8 XII 2013. Amiga de Dios, María Inmaculada

Significativamente, la fiesta de la Inmaculada no tiene un Evangelio Propio, un evangelio donde se cuente la Concepción de María, madre de Jesús. De ella no dice el Nuevo Testamento nada, de manera que debemos venir a los apócrifos, como el Protoevangelio de Santiago, parar imaginar lo que pudo haber sido(en un contexto muy “piadoso”, pero poco evangélico). Para celebrar la Inmaculada, la liturgia acude a un texto general, de hondo sentido simbólico: Lucas Lc 1, 26-38).
Ciertamente, ese texto venerable habla de María, la madre de Jesús. Pero hablando de ella expone algo que vale para todos los cristianos. como supieron y comentaron los Padres de la Iglesia.
-- Todos podemos dialogar y dialogamos con Gabriel (=Mensajero poderoso de Dios), como dialogó María, descubriendo en nuestra vida la presencia activa del misterio.
-- María no dialoga con Dios a solas (¡sólo ella!) sino que lo hace como desposada de José (¡dialogando con él!), en gesto de comunión personal. Por eso, lo que vale para ella vale al mismo tiempo para su desposado.
-- Este pasaje de Lucas (¡y la fiesta de la Inmaculada!) nos abre a la nueva experiencia de la Iglesia (¡de la humanidad!) que aparece ya no sólo como oyente, sino como colaboradora de la Palabra.
Los textos más venerables del judaísmo y del islam presentan a Abrahán como amigo de Dios. Sin negar esa visión, el Evangelio de Lucas presenta a María como amiga de Dios por excelencia, no por privilegio que la separa, sino por vocación que la une a todos los creyentes. Ser amiga de Dios y dialogar con él, al servicio de la Vida, eso es ser inmaculada.
Texto
(a) 26 Al sexto mes, envió Dios al ángel Gabriel a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, 27 a una joven prometida a un hombre llamado José, de la estirpe de David; el nombre de la joven era María. 28 El ángel entró donde estaba María y le dijo: –Dios te salve, llena de gracia, el Señor está contigo.
(b) 29 Al oír estas palabras, ella se turbó y se preguntaba qué significaba tal saludo. 30 El ángel le dijo: –No temas, María, pues Dios te ha concedido su favor. 31 Concebirás y darás a luz un hijo, al que pondrás por nombre Jesús. 32 Él será grande, será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, 33 reinará sobre la estirpe de Jacob por siempre y su reino no tendrá fin. 34 María dijo al ángel: –¿Cómo será esto, si yo no tengo relaciones con ningún hombre?
(c) 35 El ángel le contestó: –El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que va a nacer será santo y se llamará Hijo de Dios. 36 Mira, tu pariente Isabel también ha concebido un hijo en su vejez, y ya está de seis meses la que todos tenían por estéril; 37 porque para Dios nada hay imposible. 38 María dijo: –Aquí está la esclava del Señor, que me suceda según dices. Y el ángel la dejó (Lc 1, 26-38).
Amiga de Dios
Aquí podemos hablar de María, y decir que ella es amiga de Dios, pero también podemos invertir la frase y presentar a Dios como amigo de María. Ambos son distintos y, sin embargo coinciden en el mismo gran deseo de dar vida, ofrecer el propio ser al hijo, en gesto de apertura generosa que se expande hacia el conjunto de la humanidad.
La incitativa parte de Dios, pero es evidente que su acción (la palabra de llamada del ángel que le dice: (concebirás...!) responde al deseo más profundo de María y lo explicita y desarrolla hasta su límite más hondo. Este es un Dios que se dirige al corazón y cuerpo, al alma y vida entera de María, haciendo que ella exprese todo su ser al responderle.

Por su parte, María responde a Dios con plena libertad, como mujer que ama, como madre que desea un hijo, como hermana que se pone al servicio del conjunto de la humanidad. Ella es distinta de Dios (sólo en cuanto separados pueden dialogar y amarse) y sin embargo los deseos de ambos se vinculan y coinciden: cada uno quiere al otro, los dos buscan al Hijo.
