El infierno de la depresión

(JCR)
He presenciado la escena cientos de veces en el norte de Uganda. Una persona –generalmente una mujer- me pide que la lleve al hospital, aquejada de fuertes dolores de cabeza, insomnio, falta de apetito, debilidad general, etc. Al no revelar ninguna enfermedad los análisis clínicos, la paciente acude a una o varias clínicas privadas donde se dejara el poco dinero del que dispone. Al final, la dolencia no hace sino aumentar y la señora, desesperada y sin recursos, ira quizás a algún hechicero que no hará sino complicar más las cosas y hurgar más en su pobre bolsillo, sin solucionar nada. Es muy posible que el resto de sus días los pase sin hacer nada productivo, su familia la rechace y que la crisis pueda desembocar en un suicidio.

Si la paciente tuviera acceso a un psiquiatra lo mas seguro sería que este le diagnosticara una depresión aguda, pero en toda la región Acholi –habitada por 1.200.000 personas- solo hay dos psiquiatras (en el hospital gubernamental de Gulu). Y sin embargo hay razones más que sobradas para no sorprenderse de que muchos miles de personas padezcan esta condición que convierte sus vidas en un infierno.

Antes de la Guerra, iniciada en 1986, la vida en este rincón de África era dura, pero los Acholi sabían sacarle el jugo para disfrutar de las pequeñas cosas de cada día. Los trabajos comunales en el campo, donde los vecinos se ayudaban mutuamente en las labores mas duras, solían terminar con una fiesta donde se comía y bebía en abundancia al caer la tarde. En todas las casas existía la costumbre de reunirse alrededor del fuego después de cenar, y allí se contaban historias y fábulas que los niños memorizaban, convirtiéndose en una verdadera educación en los valores mas importantes de la existencia. Durante la estación seca –de Noviembre a Febrero- tenían lugar las grandes partidas de caza, los bailes a la luz de la luna para que los jóvenes encontraran esposa, y los funerales por los antepasados, donde todo el clan se encontraba durante varios días. A pesar de su pobreza, los acholis han tenido fama de ser una comunidad amigable, acogedora, y con un gran sentido del humor.

Huelga decir que en veinte anos de Guerra esta cohesión social se ha resquebrajado. La noche, antaño vista como un momento para relajarse y disfrutar, se ha convertido en un espacio de tiempo marcado por el miedo y la incertidumbre, cuando suelen tener lugar los ataques rebeldes a las aldeas. Para más inri, desde 1996 el gobierno obligó a la población a abandonar sus poblados tradicionales y concentrarse en campos de desplazados donde han vivido en condiciones infrahumanas. Basta pensar que en una sola cabaña de 12 metros cuadrados se hacinan ocho o diez miembros de la misma familia, sin que los padres puedan gozar de ninguna privacidad. Por la mayor parte del tiempo, durante el día, la mayoría de los desplazados internos no ha podido salir mas allá de un exiguo radio de uno o dos kilómetros para cultivar alguna parcela de terreno. Inactivos, privados de su tierra, sus casas y su vida tradicional, plagas como el alcoholismo, la prostitución y el suicidio han hecho mella en una población que ha sufrido las peores consecuencias de la Guerra.
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