El sexo es divino, Dios es amor

Presenté hace dos días unas reflexión DE SEXO Y DE AMOR, escrita en colaboración de L. Aldai. Respondiendo de algún a las intervenciones de los días siguientes, he querido presentar hoy una página larga

(tomada también de mi texto base Palabras de Amor, Bilbao 2007) en la que analizo el sentido sagrado, el valor y las limitaciones de la hierogamia, es decir, de las “bodas sagradas” (no Bodas de Sangre). El lector que quiera seguir verá que, a mi juicio, el sexo es divino, pero sólo el amor de Dios. En las imágenes un Limgam/Príapo divino y dos ángeles que quieren ser signo de Dios que es amor


HIEROGAMIA. LA ORGÍA SAGRADA

En diversos lugares y momentos, tanto en oriente (la India) como en los países de la rivera del Mediterráneo (Palestina, Grecia), la religión se ha entendido como experiencia de vinculación sagrada de los sexos, en una línea que puede ir desde la orgía sexual hasta la contemplación asexual de la vida. Dentro de la India, superando la visión de las Upanishads o el Budismo clásico, que han puesto de relieve una visión suprasexual de lo sagrado (como Brahma o Nirvana), han surgido o se mantienen también otras perspectivas sagradas, vinculadas a los cultos antiguos de Shiva, el Dios de la experiencia erótica, simbolizada por el falo. Lo sagrado no es la madre en sí, ni el padre tomado por aislado; sagrada es ante todo la unión de macho y hembra (lingam o falo y yoni o vagina); así es divino Shiva (masculino) y su Sakti (pareja femenina). Ambos forman el símbolo o compendio de toda la realidad.

En esa línea, la religión se interpreta como experiencia de transcendimiento orgiástico. Más allá del padre y madre, más allá del varón y la mujer como individuos aislados, aparece así la fuerza de la vida que asciende desde plantas y animales, haciendo que todo se vincule en su forma original (divina). Dios aparece de esa forma como la fuerza de vida del gran cosmos que se expresa en forma masculina y femenina, como unión de opuestos o coniunctio oppositorum; el mismo amor de los dioses se apodera del varón y la mujer y les vincula en unidad sagrada.

Un elemento orgiástico de tipo semejante aparece reflejado también en el culto de Dionisio en Grecia. Frente a un orden racional, de violencia masculina, que han ido construyendo los varones (mundo patriarcal de violencia y guerra) se desvela el más hondo principio de la vida como orgía y unidad sexual: varones y mujeres, igualmente arrastrados por la fuerza de esa vida, superan los esquemas represivos posteriores y se entregan al éxtasis de vida del sexo unificante. Así transcienden las antiguas divisiones y se encuentran realizados, en la misma raíz de lo divino.

Esta sería, igualmente, la experiencia que se encuentra al fondo de las varias figuras religiosas cananeas o sirias, en los tiempos del Antiguo Testamento (Baal y Ashera, Tammuz y Adonis etc) en las que lo divino aparece también como poder sexual, vinculación con la vida primigenia. A este nivel ya no domina ni el padre ni la madre, ni el varón ni la mujer. Ambos, macho y hembra, aparecen vinculados (poseídos, elevados) por un mismo eros divino que engloba a los dos sexos. Son muchos los que hoy día piensan que se puede (y se debe) recuperar a la mujer (y al varón) en ese plano.

No quieren retornar al matriarcado, al dominio de la mujer-madre, anterior a la escisión entre los sexos. Pero rechazan igualmente el orden patriarcal de una cultura que se encuentra dominada por varones. Por eso intentan volver a la raíz de donde brota la misma división sexual interhumana: al lugar donde los sexos vuelven a acoplarse en su estructura primigenia, más allá de su racionalización actual, antes de toda cultura dominante.

Unidad sexual. Principios fundamentales.

Este retorno a la unidad sexual originaria ofrece un elemento positivo. El ser humano no se encuentra definido por la madre (principio del que viene y al que torna) ni tampoco por el padre (una posible autoridad externa), sino por algo previo, por la atracción sexual y por el encuentro del varón y de la hembra (de lo masculino y femenino, en forma de amor originario). Cada ser humano se despliega en la línea de un determinado sexo (es varón o mujer); pero, al mismo tiempo, se descubre y define a sí mismo también por el otro sexo (como dualidad sexuada). De esa manera, para encontrar su verdad, cada individuo, varón o mujer, ha de buscarse también en el otro sexo.
Lo más propio de un hombre reside fuera de sí mismo (generalmente en una persona del otro sexo); por eso ha de salir de sí para hallarse y para hallarlo. En esta perspectiva, varón y mujer son iguales y complementarios. Los dos se necesitan, se buscan y se abrazan, en unión sacral o hierogamia. Antes no sabían, no existían de verdad, estaban como hundidos en la naturaleza. Ahora despiertan, se encuentra a sí mismos, uno con y desde el otro. Ellos son Dios, no hay un Dios distinto y separado de la unión sexual.

