El judaísmo, promesa de paz y renuncia a la guerra (para M. Sabán)

Mario Sabán, el más fecundo investigador judío de lengua castellana de la actualidad, autor de más de Dios libros sobre judaísmo y cristianismo, respondió el otro día en mi blog diciendo que no quería discutir sobre la tesis que yo defendía que, diciendo para ser fiel a su origen y destino, el judaísmo como religión debía renunciar al Estado militar de Israel y a la guerra. Como argumento ponía que Jesús, fundador del cristianismo, había sido un buen judío pues había confesado la Unidad de Dios, según el Shema (Dt 6, 4). Acepto plenamente su argumento: Jesús fue un buen judío (a mi juicio, el mejor y más significativo). Pero quiero añadir que el mismo judaísmo (la Biblia Judía) ofrece el más alto testimonio de paz (de renuncia a la guerra) que yo encuentro en la historia de las religiones (de la humanidad).
Por eso, al decir que debe optar por una paz fundada en el testimonio de su tradición (de su riqueza espiritual y nacional) y en la renuncia a las armas, no estoy queriendo combatir o destruir al judaísmo, sino fundamentarlo en aquella que, a mi juicio, es su raíz más honda. Más aún, las afirmaciones que el judaísmo hace sobre la paz no sólo “para los judíos”, sino que las entiendo como universales: valen también para mí, es decir, para los cristianos. Por eso, si pido a los judíos que renuncien a la guerra para ser fieles a su historia, tengo que pedir también a los cristianos que lo hagan: que renuncien a casi 1600 años de historia violenta (de persecuciones contra los judíos, de ejecución de “herejes”, de insumisiones y guerras religiosas), que aún no han sido superadas porque, en su nivel minúsculo, el Vaticano es también un Estado Militar (tiene su Guardia Armada) y sigue defendiendo la guerra.
Amigo Mario, cuando digo que el judaísmo ha de hacer pacifista, digo también que el Cristianismo (que en esto ha de ser judío, como tú bien dices que Jesús fue judío) ha de volverse pacifista, en sentido radical. No digo sin más que el Estado de Israel renuncie mañana a las armas y deje a sus millones de habitantes en manos de la “ira destructora” de algunos de sus vecinos, pues como Estado tiene su propia dinámica… Pero digo que el judaísmo, ya, desde hoy mismo, como experiencia y tradición religiosa haga una opción radical por la paz, repitiendo y actualizando así su historia, que entiendo como un camino que va de la Guerra Santa a la Paz mesiánica-
Lo mismo digo para el cristianismo (y en especial para el cristianismo católico): le pido que renuncie al Estado Vaticano y a todos los pactos militares, pidiendo a los estados de tradición cristiana (¿España e Inglaterra, USA y Rusia) que renuncien activamente a las armas y a la guerra. Para ti va la reflexión que sigue, querido Mario. Es un poco larga, pero prefiero dejarla así entera. La mantendré “colgada” en la portada del blog por dos largos días; feliz fin de semana a todos: ¡Shalom Shabbat, Santo día del Señor!


Un tema en dos partes. De la Guerra Santa a la Paz


En un sentido, la Biblia israelita (el Antiguo Testamento de los cristianos ) es un manual de guerras, pero ella contiene también una gran profecía/promesa de paz. De esa manera, ella nos ayuda a plantear el tema de una conversión y educación para la paz.

a. Guerra santa. Victoria de Dios y sus soldados.

Por la Biblia, y por otras culturas de su entorno sabemos que en tiempos del antiguo Israel había diversos tipos de hombres sagrados que pronunciaban oráculos en nombre de Dios o del Poder (Espíritu) divino: profetas de Mari y videntes de Canaán, Siria y Fenicia, que aparecen en 1 Re 18, 25 ss o Is 28,7 ss. Ellos se movían lógicamente en el nivel de la religión/ideología de tipo patriarcalismo guerrero, que hemos evocado ya en el capítulo anterior, en cap. 2 b5. «Los medios que emplean para obtener el estado de máxima excitación religiosa son la música, la danza, movimientos violentos, autolaceración, gritos, fijación de todo lo que es ajeno. Lentamente se va produciendo en el grupo (de nebiim, profetas) el entusiasmo, la exaltación, el delirio, el transporte de la mente... Las bandas de profetas de Israel pertenecen, a su modo, a este mundo. La música, el contacto con los lugares sagrados, cierta clase de movimientos convulsivos que practican, arrojándose por tierra, contribuyen a ponerles en una atmósfera de tensión religiosa que culmina con el éxtasis».

