¿Nos seduce la magia de los símbolos?

Cada vez tengo un convencimiento más arraigado de que, en esta sociedad nuestra, la gente es cada vez menos sensible al embrujo de los símbolos; cada vez nos resistimos más a su capacidad de seducción. Nos hemos vuelto más fríos, más calculadores, más pragmáticos. Ya no sentimos la tentación de aventurarnos, de lanzarnos algo así como al vacío, sin pensarlo mucho y sin calcular, para que el encanto misterioso y sorprendente de los símbolos nos envuelva y nos inunde.
Esto se percibe al comprobar la escasa capacidad celebrativa que posee nuestra gente, o cuando, en la misma línea de análisis crítico, ponemos en evidencia la manifiesta alergia a la expresión corporal que se detecta en numerosas comunidades cristianas, o cuando, precisamente en el seno de grupos caracterizados por su talante abierto y renovador, se descubre un marcado desprestigio de la ritualidad.

Algunos antropólogos han llamado a este fenómeno quiebra del mundo de los símbolos y somos precisamente nosotros, los que vivimos inmersos en el seno de la civilización científico-técnica, quienes de manera más directa estamos sufriendo los efectos desastrosos de esta quiebra. De manera más o menos consciente, nos sentimos víctima del poderoso despotismo de la razón instrumental; es decir, somos incapaces de poner freno a ese ansia incontenible de dominar el mundo, de someter todo a examen, de hacer pasar todos los acontecimientos y fenómenos humanos por el laboratorio de la comprobación analítica y del descuartizamiento.

Es indudable que este fenómeno, vinculado a la modernidad, atrofia la capacidad imaginativa del hombre y desprestigia por completo cualquier intento de introducirse en el universo simbólico. Ni que decir tiene que éste es un proceso peligrosamente deshumanizante que compromete las auténticas vías de que dispone el hombre para adueñarse de la realidad en toda su plenitud, para comunicarse con ella, para expresarse y para proyectarse en el mundo.

Aparte estas consideraciones más o menos técnicas y abstractas hay que señalar aquí cómo esta depreciación de lo simbólico se refleja y proyecta en la realidad de la experiencia cotidiana. Ha sido frecuente, para quienes observamos la realidad con un cierto sentido crítico, constatar cómo en ambientes cultivados y entregados a tareas científicas o de reflexión, nos encontrarnos con personas creyentes, incluso practicantes, comprometidas muchas veces en movimientos de vanguardia, totalmente incapaces de vibrar emocionalmente en sus experiencias religiosas, absolutamente insensibles e impermeables a la fuerza e irradiación de los símbolos religiosos. Son personas que viven su religiosidad en un ambiente espiritual chato, sin altibajos, frío e insensible, inmersos en una cierta monotonía que solo reacciona ante mensajes doctrinales o de exigencias éticas.

En comunidades religiosas, especialmente en las dedicadas al trabajo intelectual, donde abundan personas sesudas, entregadas por completo a la lectura y al estudio, absorbidas por un tipo de trabajo sistemático, en el que abunda el análisis riguroso de los problemas unido a una visión sumamente crítica de la realidad circundante; o en otro tipo de grupos religiosos de corte tradicional e intransigente, en los que predomina obsesivamente la preocupación por la ética y las prácticas religiosas disciplinadamente observadas; en este tipo de comunidades o grupos, en las que, por decirlo de una vez, nadie puede permitirse una licencia, ni dar rienda suelta a sueños y emociones, ni recurrir al lenguaje de la imaginación o la fantasía para descubrir con libertad el mundo interior de los espíritus, sino que todo se presume claro y escuetamente preciso, en cuyo lenguaje las palabras son las justas sin que ninguna sobre o falte... En este tipo de comunidades las celebraciones litúrgicas, sometidas a criterios de legalidad y de escrupuloso cumplimiento, fácilmente tendentes a posicionamientos reduccionistas y pragmáticos (¡lo que importa es salvar lo esencial y cumplir con lo imprescindible!), han carecido casi siempre de emotividad y de calor humano. La ritualidad, en ellas, que debiera haberse cargado de emoción y de fuerza expresiva, ha quedado reducida a un gesto esperpéntico, ejecutado mecánicamente, privado de calidad y de transparencia. La ritualidad se ha convertido en ritualismo, lo sublime se ha cambiado en ridículo, la expresión simbólica ha derivado hacia lo grotesco y el rito se ha reducido a una caricatura de lo sagrado.
Volver arriba