Unidad sexual. Concreciones. Por eso, la mujer ocupa un puesto semejante al del varón pues ambos resultan iguales y complementarios dentro del encuentro erótico. Los dos se necesitan, se buscan y se abrazan, en camino de carácter religioso que llamamos hierogamia o matrimonio sagrado.
(1) Hay un momento de escisión, que se expresa a modo de modo de ruptura o caída: el varón separado de la mujer o la mujer separada del varón forman aspectos deficientes de lo humano; no pueden definirse ni encontrarse.
(2) Hay un momento de recuperación de la unidad. A través del otro sexo, en el misterio de la unión erótica, varón y mujer se descubren a sí mismos y comienzan a existir de un modo verdadero. Por la unión del sexo se revela el sentido de la vida como placer y fecundidad, como plenitud y sentido de sí misma, de manera que su propia verdad es ya divina. Vivir la unión sexual, eso es descubrir a Dios, descubrirse divinos.

Lectura crítica.

A pesar de sus valores, esta perspectiva acaba siendo destructiva para el varón y la mujer, pues desconoce su valor más radical como individuos, es decir, como personas. Hombre y mujer son más que momentos de un proceso de acoplamiento cósmico. Tanto el varón como la mujer son individuos, son personas que tienen valor en sí mismas y no sólo como momentos de un encuentro. Por eso, la unidad sexual no es la unión de dos mitades, que forman un todo completo, sino que cada individuo, varón o mujer, es un todo, de tal forma que la unión sexual (o el encuentro afectivo de otro tipo) es comunión de dos tos perfectos. No se buscan entre sí para encontrar cada uno en el otro aquello que le falta, sino para darse mutuamente, desde su propia perfección individual.
Varón y mujer no son mitades de un todo (como en una formulación del mito platónico, expresado en el Banquete, donde Aristófanes dice que Zeus partió en dos a los hombres soberbios, redondos, del principio), sino todos completos, cada uno en sí mismo, seres “redondos” (para evocar el mito platónico). Por eso, encuentro sexual no es unión de dos mitades que se acoplan, de manera que cada uno busca en el otro aquello que no, sino comunión de dos seres prefectos.

La hierogamia, sobre todo en sus formas orgiásticas, pone de relieve el “olvido de sí”, desarrollando un tipo de experiencia que conduciría a los hombres y mujeres hasta las raíces unitarias de su realidad, sacándoles fuera de sí mismos. Ésta sería, en el fondo, una experiencia de tipo extática, por la que cada hombre o mujer lograría olvidarse de su individualidad aislada, para alcanzar de esa manera la unión con sus orígenes divinos.
Conforme a esa visión, estrictamente hablando, en esta perspectiva, los hombres y mujeres no existiríamos como individuos diferentes, pues nuestra forma de alcanzar la individualidad sería negativa. La experiencia hierogámica tendría la finalidad de hacernos superar el nivel de las distinciones parciales, que hemos ido cultivando a través de un tipo de cultura enfermiza, para retornar así a la unidad de los poderes de la naturaleza que nos traen y nos llevan, nos arrastran. Pues bien, en contra de eso, conforme a una visión personalista de la vida, para humanizarse plenamente, el varón y la mujer tienen que avanzar en el nivel de la persona, descubriendo cada uno lo más propio de sí, para ofrecérselo al otro y, de esa forma, compartirlo.

Nos hallamos, por tanto, ante dos visiones de la vida, que se distinguen en su raíz, aunque en algunos momentos pueden vincularse y completarse.

(1) La tendencia hierogámica, sobre todo en sus versiones orgiásticas, quiere suscitar un tipo de unidad natural, una vinculación sagrada en el todo de la realidad, entendida con signos masculinos y femeninos.