Pues bien, en la línea de esos profetas surgieron los guerreros sagrados, es decir, los carismáticos violentos que han interpretado la presencia de la ruah o espíritu divino como exigencia de compromiso militante al servicio de la obra de Dios; éstos son los guerreros santos, soldados sagrados que van al combate movidos por Dios, poseídos por su fuerza, para realizar su obra. En casi todas las religiones antiguas encontramos ejemplos de este tipo. Ellos destacan de un modo especial en Israel. De ellos habla el libro de los Jueces, desarrollando la teología clásica de la guerra santa.

(a) El pueblo peca y cae bajo el castigo de Dios, quedando en manos de sus opresores. La derrota militar y la opresión social aparecen así como un castigo, consecuencia de una falta, de manera que Dios retira su Espíritu, su fuerza protectora, de los hombres pervertidos.

(b) Los oprimidos gritan y Dios les escucha, se apiada y envía un salvador carismático, llamado juez para liberarlos. Juez (sophet) significa en este caso salvador, quizá mejor liberador: es el hombre que logra vencer a los enemigos y liberar al pueblo oprimido.

(c) Dios envía y unge a sus guerreros, hombres del Espíritu. Recogiendo una tradición antigua, actualizada por el autor deuteronomista, el libro de los Jueces dice, una y otra vez, que el Espíritu de Dios vino sobre un “juez” determinado, excitándole con fuerza y capacitándola para derrotar a los enemigos y liberar a los fieles amigos (cf. Jc 2, 11 19; 3, 10; 11, 29; 13, 25, etc.).

Éste es uno de los “dogmas” de la fe más antigua de la historia de Israel, donde el Espíritu de Dios no aparece como poder tranquilo o fuente de experiencia interna, sino como poder de guerra. De esta forma se vinculan espiritualidad y violencia, fuerza de Dios y victoria militar. Lógicamente, el Espíritu del juez (líder militar) anima a los soldados, haciéndoles luchar y vencer (o morir) por la causa de Dios, en guerra santa.

(1) Dios se manifiesta así como Yahvé Sebaot, Señor de los ejércitos, comandante supremo (celeste y terrestre del ejército israelita); por eso se “apodera” del buen soldado israelita, infundiéndole su Espíritu, para hacerle sacramento de salvación ante el pueblo.

(2) El “juez” o guerrero sagrado es un líder carismático, un hombre de Espíritu, un poseso, es decir, un hombre poseído por un poder "sobrenatural" al servicio de la guerra y de la libertad del pueblo de Dios .

De esa forma se vinculan las dos experiencias más antiguas del Espíritu de Dios: el éxtasis sacral y la excitación guerrera. Tanto el profeta (nabi) como el guerrero (gibbor) son instrumentos de Dios. El profeta ofrece el testimonio de la presencia de Yahvé como poder de transformación religiosa. El guerrero es un testigo de la fuerza protectora de Dios que libera a su pueblo de los enemigos del entorno.

En este contexto, la guerra aparece como un sacramento: el mismo Dios combate por los suyos, derrotando a los dioses enemigos con su ruah o Espíritu violento. Los soldados de Dios se encuentran poseídos por una especie de terror que también se manifiesta en unos signos cósmicos (reflujo del mar, tormenta, oscuridad: cf. Ex 14-15; 1 Sam 3-5; Dt 20). Dios mismo inspira y sostiene la violencia de su pueblo, como muestran las señales que acompañan al combate: el Arca de Dios, la bendición sacerdotal y el botín sagrado que se debe ofrecer en sacrificio (cf. Jos 1-11; Jc 1-8).
Esta guerra nos sitúa en la raíz de la historia israelita, allí donde la fuerza superior de Dios (que es El Gibbor, Guerrero por excelencia) se manifiesta por los gibborim, guerreros de su pueblo. Ciertamente, hay otros signos de Dios o sacramentos (sacrificio y culto, monarquía y templo), pero la guerra es uno de los más importantes. Desde ese fondo se pueden formular cuatro afirmaciones básicas.

