra que Jesús no se identifica con ninguno de ellos: no es Elías (como algunos han supuesto (6, 15; 8, 29), ni es tampoco Moisés, sino que es alguien distinto, es el Cristo, Hijo de Dios, pero cumple y culmina la función que Elías y Moisés han marcado, de forma que “conversa” con ellos.
((Para Marcos, el personaje principal de la historia israelita es Elías, con quien se compara desde el principio a Jesús (y a Juan Bautista) (cf. 6, 15; 15, 35-36; 1, 6), más que con Moisés. De todas formas, la referencia a Moisés es también importante pero casi siempre en perspectiva negativa o de exigencia de superación (cf. 1, 44; 7, 10; 10, 3-4; 12, 19), pues sólo en 12, 26 él aparece en clave puramente positiva. Por eso, es normal que aquí aparezca Elías antes de Moisés)).
Mirados desde esa perspectiva, Elías y Moisés realizan una función semejante a la de Isaías y el Bautista en 1, 1-11: ofrecen testimonio, abren un camino de esperanza. Pero la palabra creadora y la revelación definitiva no la dicen ellos, sino que proviene directamente del Dios que “ha engendrado” a Jesús (1, 9-11) y que aquí le declara su Hijo delante de sus discípulos (9, 7), cumpliendo y desbordando de esa forma las funciones de Moisés y Elías. También otros “judíos” han apelado al testimonio de Elías y Moisés, pero los cristianos saben que, contando con ellos, Jesús se funda en un testimonio más alto, que viene de Dios (en esa línea avanza Jn 8, 18).
Pedro, Jacob y Juan descubren así a Jesús arriba, en la montaña de la gloria, culminando el camino de Elías y Moisés, con quienes él conversa (êsan synlalountes: estaban dialogando). Posiblemente, en su origen, el texto evocaba una experiencia de resurrección: brilla sobre Jesús la gloria de Dios en la montaña de su pascua, en la que culmina todo el camino de Israel. Pero, como seguiremos viendo, esa transfiguración pascual sólo tiene sentido al insertarse en el camino de la entrega de la vida; por eso, Marcos ha situado este escena en el momento clave del evangelio, cuando Jesús ha decidido tomar un camino de entrega de la vida a favor de los demás, poniéndose en manos del Dios de la Vida.
b. Trasfondo religioso.
Esta escena, radicalmente histórica (¡muestra el sentido más hondo de la historia!), se encuentra en el centro y principio de la experiencia cristiana. Por eso quiero verla desde la perspectiva de otras religiones y culturas:
1. Metamorfosis. En las religiones antiguas (y en otro sentido en la misma ciencia) las diversas realidades (dioses y hombres) tienden a transformarse, en el interior de un gran “todo divino”, donde rige, en clave sagrada, una misma ley de la naturaleza, formulada por A. L. Lavoisier (1743-1794): “Nada se crea, nada se destruye, todo se transforma”. La ciencia moderna estudia esas transformaciones en un plano técnico-material. La religión “pagana” y un tipo de magia (con gran parte del esoterismo actual) han querido y quieren fijar el carácter espiritual de las transformaciones, y así pueden hablar de la metempsicosis (o metamorfosis de los espíritus o almas).
2. Avatara, religiones de oriente… En un plano en parte semejante al anterior se sitúan muchas experiencias y/o formulaciones de las religiones orientales (sobre todo del hinduismo, pero también del budismo), cuando dicen que la divinidad o misterio (Visnú, Shiva, el Dharma, lo Búdico…) se manifiesta en algunos seres privilegiados como Krisna, Rama o Gautama Buda. En sentido estricto, el que se metamorfosea no es el hombre, sino lo divino, que toma forma (apariencia) humana, para así ayudar a los hombres y mujeres en el camino de su divinización o liberación.
Pues bien, desde este fondo debemos señalar, de un modo esquemático, algunos rasgos sobre la “metamorfosis” de Jesús en Mc 9, 2-9 (cf. Mt 17, 1-13 y Lc 9, 28-36), destacando su identidad cristiana. En la raíz de este relato, de origen pascual, se encuentra la experiencia de la gran trasformación “divina” de la humanidad y del cosmos (cf. Rom 8, 18-30), una experiencia que nos sitúa en el centro de la fe cristiana.