(2) La tendencia personalista destaca el valor de la persona sobre el sexo (sobre el todo). Cada persona es sagrada, en su individualidad, sea varón o mujer. En esa línea, el sexo se interpreta como elemento de un amor personal, cuya finalidad no es que los hombres y/o mujeres se pierdan en todo más hondo (naturaleza), sino que desarrollen sus valores personales, en el mismo encuentro de amor. El amor es para que hombre y mujer, dos personas, cada una completa en sí misma, dialoguen y se complementen desde su misma perfección


SHIVA Y DIONISIO: ORGASMO DIVINO

Muchos hombres y mujeres de la actualidad buscan la "patria" en la unidad sexual, queriendo encontrar en ella un tipo de perfección que han perdido. De esa manera, vinculan a Dios con la experiencia del sexo: le ven como gozo y fuerza de la vida que se expresa en el orgasmo específicamente humano. (1) Los animales se mantienen dominados por un sexo natural que se expresa en el plano biológico y que actúa al servicio de la continuidad de la especie. Por eso el despliegue sexual, con la unión de lo masculino y femenino no tiene para ellos un carácter personal. (2) Los hombres nacen a su propia realidad (y se abren de esa forma a lo divino) en el momento en que consiguen descubrir y cultivar su sexo de una forma humana, personal, No se buscan y acoplan solamente para concebir y transmitir la vida biológica, sino para expresar (explicitar) en su encuentro mutuo la unidad y potencia originaria de una Vida que se toma como divina.

En ese contexto se puede hablar de orgía, pero no en sentido de puro desorden sexual o personal, sino de experiencia de revelación de lo divino. El signo primordial de Dios no sería ya la madre, entendida como potencia engendradora (vientre y pechos), como en el matriarcado. Tampoco sería el padre, tomado como portador de una ley para los hombres. El signo y lugar de revelación de lo divino sería la misma experiencia de unidad del varón y la mujer (de dos hombres o mujeres) que se buscan, llegando de esa forma, al éxtasis vital (orgasmo), por el que se descubren como poseídos por la fuerza original de su existencia, es decir, por lo divino. Esto sería Dios: el gozo sexual que se manifiesta y despliega allí donde dos seres humanos superan su aislamiento y se vinculan a través de un sexo entendido como experiencia sagrada. Dios no actúa por aislado, sólo en uno o en otro. Tampoco se encuentra por encima de ellos.

Según esa visión, la plenitud de Dios, la vida originaria, se desvela o se revela allí donde un varón y una mujer (dos seres humanos) superan su individualidad racional y se funden de manera orgiástica (¡extática!) al expresar su potencia divina. De esa forma trascienden su aislamiento, superan su razón, se muestran divinos, siendo cada uno en el otro. Con ese fin hemos nacido: eso ha buscado la vida originaria desde el fondo de los siglos. La realidad culmina según eso en forma de encuentro sexual: cuando la Vida se eleva así y cada uno se busca y encuentra en el otro, ella se expresa como Gran Gozo Sexual, es decir, como Divinidad que se sitúa y triunfa por encima de los individuos.

La misma evolución de la materia y las especies vegetales y animales ha venido a culminar aquí donde la vida explora y busca hasta llegar a descubrir su gozo (su verdad interna y su sentido) en la unión sexual de los humanos. Al llegar a ese nivel, ellos no existen ya como individuos, sino se fusionan o funden en el gran Todo divino.

Shiva

Desde aquí se entiende el primer signo de Shiva, que fue en la India el símbolo sagrado del trascendimiento sexual, apareciendo así como plenitud de lo masculino y femenino. Los símbolos de Shiva eran desde antiguo el lingam (miembro erecto del varón) y la yoni (vagina femenina), mutuamente referidos. Por eso, Shiva no es masculino ni femenino, sino ambas cosas, como experiencia de trascendimiento originario (el yoga primigenio). Según eso, el ser humano, varón y mujer, ha nacido para gozar, es decir, para encontrar su verdad y realizarse a nivel de acoplamiento sexual, en la danza de la vida en la que todo muere y renace, en círculo sagrado. En esa línea, la experiencia del encuentro sexual, vivido como orgía-orgasmo, es el primero de los conocimientos, la expresión originaria del poder sagrado donde estamos sustentamos y existimos.