(a) La historia es conflictiva y para crecer y establecerse como pueblo Israel debe luchar, pues Dios mismo es en el fondo un Rey Guerrero, principio de violencia.
(b) El motor y garante del buen fin del conflicto es Dios, que defiende con armas superiores a sus elegidos.
(c) Los guerreros son héroes y santos, los primeros sacerdotes de la historia de Dios.
(d) La guerra es salvadora, no destino ciego sino fuente de historia bendita.

Dios es un guerrero

Ciertamente, ha existido guerra santa en casi todos los pueblos. Pero sólo en Israel ha venido a presentarse como principio de historia sagrada, en camino donde pueden destacarse la aportación divina y la humana. Ciertamente, la guerra santa es de Dios, pero en ella han de combatir también los gibborim con su valentía y tácticas marciales. En ese contexto, en un momento clave de la liberación del Éxodo, en el gran Canto de Moisés (o de María), Yahvé, aparece como ish ha milhama, «hombre de guerra, fuerte guerrero». Ésta es, sin duda de una guerra teológica y simbólica, que no se realiza sólo con medios militares, pero ella tiene fuertes connotaciones de violencia. En esa línea, el libro de Josué ha incluido una teofanía militar, de carácter fundacional, donde el mismo Dios de Moisés, que se manifestó en el Sinaí como Yahvé (Soy el que Soy, Ex 3, 14), aparece como General del pueblo, portador de la espada triunfadora:

Y estando Josué ante Jericó levantó sus ojos para mirar y he aquí que estaba ante él un Hombre (ish), con la Espada desenvainada en su mano. Y Josué fue hasta él y le dijo:-- ¿Eres de los nuestros o de nuestros enemigos? Y le contestó: -- ¡No! Yo el soy Príncipe del Ejército de Yahvé. Ahora he venido. Y Josué cayó rostro en tierra y le adoró. Y le dijo: ¿Qué es lo que mi Señor manda a su siervo?...» (Jos 5, 13-16).

Las batallas de Dios

Ese hombre de la espada es el mismo Ángel de Yahvé (=Yahvé) de Ex 3, 1-5, es decir, que reveló a Moisés su misterio salvador (su nombre de Yahvé), para darle el encargo de liberar a su pueblo cautivo en Egipto. El mismo Dios que se había revelado en el Sinaí como presencia salvadora (¡Soy el que soy, Yahvé!: Ex 3-4) aparece ahora como presencia militar, como el Ángel de la Guerra, del que hablaba el famoso Libro de las batallas de Yahvé (cf. Núm. 21, 14). En este contexto se entiende su promesa y su mandato:

Cuando marche mi Ángel ante ti y te introduzca en la tierra del amorreo, del hitita y ferezeo... no adores a sus dioses ni les sirvas, no fabriques lugares de culto como los suyos, sino que has de destruirlos y derribar también sus piedras sagradas (Ex 23, 23-24).


Estas palabras forman parte del pacto militar de Dios con su pueblo (tal como aparece en Ex 34,10-11; Jc 2,1-5; Dt 7 y 20) , un pacto que instaura y regula las normas de la guerra santa, que los israelitas han de mantener contra los cananeos para destruirlos, en guerra militar, como recuerda el conjunto del Deuteronomio. Ésta es una guerra del Dios de la justicia superior, en contra de los cananeos, a quienes la Biblia presenta como idólatras, injustos. Ciertamente, ella ha podido tener sus valores, como han puesto de relieve algunos estudiosos , pero corre el riesgo de interpretar a Dios como principio de violencia y de entender la vida como lucha. Pues bien, partiendo de ella y superándola, ha surgido en Israel una visión distinta de la paz como don de Dios y tarea humana; ella definirá desde ahora nuestra tarea y propuesta de educación para la paz.

b. Santa Paz, victoria de quienes renuncian a la guerra.


Muchas cosas pasaron en la historia de Israel después de lo que he dicho y quizá la más significativa ha sido el descubrimiento de que Dios no se revela en la victoria del pueblo, sino más bien en su derrota. En contra de lo que habían prometido los autores del “pacto militar” antes citado, los fieles de Yahvé fueron perdiendo todas las guerras que emprendieron, cayendo en manos de egipcios y asirios, de babilonios y griegos, de manera que su libro de cabecera no fue ya la Historia de las Guerras de Yahvé, sino más bien la Historia de las derrotas del pueblo de Yahvé (como podrían titularse sus grandes libros proféticos).
Pues bien, de una manera paradójica y extraordinaria, los israelitas vieron que Dios se hallaba presente en sus derrotas, y se revelaba precisamente en ellas de un modo superior, iniciando otro tipo de transformación, que no se vence con armas, sino con la fe. Así descubrieron que Dios no necesita armamentos como los hombres, ni soldados, como los soldados de los grandes imperios de la tierra, pues su forma de presencia y de victoria es diferente. La “guerra” de Dios se distingue de todas las guerras anteriores, de forma que puede llamarse no-guerra.