De esa forma, la paternidad de Dios se expresa a través de la libre respuesta de María y la maternidad de María culmina allí donde expresa y traduce en forma humana el misterio eterno de Dios Padre. Así lo ha venido a mostrar en belleza insuperable el texto de la Anunciación (Lc 1, 26-38), que ahora presentamos de una forma esquemática, poniendo en boca de Dios las palabras de su ángel (Gabriel significa poder de Dios) y destacando los rasgos más significativos:
Las tres partes del texto:
- a. Primer diálogo. Introducción (Lc 1, 25-28). Dios saluda ((Ave, alégrate!) y María se extraña y se turba porque ese saludo rompe los esquemas normales de palabra y cortesía de este mundo. Suele ser el inferior el que comienza presentando sus respetos; aquí es Dios, ser Supremo, quien se inclina ante María y le ofrece su presencia.
- b. Segundo diálogo. Promesa y objeción (Lc 1, 29-34). Dios le tranquiliza ((no temas!), prometiéndole precisamente aquello que María, como buena israelita y madre, había deseado más que nada sobre el mundo: (concebirás, tendrás un hijo, será grande, y Dios mismo le dará el trono de David su padre! Su hijo cumplirá la esperanza de Israel, el sueño y deseo de la humanidad entera. Pero María se atreve a objetar al mismo Dios: (no conozco varón! De tal forma se coloca en manos de Dios y purifica su deseo que, queriéndolo todo (al mismo Dios), parece que no quiere nada (ni el encuentro normal con un varón).
- a. Tercer diálogo: Espíritu de Dios y voluntad de María (1, 35-38). Dios acepta piadoso y reverente el argumento de María. Ella le ha dicho que no quiere encerrarse simplemente en la línea de generaciones de la historia, como una mujer más en la espiral de deseos de deseos y conocimiento de varones. Dios lo entiende y responde a María diciéndole que se ponga en manos de su deseo divino: (vendrá el Espíritu Santo sobre ti...! . Al escuchar eso, ella responde reverente y admirada: (hágase en mí según tu palabra!.
Voluntad de Dios (Espíritu Santo) y voluntad de María (fiat) se han unido para siempre. Ya no son como dos barcos separados, cada uno por su rumbo, Dios por uno, humanidad por otro, sin jamás juntar sus velas ni encontrarse. Ahora se han juntado. Por vez primera en los inmensos siglos de la historia se han encontrado, deseando lo mismo. Dios quiere como Padre que su Hijo nazca en la historia de los hombres; para eso necesita y busca la colaboración libre de María. Por su parte, al ponerse a la escucha de la Palabra original, María ha querido que su más honda fecundidad de mujer, persona y madre, esté al servicio de la manifestación salvadora de Dios.
Deseo de Dios, deseo de María
Se han juntado de esta forma dos deseos fuertes, las dos palabras más intensas de toda realidad, en respeto mutuo, en libertad creadora. Cada uno a su nivel ha colaborado: Dios que todo puede necesita que María le escuche, que confíe y responda con toda su persona (cuerpo y alma) para que se encarne su Hijo entre los hombres; María necesita que Dios mismo se revele, que actúe a través de ella (con ella) para realizar de esa manera su más hondo deseo de mujer y de persona.
El pecado es deseo de hombre separado del deseo de Dios y encerrado en un circulo de endiosamiento falso que termina siendo fuente de ruptura con el mundo, de violencia y muerte, de clones y clones, de esclavos y esclavos. Pues bien, ahora se abre por primera vez en el camino de la historia, aquello que pudiéramos llamar la gracia original: Dios y el ser humano han dialogado en libertad, se han unido los dos en un mismo deseo, poniendo cada uno lo más hondo de su vida en manos del otro.
Dios como Padre ha dado a María lo más grande, el propio ser eterno: le ha confiado su tesoro más hondo y más frágil, la riqueza y gracia de su vida, el Hijo eterno. Por su parte, María ha puesto en manos de Dios lo que ella es (como mujer, persona) y lo que puede engendrar (su mismo hijo). En este trueque o intercambio (que la liturgia suele presentar como admirable comercio) Dios se expresa del todo como ser divino y Padre sobre el mundo y María viene a realizarse en plenitud como persona humana en gracia.
Por eso decimos, con el dogma cristiano, que ella es Inmaculada. Quizá podamos decir que ella se va haciendo Inmaculada al dialogal con Dios en plenitud, sin egoísmo. Allí donde un frágil ser humano (una mujer y no una diosa, una persona de la tierra y no una especie de monstruosa potencia sobrehumana) es capaz de escuchar a Dios en libertad y dialogar con él en transparencia surge el gran milagro: nace el ser humano desde Dios, el mismo Hijo divino puede ya existir en nuestra tierra.