La meta-morfosis de Jesús (su avatar) puede y debe mirarse en el trasfondo de las metamorfosis citadas, pero va más allá (se sitúa en otra línea), de manera que representa algo que es único en la historia de la humanidad. Eso no significa un retorno a la “madre” naturaleza antigua (Eva, Pandora), de la que venimos; ni es una expresión del cambio constante de la realidad, ni un signo de las mutaciones sin fin de lo divino, sino un anticipo y una promesa de la re-creación pascual, es decir, de aquello que aún no somos. En ese contexto quiero añadir algunas reflexiones que nos ayudan a situar mejor este símbolo cristológico de Marcos:
1. Audacia. Es muy posible que, al emplear esa palabra (metemorphôtê), Marcos quiera situar la experiencia de Jesús en el trasfondo religioso más amplio de su entorno cultural, pero destacando, al mismo tiempo, la identidad cristiana de esa experiencia, desde las raíces israelitas (Moisés y Elías) y en el camino concreto de Jesús. A su juicio, sólo se puede hablar de metamorfosis en perspectiva pascual allí donde un hombre (Jesús) asume y despliegue su camino de Reino, en fidelidad hasta la muerte, al servicio de los otros.
2. Recelo. La misma palabra metamorfosis (aceptada por Mt 17, 2, desde un contexto más judío) ha suscitado el recelo de Lucas, que se no atreve a utilizarla y sólo habla de un cambio en el rostro y vestidos de Jesús, en un contexto de oración (cf. Lc 9, 29); de esa manera ha entendido Lucas la experiencia de fondo más cristológico de Marcos (que evoca una trans-formación total de Jesús y del mundo); sin negar lo anterior (sin emplear la palabra meta-morfosis), él entiende esa experiencia a modo de cambio interior, en un plano de oración, lo que es muy valioso (lo más importante), pero que quizá resulta insuficiente.
3. Transfiguración. En esa línea de Lucas se mantiene la tradición latina cuando, siguiendo a la Vulgata (transfiguratus est coram ipsis, Mc 9, 2), habla de Trans-figuración y no de Meta-morfosis de Jesús. Esa palabra es buena, pues nos invita a trascender el plano de las figuras; pero la mutación o desbordamiento (meta-) de la morphê a que alude Mc 9, 2 (y Mt 17, 2) va más allá del cambio de figura que evoca la traducción latina, pues figura se aplica a la realidad más externa, como sabe el texto paralelo de Flp 2, 7, cuando distingue la morphê (forma-realidad) de Jesús y su skhêma (que es su figura). Es muy posible que el traductor de la Vulgata y la liturgia latina hayan tenido miedo de utilizar la palabra latina que hubiera sido más adecuada: trans-formatio (trans-formación, cambio de forma-morphê, no de simple skhêma/figura).
(((La experiencia de la metamorfosis de Jesús (y de aquellos que creen en él), según Marcos, nos sitúa cerca de aquello que Pablo y su escuela han explorado al hablar de la transformación radical de la vida, que se expresa de un modo privilegiado en Jesús. Así, Flp 2, 6-11 dice que Jesús ha tomado la “morphê” (forma/esencia) de siervo, para realizar su tarea (en una línea de encarnación, no de apariencia). Según eso, Jesús ha realizado la obra de Dios, de manera que vive ya en morphê Theou (forma/esencia de Dios), pero sólo por haber asumido la morphê doulou, forma/vida de servidor, entregándose así por los demás.
Éste es el argumento de fondo de 1 Cor 15, 35-58, que habla de la trans-formación de la vida humana, que se realiza en Cristo, una meta-morfosis que puede y debe compararse a la que se produce (en otro nivel) en las semillas, que se siembran y mueren, y así “resucitan”. Tras decir eso, debemos recordar que en griego, morphê o “forma” (cf. el hyle-morfismo de Aristóteles) no es la figura externa, ni siquiera la “materia” (hyle), sino la realidad más honda o esencia. Por eso, la meta-morfosis no es un cambio de forma externa o figura, sino un cambio esencial, una “mutación” de raíz)).
9, 5-6. Pedro y sus compañeros.
5 Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: Rabbi (=Maestro) ¡que bien estamos aquí! Vamos a hacer tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. 6 Estaban tan asustados que no sabía lo que decía.
Los discípulos descubren en el rostro de Jesus el resplandor de Dios, que ha revelado ya su gloria y plenitud sobre la tierra, y ven en su figura la culminación de las promesas de Israel. Pero el texto indica que esa reacción de Pedro (que habla en nombre de los tres: ¡qué bien estamos aquí!) resulta egoísta e ignorante: quiere permanecer allí por siempre, sin pasar por la cruz (o a través de una cruz puramente gloriosa o superada, que se deja atrás), en tres tabernáculos de cielo, en eterna fiesta de separación y gozo, con el Jesús transfigurado (y con Elías y Moisés).