Éste ha sido, a mi juicio, el mayor descubrimiento de la historia de Israel, una revelación que nosotros (judíos y cristianos), descendientes de aquellos grandes israelitas de los siglos VIII al V a. de C. apenas hemos valorado todavía: el verdadero protagonista de la “guerra” es Dios, es decir, el Amor fuerte que actúa a través de los hombrees; por eso ellos deben renunciar a defenderse de un modo violento (con armas y soldados), pues la victoria y despliegue de la humanidad se sitúa en otro plano.
Esta renuncia a la guerra es, según eso, una “objeción de conciencia” o, mejor dicho, una “insumisión militar”, pero no en línea pasiva (cruzándonos de brazos), sino de una manera mucho más activa: transformando en amor y fidelidad (en alianza) la vida de los hombres, en los que se revela Dios (la no-guerra). De esa actuación más elevada, de esa defensa superior, sin guerra, trata el conjunto del Antiguo Testamento y la Biblia Cristiana.

La guerra de Dios… es guerra sin guerra

Esta nueva respuesta de la Biblia es lógica y sorprendente. (a) Es lógica: allí donde la guerra aparece como “cosa de Dios” y se descubre que él no actúa como habíamos supuesto (no nos concede la victoria externa, de tipo militar) podemos y debemos afirmar que él vence y nos hace vencer sin empleo de violencia.
(b) Es sorprendente, pues el Dios de la Biblia nos sitúa ante una búsqueda supra-militar de victoria y paz humana. Ésta es la respuesta que se encuentra vinculada al simbolismo de Sión, que empieza presentándose como lugar donde Yahvé defiende a sus fieles (cf. Is 14,12-15; Ez 27, 12-16), derrotando a los poderes abismales del caos que quieren destruirles:

Grande es el Señor y muy digno de alabanza,
en la ciudad de nuestro Dios, su monte santo...
Mirad, los reyes se aliaron para atacarla juntos,
pero al verla quedaron aterrados, huyeron despavoridos.
El correr de las acequias alegra la ciudad de Dios...,
los pueblos se amotinan, los reyes se rebelan,
pero él lanza su trueno y se tambalea la tierra... (Sal 48, 2-5; 46, 5-7)
.

Este pasaje nos sitúa ante el símbolo (mito) de la guerra universal, que ahora se expresa como lucha de Yahvé, que asiste y defiende a los suyos desde Sión, venciendo sin armas a quienes emplean las armas para atacar y defenderse. Por eso es inútil buscar el apoyo de los imperios militares: «¡Ay ! de los que bajan a Egipto por auxilio, confiados en su caballería... Pues bien, los egipcios son hombres y no dioses; sus caballos son carne, y no espíritu» (Is 31, 1-3) .
Los que “bajan a Egipto” son los que quien pactar con el poder militar de los egipcios, para así defenderse. Lo que el profeta condena de esa forma es el mismo poderío militar en cuanto tal, la confianza que los hombres ponen en sus armas (en este caso en las de Egipto). Según eso, lo contrario a Dios, lo peligroso, antidivino, es el imperio militar de Egipto en cuanto tal, no el culto de sus templos o sus ídolos aislados. Por eso, los idólatras más peligrosos no son aquellos que adoran a dioses de piedra, de leño o de barro, sino los que ponen su confianza en un ejército, en las armas de conquista utilizadas para dominar la tierra (y someter a los pueblos).
La “batalla” de Yahvé, esta nueva versión de la guerra santa, no es ya un combate con armas y soldados, en contra de otras armas y soldados, sino que implica un rechazo de todas las armas y soldados, con los caballos y carros de combate (cf. Is 2, 7-9) que condensan la violencia de la historia. El profeta está evocando así una guerra que sólo se gana cuando no se lucha, como dice el profeta Isaías al rey de Jerusalén, amenazado por los reyes de Damasco y Samaria: «Ten cuidado, estate tranquilo, no temas, que no desmaye tu corazón... He aquí que la doncella concebirá y dará a luz un hijo y le pondrán por nombre Emmanuel, Dios con nosotros» (Cf. Is, 7, 4-14) .