Desde esta perspectiva, las tradiciones espiritualistas de la India (vinculadas a la meditación interior, a la unidad mental con lo divino) resultarían secundarias o derivadas. La mística fundante, vivida como experiencia de transcendimiento e inmersión del ser humano en la totalidad sagrada, tiene un principio sexual: por medio de la orgasmo extático, el ser humano rompe las barreras de la finitud y de la vida angustiosa, donde parecía hallarse sometido a los poderes de un destino destructor, para vincularse así a la vida y gozo, al amor y baile de todo el universo. Éste habría sido el primer conocimiento trascendente de los hombres, ésta la más honda ruptura de nivel por la que el hombre descubre su raíz y su esencia divina.

Shiva se identifica por un lado con el principio sagrado de la vida (en el fondo Dios es sexo) y por el otro con el mismo ser humano que descubre su sentido en la unidad sexual de varones y mujer. Ésta es la verdad, éste el conocimiento escondido de una razón que se supera a sí misma a través del encuentro entre los sexos. Sólo ese encuentro revela el aspecto más hondo de la realidad. Si no estuviera sostenida por el gozo y la promesa siempre repetida de la orgía sexual, la existencia humana encerrada en claves puramente racionales o materialistas, perdería su sentido. Si este dios del sexo no volviera a manifestarse una y otra vez terminaríamos olvidando nuestro ser, rechazaríamos la vida: no sabríamos buscar, ignoraríamos la meta. Ordinariamente nos perdemos y afanamos entre cosas que son siempre limitadas, secundarias. En sentido estricto, solo existimos desde y para el sexo: de su excitación nacemos, para su excitación vivimos, en proceso siempre repetido, sorprendente y deseado.

No hay que inventar razones de tipo intelectual para vivir. No se necesitan más demostraciones o argumentos conceptuales, manipulados y deficientes. La prueba del valor y la hondura del hombre (varón o mujer) es el orgasmo sexual sacralizado, es decir, ritualizado, repetido, venerado. Sobre este fundamento cobran densidad y adquieren consistencia los restantes elementos de la vida: el orden social (vinculación interhumana, respeto por los otros), el pensamiento y el trabajo, la organización económica y el mismo sufrimiento, entendido desde el interior del mismo sexo, como elemento del proceso incesante de vida (de nacimiento y muerte sagrada). Ésta es la prueba de Dios, el lugar donde muestra su poder y se revela la verdad de su mensaje: la experiencia compartida de la excitación sexual, entendida como amor sagrado.

Dionisio y los baales cananeos

Cerca de Shiva suele situarse a Dionisio, dios griego, y a otros muchos dioses de oriente y occidente. En esa misma línea se mantienen varias formas de erotismo sacral del Lejano Oriente, lo mismo que otros cultos orgiásticos bien documentados de las viejas religiones del Mediterráneo (sobre todo en el ámbito semita y en el griego).

Entre ellos podemos citar a los Baales (Baal), dioses de Siria y Palestina, condenados por la Biblia judeocristiana. Los baales o señores de la vida dominaban en el culto de los pueblos cananeos. Ellos se mostraban ante todo como signo de sexualidad sacral: el Baal masculino y su consorte, Ashera o Astarté, aparecen vinculados en el culto, ofreciendo así sentido y garantía de existencia a los humano. Normalmente oficiaban en esa liturgia las sacerdotisas sagradas o hieródulas, que la tradición de la Biblia ha presentado como prostitutas. Ellas no entregaban su cuerpo por dinero, no vendían el amor en mercancía sino al contrario: estaban consagradas al poder divino de la sexualidad y así podían mostrarse como expresión y presencia de Dios para los hombres (varones) que intentaban expresar y actualizar la vida de ese Dios sobre el mismo santuario.

Desde su nueva concepción de lo divino, la Biblia de Israel ha condenado esta experiencia orgiástica de Dios a través de los profetas (Oseas, Jeremías etc.) y en los textos legales de su Escritura (sobre todo en el Deuteronomio): el amor del Dios-Yahvé no se identifica con el sexo.

Podemos relacionar así los cultos de la naturaleza sacral (eros divino) de la India (Tantra) y la experiencia religiosa de muchos santuarios del cercano oriente (Siria y Palestina, incluso Grecia, donde el culto de Dionisio adquiere nueva luz en esta perspectiva). Dios mismo se desvela así como potencia de vida: es la fuerza de atracción, la unión de opuestos, el poder del sexo. De esa forma, los hombres se vuelven conscientes de su trascendencia divina, en un tipo de mística sacral inmediata, cercana, siempre accesible por el sexo. No se trata de ascender a otro nivel, ni de salir hacia otro plano. El místico no tiene que vencer grandes batallas de negatividad o rechazo de la vida o de la historia, sino que se deja transformar por el poder de un tipo de sexo divinizado, interpretado como fuente de placer.