No le importa que los otros, los muchos sufrientes que han quedado abajo, en el valle de locura y discusión del mundo (como veremos en 9, 14-29), sigan sufriendo, continúen per-vertidos. Ellos, los privilegiados de la tierra, o de una iglesia de poder (Pedro, Jacob, Juan), alcanzarían así la plenitud perfecta con los predilectos del cielo (Moisés, Elías y Jesús), pero sin escuchar de verdad a Jesús. Así formarían la iglesia petrina (del Pedro) y zebedea (de Jacob y Juan), centrada en el triunfo judío (nacional, de grupo) que cultiva su propia identidad impositiva y/o separada, olvidando a los sufrientes del valle de la historia. Así critica Marcos a la “iglesia” de Pedro y de los zebedeos que, a su juicio, no ha sido ni es la que Jesús quería.
Éste es un momento clave del despliegue del evangelio. Estamos en la “montaña de la revelación.... que puede convertirse en montaña de la ambigüedad”, donde se expresa por un lado la grandeza de Jesús (a quien el Padre constituye Hijo ante sus fieles), y por otro el riesgo de Pedro y de sus compañeros (gloriosos y egoístas) que quieren controlar la gloria de la pascua, sin pasar de verdad por la cruz, y sin abrir su iglesia a los sufrientes y posesos (mudos) del valle de locura de este mundo. El deseo de este Pedro taborita (suponiendo que la Montaña sea el Tabor), que llama a Jesús Rabí (en línea de judaísmo antiguo, cf. 11, 21 y 14, 45), está en la línea de su cristología y eclesiología precedente de rechazo de la muerte del Hijo del hombre (8, 82).
Pedro (y los zebedeos) parecen buscar una culminación israelita que no exija entrega de la vida (quedarse ya allí, llegar a la gloria sin la entrega de la vida). Ellos son capaces de entender la gloria del Tabor como experiencia pascual, pero de pascua sin muerte, sin compromiso a favor de los demás, en gloria que se olvida de los endemoniados y posesos del mundo. Ellos representan, pues, según Marcos, una experiencia inadecuada de resurrección en la montaña de Elías y Moisés, aislándose allí para siempre, construyendo las tiendas de la celebración judía. En ese sentido, podemos interpretar el Tabor de Pedro y de los zebedeos como una Jerusalén judeocristiana, con un Jesús que se encierra en los límites del pueblo judío y que en el fondo olvida la función universal de su muerte.
((Este Tabor ofrece, por un lado, una experiencia positiva, y todo nos permite suponer que Marcos ha recordado en esta escena un relato de aparición de Jesús resucitado: la gloria de Dios está expresándose en el Cristo de la pascua. Pero, al mismo tiempo, Marcos supone que ésta es una experiencia parcial, pues destaca un aspecto particular del triunfo mesiánico (con Elías y Moisés), pero corre el riesgo de olvidar el auténtico camino de cruz de este Jesús, a quien el mismo Dios llama su Hijo, pidiendo que todos le escuchen. Ésta es una experiencia que no ha logrado entender el sentido radical de la entrega de Jesús que penetra por la muerte en la miseria del mundo (simbolizada por el poseso de 9, 14-29) y que extiende su palabra hacia todos los humanos)).
9, 7-8. Éste es mi Hijo amado
7 Vino entonces una nube que los cubrió y se oyó una voz desde la nube: Éste es mi Hijo amado; escuchadlo. 8 De pronto, cuando miraron alrededor, vieron sólo a Jesús con ellos.
Ciertamente, Pedro y los zebedeos conocen algo que es muy positivo (han penetrado en una dimensión del misterio de Jesús), pero en sentido más profundo ignoran y no saben lo que dicen por miedo (en 9, 6 se pasa del singular de Pedro al plural, incluyendo a los zebedeos). La voz de Dios (¡éste es mi Hijo amado, escuchadle!) está diciendo a Pedro y a sus compañeros que deben acoger la palabra de Jesús y escucharle, pues todavía no lo han hecho.