El signo de Sión, ciudad de paz

Así se invierte el sentido de la antigua guerra santa. Antes había fe en la guerra (las tribus luchaban confiando en el Dios que les daría la victoria). Ahora se pide fe sin guerra, como pone de relieve la tradición del Éxodo (Ex 14-15), donde se dice que los israelitas desarmados pusieron su defensa en Dios y fueron liberados . En este contexto han surgido y se entienden las palabras más realistas y utópicas, más exigentes y esperanzadoras del Antiguo Testamento: el poderío militar de los imperios resulta antidivino, de manera que, si confía en Dios, Israel no puede confiar su defensa en las armas . Por eso, cuando Dios se manifiesta en plenitud, las armas acaban:

Al final de los tiempos estará firme el monte de la casa del Señor...
hacia él confluirán naciones, caminarán pueblos numerosos.
Dirán: venid, subamos al monte del Señor;
él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas...
Será el árbitro de las naciones, el juez de pueblos numerosos.
De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas.
No alzará la espada pueblo contra pueblo,
no se adiestrarán para la guerra (Is 2, 2-5; cf. Miq 4, 1 ss.).


“Dios destruye las armas”

Sobre la montaña simbólica del templo se manifestará el mismo Yahvé, abriendo ante los hombres un camino de paz para siempre, de manera que ellos dejarán las tácticas de guerra, licenciarán los ejércitos y convertirán las armas en instrumento de trabajo pacífico, al servicio de la vida. “Él nos instruirá en sus caminos”; Dios mismo aparece así, simbólicamente, como educador para la paz. Por eso, sus fieles deben romper sus armas y transformarlas en utensilios de paz, culminando la esperanza de Sión:

Venid a ver las obras del Yahvé, sus prodigios en la tierra:
pone fin a la guerra hasta el extremo del orbe,
rompe los arcos, quiebra las lanzas, prende fuego a los escudos.
Yahvé es conocido en Judá; su fama es grande en Israel,
su refugio está en Jerusalén; su morada, en Sión.
Allí quebró los relámpagos del arco,
el escudo, la espada, la guerra (Sal 46, 9-10 ; 76, 2-4) .

El mismo Dios “rompe los arcos y quiebra las lanzas”. Evidentemente, lo que hace Dios han de hacerlo sus fieles, aquellos que creen en Dios: Deben destruir todas las armas.

En este contexto, los ejércitos, que antes podían parecen sagrados (si eran israelitas) aparecen ahora como idolatría, un poder que quiere divinizarse. El verdadero Dios se manifiesta en Sión (en Israel) como portador de una paz sin armas, es decir, de una concordia superior, hecha de comunión y de perdón, es decir, de reconciliación (cf. Jer 31,31-34). Así culmina la más honda experiencia israelita, de manera que Dios viene a presentarse como padre, amigo, esposo que cuida de sus fieles. Por eso, aquellos que ponen su confianza en la armas y quieren defenderse por ella armas confiesan por ello que no confían en Dios, negándole de hecho (cf. Os 8, 14; 10, 13; Miq 5, 9-10, Hab 1, 16, Zac 4, 6). Dios se introduce así como fuente de paz superior en la vida de los hombres y mujeres de su pueblo que, precisamente por ser pueblo de Dios, ha de renunciar a luchar y defenderse como los restantes pueblos.

La condena de los pactos militares

Este rechazo de las armas se expresa en la condena de los pactos militares. Con realismo político mundano, los reinos de Israel y de Judá, incapaces de garantizar su defensa, por sí mismos, en un plano militar mundano, fueron pactando con los imperios del entorno (Asiria, Egipto, Babilonia...). Pues bien, los profetas rechazaron esos pactos (cf. Os 5, 12-14; 7, 8-12; 8, 8-10; Is 30, 1-5; 31, 1-3; Jer 2, 18.36-37; Ez 16, 26-29; 23, 1-27), no por miedo a que el culto se contaminara o porque ellos, buenos israelitas, tuvieran que invocar a los dioses paganos, sino porque los pactos como tales iban en contra de Dios, eran idolátricos, pues ponían la defensa de Israel en manos de los imperios, atribuyendo a las armas algo que sólo era de Dios (la capacidad de sostener, pacificar y culminar la vida humana) .
En contra de eso, la fe yahvista exigía el desarme y el rechazo de cualquier pacto militar con los imperios que fundan su paz sobre bases de violencia. Sólo en ese contexto se puede formular la gran esperanza de reconciliación cósmica (pastarán juntos el oso y el cordero..., y un muchacho los pastoreará…; cf. Is 11, 6-9) que el texto actual del libro de Isaías vincula al banquete final de los pueblos: El Señor de los ejércitos prepara para todos los pueblos un festín de manjares suculentos... (Is 24, 6-8). Precisamente el mismo Dios Guerrero de las historia antiguas (Yahvé Sebaot) viene a presentarse así como portador de un banquete universal de paz, sir armas ni soldados .

