Entre la amistad y la convivencia (Pedro Zabala)

Termino hoy esta pequeña trilogía de P. Zabala, pasando del fin de la ETA y del sentido de la fe (de Dios), a los temas de la amistad y convivencia, que nos sitúa en el centro de la problemática social y del gozo de la vida.

Gracias, Pedro, por tu presencia en el blog. Espero que estés ya casi del todo curado del "accidente" de tu caída. Tus temas han sido un soplo fresco para el blog. Mañana quiero iniciar un un comentario "fuerte" de exégesis bíblica, sobre el tema del "fin de los tiempos", es decir, sobre la urgencia del amor, del respeto y de la ayuda a los demás en el centro del tiempo.

Importante es la amistad, Pedro, y las otras formas de amor. Son el oxígeno de la vida. Sin amor morimos, podemos suicidarnos todos... (y un tipo de sociedad sólo técnica parece llevarnos al suicidio colectivo de lo humano. El amor-amistad es la esencia de la vida, y sin ella (sin amor) la planta humana muere.

Pero, al lado del amor, es necesario vertebrar la convivencia... Una convivencia que en el fondo es un modo "ordenar el amor", organizar la vida. El amor no se puede comprar ni vender, ni organizar. La convivencia puede y debe organizarse, incluso técnicamente, en la línea de lo que se llama "política", es decir, el orden de la polis.

Un abrazo, Pedro,por decirnos las cosas que dices.


LOS LÍMITES DE LA AMISTAD
Pedro Zabala


Continuamente nos damos cuenta que todos los humanos somos seres limitados, muy limitados. Esta limitación se manifiesta de manera más especial en el campo de las relaciones humanas. Nos es difícil congeniar con todas las personas con las que nos relacionamos. Y no es que sea cuestión de mala voluntad. Somos distintos y en nuestras formas de ser se aprecian esquinas que rozan o chocan con las de los demás, de una forma, a menudo inadvertida inicialmente, pero que luego se hacen más palpables.

Cuando empezamos a conocer a una persona, nos hacemos de ella una imagen apresurada. De una forma intuitiva, sí que sabemos si nos cae bien, menos bien, o quizá hasta mal. Leí hace tiempo que esta sensación está mediada por el olfato, a un nivel por debajo del umbral de la conciencia. Lo que suele ocurrir, creo yo, es que ese nivel de empatía suele ser recíproco. La atracción o la aversión tienden a coincidir. Claro que también puede suceder es que esa impresión primera cambie de sentido con el transcurso del tiempo y con ocasión de otros encuentros.

Conforme vamos tratando a personas que entran en nuestra vida, nuestro nivel de conocimiento de ellas va en aumento. A menudo nos sorprenden, mostrándonos facetas de su personalidad que ni sospechábamos antes. Y percibimos que, como todos, reaccionan de distinta manera, según las situaciones, los ambientes y las personas donde y con quienes se encuentren. Y la sorpresa que experimentamos nosotros es similar a las que encuentran esas personas al ir descubriendo facetas de nuestra personalidad que antes desconocían.

La ventana de Johari se llama esa descripción psicológica de las partes que constituyen el conjunto de una personalidad:
Lo que yo conozco de mí y que los demás también saben;
lo que yo sé de mí, pero que los otros ignoran;
lo que los otros saben de mí y yo desconozco,
y, por último, lo que ignoramos sobre mí, tanto yo como los demás.

Cuando alguien hace de nosotros una descripción que no se acomoda a lo que pensamos de nuestra personalidad, nos sorprende, positiva o negativamente. Esa extrañeza nos puede llevar a rechazarla o a reflexionar si es cierta esa apreciación. Un buen amigo es quien no nos oculta su opinión sobre nosotros, su valoración tanto de actos concretos de nuestra conducta como su impresión sobre las actitudes que están detrás de ellos. Es bueno desconfiar de quien sólo encuentra parabienes en nuestra vida; o es un cegato o nos adula para sacar de nosotros algún provecho.