(( Podemos comparar esa ignorancia y miedo del Pedro “taborita” (9, 6), que no sabía lo que decía, con el miedo de las mujeres de 16, 7-8, aunque las mujeres tienen la ventaja de haber seguido a Jesús hasta el final (15, 40-41. 47) y de haber llegado visto su tumba (15, 47); además, la mujer del vaso de alabastro ha penetrado en el sentido de la entrega y vida de Jesús (14, 3-9). A diferencia de ellas, este Pedro del Tabor no ha culminado su camino, no ha comprendido el sentido de la muerte de Jesús, no ha vuelto todavía a Galilea (16, 8), para reunirse con el resto de los discípulos e iniciar una iglesia verdaderamente cristiana)).
Los zebedeos y Pedro parecen partidarios de un mesianismo de poder y así quieren al Jesús poderoso (que les conceda el dominio sobre el mundo) y al Jesús glorificado (que les permita vivir ya en la gloria, más allá de la nube), sin recorrer su camino de amor hasta la muerte. Pues bien, la voz de Dios les invita a retomar el camino de Jesús desde el principio, desde el bautismo, para entender lo que ha significado su entrega al servicio de los demás, como indicará la continuación del texto (9, 9-29). En ese sentido se pude afirmar que esta experiencia pascual ha de entenderse de algún modo desde la promesa de 16, 6-7: ¡Id a Galilea, allí le veréis!.
((La transfiguración es por tanto una experiencia pascual, aunque deficiente (no completa). de Pedro y los zebedeos que buscan el aspecto glorioso del triunfo de Jesús, sin asumir su muerte, sin abrirse a los necesitados, en la línea de una fiesta de Sukkot, como culminación judía del evangelio. Al predatar esta experiencia pascual en el camino de la historia de Jesús, Marcos invita a quienes son como Pedro y a los zebedeos a tomar el camino de entrega de la vida, que culminará en la auténtica pascua de Galilea, para que así el Tabor del evangelio sea completo)).
Estos discípulos taboritas de Jesus han querido hacer tres tiendas y quedarse allí por siempre, deteniendo así la historia, en un gesto de glorificación anticipada, mientras otros muchos siguen sufriendo en la tierra. Ese deseo no puede cumplirse (ignoran lo que dicen: 9, 6), pero, en un sentido humano, parece normal. Es como si de pronto la historia hubiera culminado ya en la línea de aquello que Pedro pretendía al llamar a Jesús “tú eres el Cristo” y al pedirle que alejara de su camino de sufrimiento (8, 29-32); pero el texto de Marcos seguirá diciendo que eso es sólo un momento; la historia verdadera del Hijo del Hombre sigue en marcha.
Eso significa que ese deseo de gloria (sin asumir el sufrimiento de la historia) es simplemente un sueño: La voz de la Verdad (que es voz de Dios) sacude a los tres, les despierta y les invita a escuchar a Jesús y seguirle en el camino concreto de muerte por el reino. Esta Voz del Padre no se dirige ya a Jesús, diciéndole ¡tú eres mi Hijo!, como después del bautismo (1, 9-11), sino a sus tres discípulos y a través de ellos a todos los que crean y acojan el evangelio, diciéndoles: «¡Éste es mi Hijo amado, escuchadle!».
Dios había hablado dos veces a Jesús: la primera al decirle que había enviado ante él a su mensajero (1, 2, con cita de Is 40, 3); la segunda al llamarle Hijo querido, tras el bautismo (1, 11). Ahora no se dirige a él, sino a sus tres discípulos, para decirles sobre la Montaña su palabra definitiva: ¡Éste es mi Hijo amado, escuchadle! El signo de la nube y la nueva palabra de Dios evocan la experiencia del Sinaí, donde Dios se manifestó a Moisés, desde la nube (nephelê: cf. Ex 19, 13.16; 24, 15-16 LXX). Allí hablaba a Moisés, revelándole le Ley de vida para el pueblo. Ahora habla desde la misma nube (nephelê), dirigiéndose a los discípulos de Jesús (que son el nuevo Moisés, pueblo de Dios), para decirles que la “nueva Ley” es Jesús, Hijo de Dios.
((En otro tiempo, Dios habló desde la nube a Moisés, revelándole la Ley. Ahora Dios habla a los tres taboritas (a todos los cristianos y a los que quieran escuchar el evangelio), diciéndoles que en lugar de la Ley, han de acoger a Jesús, que es su Hijo amado. Testigos privilegiados de esta nueva y definitiva revelación, dirigida a los discípulos de Jesús, son Elías y Moisés, que asienten y certifican con su presencia esta revelación, que responde a la teología paulina (tal como aparece sobre todo en Gálatas y Romanos), según la cual la Ley (revelada a Moisés) ha sido trascendida (no negada) a través de Jesús, que es el Hijo de Dios (cf. Gal 4, 4), según los profetas. De esa forma, del cumplimiento de la Ley (que ha tenido y tiene su sentido en otros grupos judíos) pasamos a la escucha de Jesús, de un Jesús pascual (aparece en la montaña, transfigurado), que nos introduce de nuevo en el camino de su historia, dirigiéndose a Jerusalén)).