Sólo aquí, en este diálogo de amor fecundo, podemos y debemos afirmar que María es Inmaculada. Ciertamente, Dios mismo le ha debido guiar desde el momento de su origen humano (Concepción); pero ella misma debe asumir su origen como propio, para así ratificarlo y realizarse como persona que acoge el deseo de Dios y le responde con su más hondo deseo.
No quiere Dios el vacío de María, no busca su silencio ni se impone con violencia sobre ella. Dios la quiere ya en persona: desea su colaboración; por eso le habla y espera su respuesta. Esta es una escena (Lc 1, 26-38) que pudiera llamarse diálogo del consentimiento: María ha respondido a Dios en gesto de confianza sin fisuras; ha confiado en él, le ha dado su palabra de mujer, persona y madre. Ella y Dios se han vinculado al Hijo común de Dios y de la misma historia humana (de María).
Querer de Dios, querer de una mujer
Este es el misterio, este el gran enigma: que Dios puede querer, con su mismo ser divino e infinito, lo que quiere una mujer; y que ella quiera desear en cuerpo y alma (en carne y sangre, en espíritu y en gracia) aquello que desea Dios. Ciertamente son distintos, deben serlo; cada uno se mantiene en su nivel, uno es el Padre eterno, otra María, la mujer concreta de la historia humana; pero ambos se han unido para compartir una misma aventura de amor y de gracia, la historia divino/humana del Hijo de Dios que es el Cristo de los hombres.
Como hemos indicado ya, y como la Iglesia Católica ha expresado con gran fuerza en su experiencia de oración y su liturgia, en el fondo de esta escena hallamos formulado, al menos implícitamente, el dogma de la Inmaculada.
Este es ante todo un dogma sobre Dios: expresa la certeza de que él ha querido comunicarse de manera transparente con los hombres; ha buscado y encontrado en María un interlocutor capaz de escucharle y responderle, compartiendo su mismo deseo de vida (de Hijo).
Pero este es también un dogma sobre María: expresa el hecho misterioso de que ella se ha mostrado transparente al deseo de Dios, dialogando con él en libertad y pudiendo hacerse madre de su mismo Hijo divino.
Inmaculada, dogma de amistad
Relacionando a Dios con María, en amistad de diálogo perfecto, el dogma de la Inmaculada la vincula con todos los humanos: ella no dialoga con Dios para sí misma (por deleite privado o sólo interno), sino en nombre de todos los humanos (como representante de la historia) y para bien del mundo entero. Rompe así la cadena de mentiras de Adán, el egoísmo y violencia de una humanidad que veía a Dios como competidor envidioso o Señor impositivo.
Por eso decimos que María es Inmaculada por nosotros, para nuestro propio bien y salvación: a fin de que podamos superar nuestro egoísmo y dejar de cautivarnos (de luchar, de dominarnos) unos a los otros. Ella nos muestra de esa forma (con su propia apertura a lo divino) que es posible vivir en libertad, dialogando con los otros, al servicio de la comunión y vida expresada en Jesucristo. No estamos condenados a luchar y esclavizarnos, en violencia siempre repetida y aumentada; no estamos obligados, por razón de seguridad personal y de supervivencia grupal, a responder con lucha a la lucha de los otros. El signo de María Inmaculada es principio de gratuidad y diálogo: podemos dialogar con Dios y confiar así los unos en los otros.
Inmaculada, un diálogo de amor
Esta es la insignia de María Inmaculada: ella es apertura dialogal. Frente a un mundo que parece que no tiene más respuesta que el miedo y violencia, frente a una humanidad que se defiende sometiendo (esclavizando) a los débiles, María viene a presentarse como signo de diálogo: ha confiado en Dios, pone su vida al servicio del Mesías, es decir, de la libertad y confianza entre los hombres.
María realiza este servicio siendo (haciéndose) madre: su misma persona se hace fuente y espacio de vida para los demás. Conforme a unos ejemplos que están condicionados por formas miedosas y algo regresivas de entender la sexualidad, se ha dicho a veces que María es Inmaculada porque ha sido un huerto cerrado, fuente bien guardada donde sólo Dios puede venir a deleitarse o beber agua. Esa es una imagen muy pobre de lo que significa María Inmaculada, conforme a lo que aquí estamos mostrando:
- María es Inmaculada por su diálogo con Dios: porque ha sabido escucharle desde el fondo de su vida y responderle. Sólo así, al ponerse plenamente en manos del Padre, compartiendo su mismo deseo de Hijo (o salvación), ella se hace madre del Cristo sobre el mundo.