La lealtad es una cualidad esencial para una buena relación humana. Tanto en la esfera de la amistad como en la de la rivalidad. Un amigo que no es leal, no es capaz de decirnos cara cara sus opiniones, no nos censura nuestros fallos, no aplaude nuestros aciertos. Claro que el afecto nos suele a llevar a disculpar las faltas de quienes queremos. Pero el cariño verdadero no puede cegarnos: debemos ser capaces de ver sus imperfecciones, respetarlas y seguirlos queriendo, a pesar de ellas y, quizá con más ternura, gracias a ellas. Un ser demasiado perfecto, ¿acaso no sería insoportable?.

En la vida social, y más en la sociedad mercantilista que hemos creado y seguimos manteniendo, nos encontramos a menudo con competidores. Personas o grupos que rivalizan con nosotros. En esas pugnas, hay quienes actúan de buena fe, con lealtad y respeto. Pero desgraciadamente, parecen predominar las puñaladas traperas, las descalificaciones, las zancadillas, los insultos y el arremeter contra la vida privada, aireando trapos sucios, reales o inventados. Los negocios, la política, los medios de comunicación y otras esferas que, por su naturaleza, debieran estar alejadas de la lucha por el poder son escenarios de esas deslealtades antihumanas.

El no juzgar, además de un mandato evangélico, es un regla racional de conducta para todos que, si la aplicamos, nos evitará incurrir en fallos groseros e injustos. Desconocemos el interior de las personas, sus intenciones y, a menudo, su historia personal. De saberlo comprenderíamos mejor sus reacciones. ¡Si aplicásemos idéntica regla de medir a nuestros actos que a los de los demás!

Cada etapa de la vida tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Con los años, al hacernos mayores, tenemos la oportunidad de emplear nuestra experiencia para mejorar nuestras relaciones. Relativizaremos muchas cosas, siempre que no nos aferremos a conservar o incrementar cualquier parcela de poder. Podemos permitirnos el lujo de dejar de competir, de no mirar ya a los otros como posibles rivales; de verlos como son, personas como nosotros que sólo en la comprensión, la armonía y el cariño encuentran la felicidad.

Esto no quiere decir que siempre acertemos a la hora de crear, mantener y desarrollar relaciones de amistad. Los malentendidos, las expectativas erróneas, el desconocimiento mutuo pueden truncar muchas amistades nacientes. Y puede que más de alguna persona nos diga que no le interesa nuestra amistad, que prefiere no tener relación alguna con nosotros. Sin mal intención, ni mala fe, por su parte. A lo mejor, somos nosotros, los que nos hemos equivocado, los que no respondimos a lo que ellas esperaban de nosotros. ¿Qué le vamos a hacer?. Son las limitaciones de la condición humana que se reflejan también en el terreno de la amistad...


LA CONVIVENCIA HUMANA: UN DIFÍCIL APRENDIZAJE Pedro Zabala

Todos queremos tener razón. Lo peor es que algunos creen tenerla en exclusiva. Y sostienen que quienes les llevan la contraria, o son ignorantes o tienen mala fe. Estos son los fanáticos. Opino que suelen ser una minoría dentro de la sociedad. La mayoría no ha sido educada para pensar por cuenta propia, críticamente. Lo peor de los fanatismos es su carácter contagioso. Pueden arrastrar a muchos de esa masa infantilizada que aún no ha descubierto el placer de usar la propia razón. La pseudo-verdad fanática tiene un atractivo para ellos: simplifica todo, o blanco o negro, nosotros o los otros, verdad o mentira. Les ofrece seguridad; no necesitan dudar: les muestra una receta segura para ignorar los complejos aspectos de la realidad. Ya lo advertía Francis Bacon: Quien no quiere pensar es un fanático. Quien no puede pensar es un idiota. Quien no osa pensar es un cobarde.

Son tres los campos donde más suele darse ese contraluz tenebroso del fanatismo. El religioso, con sus fundamentalismos integristas. El político con sus extremismos totalitarios. Las identidades comunitarias con sus nacionalismos excluyentes. Claro que pueden darse en cualquier campo de las actividades humanas: ejemplo, el deporte con esas masas exacerbadas en pos del éxito de su equipo favorito.