Juicio crítico. El orgasmo no es Dios.

Los defensores de este tipo de hierogamia (A. Danièlou, W. Reich) piensan que el hombre moderno, dominado por un tipo de razón impositiva, se encuentra enajenado: ha perdido las raíces de su vida, se ha perdido en un mundo de ideas irreales; está lleno de violencia, se muestra nervioso, parece corrompido porque no cultiva ya el placer original del sexo como revelación de lo divino. El hombre actual es un animal enfermo porque se ha empeñado en construir el edificio de su vida en otros gozos menores, vinculados al deseo de dominio material (riqueza) o al poder social y la violencia. Los hombres se harían malos porque no consiguen vivir con limpidez la excitación sexual, porque persiguen su verdad en cosas secundarias que terminan conduciendo siempre a la represión antinatural, a la violencia. Para conseguir la plenitud (para edificar de nuevo la experiencia religiosa) sería necesario que se exprese y triunfe Shiva o sus equivalentes.

Pues bien, en contra de eso, pensamos que la religión de la orgía/orgasmo resulta reactiva. Todo intento de volver a un paraíso del sexo separado del amor personal resulta no sólo imposible, sino equivocado. La verdadera trascendencia del hombre no está en el retorno a un sexo divino, sino en el despliegue de los valores propiamente humanos, en el encuentro personal, donde el sexo puede y debe ser un lenguaje muy profundo de comunicación, pero no es Dios en sí, ni la verdad de la existencia. En el fondo del encuentro sexual sigue existiendo (y muchas veces nace y crece) una dosis grande de violencia y opresiones. Más de una vez van unidos el gozo y el sadismo, una experiencia radical de gratuidad y la perversión del que pretende utilizar y dominar al otro. Eso significa que el sexo en cuanto tal no es pura gracia, no es divino. Ciertamente, es un elemento muy valioso, es un aspecto simbólicamente esencial de nuestra vida, pero no lo podemos absolutizar ni convertir en bien supremo.
Es evidente que no existe salvación sin sexo, en cuando expresión de amor, de tal forma que una experiencia religiosa que no logre dar sentido y plenitud a la atracción del varón y la mujer no será nunca verdadera. Pero tampoco existe salvación de puro sexo, pues el ser humano tiene otras facetas importantes, en clave de libertad personal y amor (de solidaridad y amistad, de fraternidad y entrega liberadora) hacia los otros.

(1) La religión de Israel ha criticado esta religión del puro sexo y lo ha hecho para poner de relieve la libertad humana y el derecho de los pobres. Ciertamente, el sexo es importante como sabe y dice el Cantar de los Cantares; pero su valor principal está en el hecho de que se ha integrado dentro de un encuentro personal donde el hombre actúa con libertad. Eso significa que el sexo en cuanto tal ya no es divino: no es presencia de dioses, ni tampoco es principio de redención universal para los hombres.

(2) La religión del sexo ha sido superada también por Jesucristo. El encuentro erótico no puede interpretarse en su mensaje como signo pleno del reino de los cielos. Hay otros planos y momentos en la vida, vinculados, sobre todo, al amor gratuito (ágape), a la entrega liberadora a favor de los pobres, al gozo de la comunicación personal. Más que iniciadora sexual (más que seductora y consorte del varón para el placer del sexo) la mujer es importante en Jesús como persona. También el varón es persona. Siendo ambos iguales y libres, varón y mujer, pueden comunicarse de un modo gratuito, en un gesto donde el eros sexual queda integrado libremente en el radical y creador, entre personas.

Así lo ha puesto de relieve Benedicto XVI, abriendo un camino de reflexión

Los griegos —sin duda análogamente a otras culturas— consideraban el eros ante todo como un arrebato, una « locura divina » que prevalece sobre la razón, que arranca al hombre de la limitación de su existencia y, en este quedar estremecido por una potencia divina, le hace experimentar la dicha más alta. De este modo, todas las demás potencias entre cielo y tierra parecen de segunda importancia: «Omnia vincit amor», dice Virgilio en las Bucólicas —el amor todo lo vence—, y añade: «et nos cedamus amori», rindámonos también nosotros al amor.