Los profetas querían un “imposible”. Pero ese imposible es lo más urgente de todo, lo más necesario, lo más posible
Humanamente hablando, los profetas que entendieron y formularon la fe de esa manera han buscado un imposible: quieren que Israel se mantenga y viva renunciando a lo que todos los pueblos toman como base y fundamento de su pervivencia, la defensa armada, los pactos militares. En esa línea, los profetas saben que los israelitas han podido y pueden presentarse como adelantados de la humanidad mesiánica, testigos y vigías de un futuro de paz si renuncian, por fe en Dios, a la defensa armada sobre el mundo.
Ésta es la verdad del evangelio, como indica el mensaje de Segundo Isaías (Is 40-55) donde culmina la profecía israelita. Entre el 550 y 540 a. de C., algunos grupos de judíos deportados en Babilonia se movían entre la desespera¬ción y las ilusiones falsas, de carácter escapista y en ese contexto eleva su voz un profeta de nombre desconoci¬do, a quien la tradición ha presentado como Segundo Isaías, diciendo:

Súbete a un monte elevado, evangelizador de Sion,
grita con voz fuerte, evangelizador de Jerusalén;
grita con fuerza, no temas, di a las ciudades de Judá:
¡Aquí está vuestro Dios! (Is 40, 9).

Ésta es la buena nueva de Dios, el evangelio de libertad que resuena poderoso sobre el mundo de opresión y cautiverio. El portador de la buena noticia (el mebasser hebreo euangelidsome¬nos o evangelizador), es un personaje central de la “historia” israelita, que anuncia la buena noticia de Dios (de su gracia) en un mundo cautivo que todo lo quiere resolver por guerra. En esa línea sigue un nuevo texto, cargado de poesía y esperanza:

¡Qué hermosos son sobre los montes
los pies del evangelizador
que anuncia la paz, del evangelizador bueno que anuncia salvación!
De aquel que dice a Sión: ¡Reina tu Dios!
¡Escucha! Tus vigías alzan la voz, cantan a coro
pues ven cara a cara a Yahvé que vuelve a Sión.
Cantad a coro ruinas de Jerusalén...
pues los confines de la tierra
verán la salvación de nuestro Dios (Is 52, 7-10).

Estos versos hablan del mensajero final de la paz (shalom), el decir del evangelizador que anuncia y trae las buenas noticias de Dios, que se identifican con la paz de Jerusalén. Ésta es la revelación del reinado de Dios, que es fuente de paz para Israel y para todos los hombres, desde Jerusalén, como saben y cantan los salmos:

Cantad a Yahvé un cántico nuevo, evangelizad (bassru) día tras día su victoria... Decid a los pueblos: ¡Yahvé es rey! Alégrese el cielo, goce la tierra..., delante de Yahvé que llega, ya llega a regir la tierra (Sal 96, 2. 10. 11. 13).

Una paz para judíos y cristianos:

Tienes razón, Marío: Jesús fue un judío, de la línea de Isaías y los profetas de la paz. Por eso, lo que pido para el judaísmo religioso (paz, desarme) lo pido con la misma fuerza para los cristianos, empezando por el Papa (con su minúsculo Estado Militar) y para todos los cristianos “católicos”, es decir, “universales”, en la mejor línea de Isaías.

La esperanza de la llegada de ese Dios de paz ha marcado y sigue marcando la historia israelita y cristiana. Para ello, lo primero será que todos nos convirtamos: que los judíos asuman su historia admirable de paz, al servicio de la cultura y la esperanza humana… y que los cristianos retomen su herencia de paz judía, propia de Jesús… rechazando 1600 años de violencia (marcada de un modo especial por la persecución contra los judíos).
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