Los tres taboritas (y todos los cristianos) escuchan la voz engendradora (paterna) de Dios y descubren a Jesús como Hijo precisamente allí donde aprenden a seguirle en el camino de la cruz, con Elías y Moisés como precursores y testigos. Elías ha marcado el camino de Jesús (desde 1, 2); Moisés asiente y actúa como testigo de la revelación “paterna”, pues al llegar la plenitud de los tiempos Dios ha enviado a su Hijo, nacido bajo la ley, para “rescatar” a los que estaban bajo la Ley, de manera que pudieran alcanzar la filiación (Gal 4, 4-5).
La gloria de Dios como Padre se manifiesta sólo allí donde los hombres son capaces de seguir a Jesús, Hijo de Dios, en su camino de entrega a favor de los otros. Estamos en el centro de la gran llamada mesiánica de Jesús, que introduce a los hombres (representados por Pedro y los zebedeos) en la nube de la Montaña de Dios, en el nuevo y definitivo Sinaí pascual, es decir, en el lugar donde el camino de entrega del Hijo del hombre aparece nimbado de una gloria que se expresa en la Palabra de Dios que le constituye, ante todos, en la Nube, como su Hijo.
Ésta no es una gloria meramente futura (que llegará cuando todo el mal acabe), ni evasiva (como si no hubiera desgracias en el mundo), sino que se despliega y manifiesta precisamente en el camino de entrega de la vida. Escuchar a Jesús (¡eso es lo que pide el Padre!) significa seguirle en el camino de su entrega. Sólo en ese camino descubrimos que Jesús es Hijo de Dios (siendo, a la vez, Hijo de hombre, como dice 8, 31); contemplamos de algún modo su gloria, escuchamos la voz de su Padre y podemos responderle.
Estamos pues ante una experiencia pascual proyectada sobre el camino de la historia de Jesús. Como indica el primitivo fin de su evangelio (16, 1-8), Marcos ha velado cuidadosamente todo lo que se refiere a la visión concreta de Jesús resucitado: el joven de la pascua pide a las mujeres y discípulos que vayan de nuevo a Galilea donde podrán verle (16, 1-8), pero el evangelio no dice después cómo ni cuándo le han visto. Pues bien, el mismo Marcos parece habernos dado aquí un signo de lo que ha podido ser una visión pascual (y parcial) de Pedro y de los zebedeos en Galilea. Es evidente que la pascua de Jesús (después de seis días…) no se puede contar como se cuentan otros datos o momentos de la vida de Jesús, no es un escena nueva que se suma a las escenas anteriores, no es una experiencia al lado de las otras experiencias; pero ella se expresa en el mismo camino Jesús hacia Jerusalén.
((Todo Marcos, como evangelio centrado en la llamada de Jesús al seguimiento, es testimonio de pascua. El Jesús glorioso no niega su vida precedente, sino al contrario, va llevado a los caminos anteriores, para rehacer así el proceso del evangelio en una especie de recuperación mesiánica intensa de su entrega y de su muerte. Sobre el fondo de la cruz, como destrucción de todo mesianismo impositivo, como crisis de una comprensión triunfalista de la historia, emerge nuestra escena, como signo y promesa de resurrección, en medio del camino de muerte.
El mismo Jesús que rechazó a Pedro (8, 33) le llama de nuevo (se le manifiesta, de un modo pascual, precisamente en Galilea: cf. 16, 6-7), en compañía de Jacob y Juan, como en 5, 37 y luego en 14, 33, para conducirles (desde el trance de la muerte) a la fuente de la vida. De esta forma se repite, de algún modo, el esquema de ruptura y novedad de 1, 9-11: superando el profetismo del Bautista, Jesús escucha la palabra de Dios que le dice: ¡Eres mi hijo!. Pero ahora los que escuchan la palabra de revelación son los discípulos, a quienes el mismo Dios indica: éste es mi Hijo amado… (9, 7). Entendido así, este relato se encuentra bien medido y calculado, formando un contrapunto a la escena anterior de entrega mesiánica y rechazo de Pedro (y del conjunto de los discípulos)))