En el campo de las religiones, esta actitud se ha plasmado en los cultos de la fertilidad, entre los que se encuentra la prostitución «sagrada» que se daba en muchos templos. El eros se celebraba, pues, como fuerza divina, como comunión con la divinidad A esta forma de religión que, como una fuerte tentación, contrasta con la fe en el único Dios, el Antiguo Testamento se opuso con máxima firmeza, combatiéndola como perversión de la religiosidad.

No obstante, en modo alguno rechazó con ello el eros como tal, sino que declaró guerra a su desviación destructora, puesto que la falsa divinización del eros que se produce en esos casos lo priva de su dignidad divina y lo deshumaniza. En efecto, las prostitutas que en el templo debían proporcionar el arrobamiento de lo divino, no son tratadas como seres humanos y personas, sino que sirven sólo como instrumentos para suscitar la «locura divina»: en realidad, no son diosas, sino personas humanas de las que se abusa. Por eso, el eros ebrio e indisciplinado no es elevación, «éxtasis» hacia lo divino, sino caída, degradación del hombre. Resulta así evidente que el eros necesita disciplina y purificación para dar al hombre, no el placer de un instante, sino un modo de hacerle pregustar en cierta manera lo más alto de su existencia, esa felicidad a la que tiende todo nuestro ser (Benedicto XVI, Dios es amor 4)


La mujer y el orgasmo sagrado


Sólo en perspectiva “personal” se puede valorar a la mujer (y al varón) como persona. La mujer es mucho más que simple madre engendradora (vientre-pechos), más que compañera sexual del varón, más que signo de un dios/sexo, más que una prostituta sagrada. Ella no es diosa ni esclava: es ante todo una "persona" lo mismo que el varón. Por eso puede y debe realizarse por sí misma, en camino de individuación que resulta en cada caso irrepetible. La mujer no es función de algo distinto, sea de Dios, sea de unos valores definidos casi siempre por varones. Ella no es parte de un todo sagrado, ni imagen de Dios en cuanto miembro del sexo femenino (por sus atributos sexuales).

Ella es ante todo sujeto de sí misma: un proyecto de vida personal, en clave de conocimiento y libertad. Así debemos afirmar que cada mujer es un "todo" (su propio todo) en su verdad, como persona. En esta perspectiva podemos recordar la famosa afirmación kantiana: la persona es aquel viviente que es fin en sí y que nunca puede convertirse en "medio" para otra cosa. Pues bien, la mujer, lo mismo que el varón, es ante todo una persona: no es medio para nada, ni siquiera para satisfacer al marido, ni para engendrar hijos, ni para experimentar lo sagrado en el sexo. Ella no está en función de ninguna otra verdad, ni siquiera de Dios (pues el verdadero Dios no busca ni quiere servidores). La mujer de la que hablamos aquí, lo mismo que el varón auténtico, es persona en sí. Por eso decimos que varón y mujer son infinitos en su amor abierto a lo infinito.

Cf. M. ELIADE, El Yoga. Inmortalidad y libertad, FCE, México 1993; J. EVOLA, El yoga tántrico, EDAD, Madrid, 1991; G. FEUERSTEIN, Sexualidd sagrada, Kairós, Barcelona 1995; C. G. JUNG, Sobre el amor, Trotta, Madrid 2005; “Mysterium coniunctionis”: Obras completas 14, Trotta, Madrid 2002; W. REICH, La función del orgasmo, Paidós, Madrid 2001; La revolución sexual, Planeta, Barcelona 1985 J. WOODROFFE, El poder serpentino, Kier, Buenos Aires, 1979; Principios del Tantra, Kier, Buenos Aires, 1981; Sakti y Sakta, Kier, Buenos Aires, 1978.

Cf. tambièn A. DANIELOU, Shiva y Dionisio. La Religión de la Naturaleza y del Eros, Kairós, Barcelona 1986 R. GRAVES, Los dos nacimientos de Dionisio, Seix Barral, Barcelona 1984; E. GALLUD, Shiva. El dios de los mil nombres, Miraguano, Madrid 2001; W. K. C. GUTHRIE, Orfeo y la religión griega, Siruela, Madrid 2003; K. KERÉNYI, Dionisios, raíz de la vida indestructible, Herder, Barcelona 1994; F. NIETZSCHE, El origen de la tragedia, Fausto, Buenos Aires 1996; W. REICH, La función del orgasmo, Paidós, Madrid 2001; La revolución sexual, Planeta, Barcelona 1985.
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