- María es Inmaculada porque dialoga con los hombres, porque ha puesto su vida al servicio del mesías universal, haciéndose amiga y hermana (madre) de todos. Ella es, por tanto, un huerto que se abre para que otros puedan encontrarse y encontrar a Dios en sus praderas; ella es fuente de agua que se expande y llega en Cristo al mar de los humanos.
Ciertamente, sólo Cristo es salvación de Dios ya realizada, nueva humanidad fraterna. Pero el surgimiento de Cristo hubiera sido imposible sin la colaboración gratuita, redentor, de María. Ha necesitado el Padre Dios una persona que pueda realizar sobre la tierra la tarea de ser madre humana de su Hijo: acogerle en libertad (sin ser violada), educarle en gratuidad (sin imposiciones, represiones, miedos), para que ese Hijo pueda crecer y desplegarse luego como Cristo, es decir, como liberador de todos los humanos.
Inmaculada, una persona transparente
Una inmaculada bien cerrada en su pureza egoísta, en medio de este basurero de humanidad, una mujer que se aísla y sólo vive para sí (centrada en un Dios de pura intimidad), mientras el mundo sigue padeciendo, no sería lo que el dogma cristiano afirma al confesar que María es Inmaculada, es decir, amiga de Dios, haciéndose amiga de los hombres. Al servicio de todos ha expresado su vida; para libertad y redención de todos es persona.
Por eso la llamamos la Inmaculada Concepción: porque es transparente desde Dios y ante los hombres desde el mismo momento en que sus padres, en gesto concreto y santo de unión marital la engendraron; de esa forma ratifica en su origen la misma unión sexual de la que nacen los humanos, en contra del sentido que a veces se ha dado a la palabra Concepción. Ella es Inmaculada desde su principio y condición carnal. De dos seres humanos bien concretos, que según la tradición se llaman Joaquín y Ana, ha nacido María, comenzando a ser Inmaculada desde entonces.
Pero María no es Inmaculada sólo (y sobre todo) en su concepción sino en su vida entera, tal como se expresa y condensa en el relato de su encuentro con Dios (Lc 1, 26-38): vence al pecado, se hace Inmaculada, en actitud constante de diálogo con Dios y de apertura (entrega) al servicio de los hombres, por medio de Cristo, su hijo, que es mesías. No ha reservado nada para sí, todo lo ha puesto en manos de Dios, para servicio y libertad de los humanos. Por eso decimos que es Inmaculada.
Inmaculada, una devoción del pueblo
Esta experiencia profunda de María, amiga de Dios e Inmaculada, se ha expresado en muchas formas de devoción y piedad popular. Los cristianos han descubierto a María como la amiga de Dios por excelencia. Por eso saben que ella ha roto las cadenas del pecado, viniendo a presentarse como signo de libertad y liberación para los humanos.
En María se condensa según eso la experiencia de la plenitud humana. Ella ha sido como un catalizador, un signo en que han venido a condensarse los aspectos más hermosos de la esperanza de una humanidad muchas veces falta de cariño y esperanza. Estos son algunos de los rasgos que han venido destacando los cristianos:
- María es Esposa de Dios en el sentido más profundo de amiga y colaboradora; se han unido los dos en matrimonio espiritual perfecto, han compartido el mismo Hijo (que es al mismo tiempo el hijo de José, es decir, de la historia humana). Ella es la expresión y garantía de que también nosotros podemos vincularnos a Dios en una especie de donación mutua muy honda.
- María es limpia ante Dios y transparente. En ella se supera eso que podemos llamar la obsesión de mancha y pecado de la historia. Ella ha roto la coraza de egoísmo, de violencia y muerte que mantiene sometida desde Adán a nuestra historia. Es amiga (esposa) de Dios, también nosotros podemos ser limpios y amigos.
- Por eso le rezamos con el Ángel de la Anunciación: (Dios te salve María...! Dios os salve, Virgen pobre, que sin tener nada propio, por gracia de Dios sois señora de todo imperio y señorío salvador sobre la tierra. Del amor y palabra afirmativa de María (¡fiat!) ha brotado la gracia y salvación para los hombres.
