¿Somos aún los cristianos capaces de hacer fiesta?

Una de las características predominantes de la modernidad es la racionalización que L.C.Bernal, citando a López Quintas, define como «la obstinada voluntad de someter la realidad al cálculo racional de modo coactivo e ilimitado» y que pretende absurdamente reducir a conceptos la extraordinaria riqueza de la realidad, siempre polifacética, polivalente e inabarcable. La tendencia racionalizadora es posesiva e intenta dominarlo todo y controlarlo. Desde esa atalaya, en que se coloca la razón dominadora, se desautoriza, como absurdo e irracional, el impacto del misterio y el de las realidades inverificables e inasibles que nos transcienden. La tendencia contemplativa es condenada como ilusoria y fantasmagórica. Solo cuenta lo que se descuartiza y se somete a análisis, lo que se domina y controla, lo que se posee. Frente a la frialdad del razonar, inquirir y deducir científicos, la tendencia racionalizadora desautoriza y desestima el gusto por la sabiduría -la sapientia- que saborea y penetra las realidades trascendentes, y nos conduce al conocimiento contemplativo.

Esta serie de aspectos, que configuran ciertamente el perfil del hombre inmerso en la modernidad, no solo no estimulan sino que empobrecen los recursos innatos que el hombre tiene para la fiesta. Ni el encumbramiento del poder de la fría razón ni el pragmatismo calculador pueden lanzar al hombre a soñar, a danzar y a jugar en ese mundo festivo, exuberante, de símbolos y gestos rituales, que son capaces de sumergirnos en la experiencia irrepetible de lo profundo insondable y de lo transcendente. Desde los postulados de la modernidad, esta sociedad nuestra, consumista y enfebrecida por el trabajo y la producción, se ve impelida a potenciar el tener sobre el ser, a despreciar todo lo que no aprovecha o sirve para algo, a valorar sólo lo aparente, lo que se ve o se palpa, sin capacidad para ver más allá de las apariencias.
El hombre de la modernidad sufre una insensibilidad radical para apreciar el mundo de los símbolos, que considera superficial y vacío, y experimente una enorme dificultad para leer el lenguaje de los signos e interpretar su mensaje. La tendencia a la conceptualización, en vez de acercarle a la realidad para encontrarse con ella y abrazarla, deja a ésta distorsionada y empobrecida. El concepto sólo consigue una pobre reproducción de lo real. El juego de los símbolos, en cambio, nos permite trascender la realidad de los objetos mismos para lanzarnos al mundo de lo recóndito e inasible que nos trasciende.
Todo lo dicho, por obra y gracia especialmente del proceso desacralizador, ha conducido a lo que se ha dado en llamar «despoetización del mundo». La secularización, como ya insinué en el punto anterior, ha conseguido que el hombre y el mundo tomen conciencia de su autonomía y mayoría de edad, frente a una visión sacralizada del universo en el que, fuerzas extrañas y misteriosas, ajenas al hombre, manejarían los hilos de la creación, dominando caprichosamente, a su antojo, el devenir de las cosas. La secularización ha contribuido, además, al conocimiento de las leyes de la naturaleza y al desarrollo de la ciencia, desvelando los misterios sagrados del cosmos y los secretos de la naturaleza, solo conocidos y manejados por sacerdotes, brujos y hechiceros. De este modo, aun reconociendo el lado razonable y justo de esas reivindicaciones desacralizadoras, se ha roto la dimensión hierofánica de los elementos y de los acontecimientos cósmicos que de forma tan clara supo percibir la mentalidad arcaica (M. Eliade). El mundo, al ser conocido en sus mismas entrañas por la ciencia, ha perdido el maravilloso encanto que lo envolvía, ya no tiene ni misterios ni secretos y, por eso, ha dejado de ser un referente que, desde la mirada ingenua del ojo humano, remite a las realidades poderosas y divinas que nos trascienden.

Por otra parte, la tendencia al pragmatismo de que he hablado antes, se detecta en el comportamiento de la Iglesia cuando actúa por motivos de escueta practicidad; cuando los sacramentos se administran para que la gente cumpla y se salve; cuando la misa se dice y se oye para cumplir con el precepto; cuando la celebración de la eucaristía se aprovecha para echar sermones, o para hacer colectas, o para educar a la gente o, en el mejor de los casos, para impartir catequesis. En todos estos casos se trata de una instrumentalización bastarda de las celebraciones y de la pérdida lamentable de uno de los ingredientes más importantes que la definen: la gratuidad. Cuando la misa sirve para todo, se adultera su sentido original, se desdibuja su encanto profundo y su capacidad de trascender queda tristemente atrofiada. El sentimiento y la fantasía quedan fatalmente debilitados y lo que debiera haber sido una fiesta ha quedado simplemente en farsa.
En esta misma línea debemos decir que en nuestras celebraciones se percibe una afición desmedida a lo instructivo y moralizante, por encima de la fuerza que en la liturgia debiera tener lo doxológico, lo lúdico y lo contemplativo. Todo va ligado y todo depende de las mismas causas; aun cuando las derivaciones prácticas o los ángulos de visión sean múltiples y variados. Para decirlo de una vez, aquí se debería denunciar la primacía de la ética y del adoctrinamiento por encima de la festividad y la estética. Lo mismo que el legalismo convencional ahoga por asfixia la capacidad creadora y la fantasía lúdica.
Finalmente, junto al conceptualismo abstracto y desencarnado, hay que señalar como factores perniciosos para la fiesta, la alergia a la expresión corporal, el descrédito que ha sufrido la ritualidad y el escaso aprecio que experimentamos de cara al mundo de los símbolos.
Todo lo dicho hasta aquí en este punto nos permite afirmar que, en efecto, si no hemos perdido del todo el talante festivo, por lo menos éste ha quedado gravemente empobrecido. El entorno socio-cultural, por obra y gracia sobre todo de la modernidad, se ha encargado de llevar adelante este lamentable proceso de deterioro. Pero no perdamos, por eso, la esperanza. Hay síntomas que nos permiten caminar con un cierto y ponderado optimismo.