Son varias las características que se dan en esos grupos fanatizados.

Señalaré sólo dos.

Su incapacidad absoluta para la autocrítica. Los fallos, los errores, las culpas son siempre de los enemigos. Ellos, cada uno de ellos, son siempre víctimas de la malquerencia de sus rivales. Todo lo más, no han sabido explicarse, les ha fallado la presentación de su imagen exterior. Y si tienen, abrumados por las circunstancias, que pedir disculpas, lo harán, eso sí con muchas reticencias, sobre hechos pasados, alejados del presente.

El segundo rasgo que más me llama la atención en su ausencia de sentido del humor. El mal café, sarcástico y vitriólico, lo reservan para los otros, sus competidores. No pueden reírse de sí mismos. Supondría reconocer alguna debilidad, capaz de suscitar hilaridad. Y no toleran, en absoluto, que desde fuera tomen a chacota sus creencias, sus símbolos, sus ritos. Cuanto mayor es el grado de su fanatismo, mayor su respuesta intolerante que puede llegar a ser violenta y hasta asesina. Y los que no llegan a ese extremo, comprenden y disculpan esas reacciones, casi como si envidiasen esa ciega devoción por lo suyo. De estas dos características brota, a mi juicio, la facilidad con que en los grupos fanáticos se dan síntomas paranoides: siempre son o tienden a presentarse como víctimas de los ataques de sus enemigos.

¿Qué hacer con los fanáticos?. Pretender dialogar con ellos, es una pérdida de tiempo. Para Chesterton, el silencio es la réplica más aguda. Pero, por lado, el silencio puede hacernos cómplices del contagio que provocan o pueden provocar, en aquellas gentes cuya indolencia les incapacita para pensar. Es hacia ellos, donde deben dirigirse nuestras palabras de concordia. No será fácil, porque no podemos atraerlos con otro dogma disfrazado de única verdad que nos haría recaer en otro fundamentalismo. Sólo mostrarles el camino que deben emprender para acercarse a la verdad. Son ellos, despertando de su modorra intelectiva, los que pueden hacerlo, aunque estén necesitados de estímulos externos. Y como siempre, no son fríos discursos racionales los que motivan, sino vida ejemplar donde se hagan carne esas ideas que juzgamos certeras.

Quienes más suscitan la animadversión y hasta el odio de los fanáticos con precisamente aquellos que comparten algo de lo que dicen y, sobre todo, nada de cómo lo dicen. Los tildan de herejes o traidores, según la esfera, religiosa o secular, en la que actúen. Y, cuando son sociedades pre-modernas en las que no hay distinción entre ambas, los dos epítetos valen lo mismo. No razonan para convencerlos de sus posibles errores. El insulto, la descalificación, les ahorra semejante trabajo. La esencia de la postura de los fanáticos, es que quienes no están con ellos, hasta la última coma, están contra ellos.

Repiten machaconamente la frase evangélica "la Verdad os hará libres". Pero confunden "su" verdad, su parcial y alicorta comprensión y aprehensión de la verdad objetiva, con esa captación total de la realidad, inalcanzable para el ser humano. Y cuando se completa la frase advirtiendo que sólo la libertad nos hará verdaderos, saltan inmediatamente, acusando esa postura de relativista, negadora de la existencia de la verdad. El que luego se usase falazmente en el ruedo político, no autoriza ese ataque que sólo tiene explicación para quienes han hecho del acatamiento ciego el eje de su existencia.

La libertad que hace verdaderos no es el capricho voluble, sino la respuesta sincera a la realidad de los humanos que fatigosamente se esfuerzan por ir descubriendo parcelas de verdad. Responsabilidad, conciencia de la precariedad de nuestros límites, diálogo respetuoso, son los hitos de una convivencia digna de ser llamada humana, por basarse en esa búsqueda constante de la verdad.
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