- Como Amigo verdadero, Dios dado a la madre de Jesús su gloria entera. Por eso se le canta en la Asunción: Venid Reina excelente, subid Madre gloriosa... Los misterios gloriosos de Dios (y del Rosario de María) culminan en la Coronación; con María y como ella alcanzaremos también la gloria plena.
En esa línea, la experiencia de María inmaculada resulta inseparable de la experiencia y el amor de José, conforme ha sabido la tradición más honda de la iglesia. (Éste es un tema que hoy no desarrollo, pero el sabio lector sabrá que está presente en todo lo que digo).
Inmaculada, signo de libertad
Sobre ese fondo de vida gozosa, de fiesta y de canto, del pueblo cristiano que sigue celebrando el Misterio de Dios en María queremos evocar los elementos más comprometidos y liberadores de su devoción, de tal forma ella pueda presentarse como Virgen y Madre de Merced o Misericordia (Perpetuo Socorro, Auxilio de creyentes....) para todos los que viven tristes y afligidos sobre el mundo.
La primera enseñanza de María es su ejemplo de diálogo. Ha conversado con Dios, para bien de los humanos (conversando, sin duda, con José, en el sentido más profundo, como sabe en otra perspectiva el evangelio de Mateo). También nosotros podemos hacerlo. Esto significa que debemos escuchar: dejar que los demás nos hablen, confiando Dios por medio de ellos. Esto significa que debemos responder, poniendo nuestro amor y nuestra vida al servicio de los otros.
Ser cristiano es dialogar en libertad, es decir, dejando que los otros sean ellos mismos, que puedan expresarse de manera autónoma, sin imposiciones exteriores, sin miedos interiores. Tenemos que dejar que ellos expresen sus deseos, que confiesen y presenten aquello que en verdad les ilusiona para ser felices. No empecemos exigiendo, suplantando el deseo de los otros, diciéndoles aquello que ellos deben desear o pretendiendo que se porten lo mismo que nosotros. Que sean ellos mismos y que puedan expresarlo confiados, este el principio de todo diálogo.
Ser cristiano es dialogar ofreciendo libertad allí donde la vida de los otros se halla amenazada, en peligro de perderse. El verdadero diálogo se goza en la igualdad. Por eso donde no existe igualdad ha de crearla, ofreciendo para ello gracia fuerte, tanto en plano personal como social. Como sabemos por Lc 1, 26-38, Dios mismo ha empezado concediendo a María dignidad y autonomía, para poder hablar con ella, para colaborar unidos en el surgimiento del Hijo.
No quiere Dios esclavos, ni clones, quiere amigos.
Tampoco el ser humano verdadero quiere esclavos, sometidos bajo hierros y cadenas, sino hermanos, compañeros del alma, para dialogar y trabajar con ellos en confianza compartida. Sobre un mundo donde el ideal de la amistad tiende a cerrarse en círculos pequeños de intimidad egoísta, mientras los grandes grupos sociales combaten entre sí y se engañan, María viene a presentarnos su camino de amistad universal, de vida dialogada.
Sólo en este contexto de diálogo amistoso recibe sentido el surgimiento del Hijo (de los hijos). De la violencia brota sólo otra violencia, de la imposición no nace más que nueva imposición. Sólo en ámbito de gracia (de diálogo con Dios y con los hombres) puede surgir gracia nueva. En este contexto se puede confiar en el futuro, entendido como don que nosotros mismos vamos preparando y no como un ensueño que brota mágicamente desde fuera, independiente de aquello que seamos.
En este contexto adquiere su sentido la visión del pecado y la Inmaculada. Pecado es lo que rompe nuestra relación con Dios, el diálogo quebrado que nos deja luchando a unos con otros, en gesto que sólo culmina con la muerte. En contra de eso, Inmaculada es la persona que ha vivido siempre en diálogo con Dios y con los otros; así es María, la sin pecado. Nosotros no podremos ser quizá plenamente inmaculados como María, pero iremos acercándonos a su ideal en la medida en que, venciendo la violencia, aprendamos a confiar los unos en los otros, dialogando en amor y deseando juntos aquello que Dios ha deseado, es decir, el despliegue pleno de su gracia en Cristo.