Ascensión del Señor



La solemnidad de la Ascensión de Cristo al cielo, misterio de la fe que el libro de los Hechos sitúa cuarenta días después de la Resurrección (cf. Hch 1,3-11), es prenda de nuestra victoria aquí en la tierra y estímulo también para la esperanza de la dicha allá en el cielo. Los Padres de la Iglesia se recrearon celebrando este santo y solemne día en medio de sus fieles. Es, en verdad, suavísima delicia la que san Agustín, por ejemplo, procura con su encendida oratoria del evento.

Sirvan de muestra las primeras palabras del sermón 265 A, cuyo contenido y forma expresiva alcanzan, diríase, la sonoridad de una obertura musical: «Al descender Cristo, los infiernos se abrieron; al ascender, los cielos se iluminaron. Cristo está en el madero: insúltenle los furiosos; Cristo está en el sepulcro: mientan los guardias; Cristo está en el infierno: sean visitados los que descansan; Cristo está en el cielo: crean todos los pueblos» (265 A, 1: BAC 447, p. 692).

Mucho insistió Jesús en su «regreso al Padre» coronando toda su misión. Al mundo había venido, sí, para llevar al hombre a Dios, no en un plano ideal —cual maestro de sabiduría—, sino real, como pastor que quiere llevar a las ovejas al redil. Este «éxodo» hacia la patria eterna, que Jesús vivió personalmente, lo afrontó de lleno por nosotros. Descendió y ascendió al cielo por nosotros, tras haberse humillado hasta la muerte de cruz, y luego de haber tocado el abismo de la máxima lejanía de Dios.

Por eso precisamente el Padre lo «exaltó» (Flp 2,9) restituyéndole la plenitud de su gloria, ahora con nuestra humanidad. Dios en el hombre, el hombre en Dios: no se trata ya de verdad teórica, sino real. De ahí que la esperanza cristiana, basada en Cristo, lejos de ser un espejismo, sea «como ancla de nuestra alma» (Hb 6,19) que penetra en el cielo, donde Cristo nos ha precedido. Nos invita Jesús a no quedarnos mirando hacia lo alto, sino a estar juntos y unidos en la oración, para invocar el don del Espíritu Santo, pues sólo a quien «nace de lo alto», o sea del Espíritu Santo, se le abre la entrada en el reino de los cielos (cf. Jn 3,3-5). Precisamente la primera «nacida de lo alto» es la Virgen María a quien nos dirigimos en la plenitud de la alegría pascual y en medio de su mayo predilecto.



Bellamente expresa el sentido de la Ascensión del Señor el prefacio I del día, donde podemos leer: «Porque Jesús, el Señor, el rey de la gloria, vencedor del pecado y de la muerte, ha ascendido [hoy] ante el asombro de los ángeles a lo más alto del cielo, como mediador entre Dios y los hombres, como juez de vivos y muertos. No se ha ido para desentenderse de este mundo, sino que ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su reino». Cristo el Resucitado, pues, exaltado por el Padre y sentado a la derecha del Padre, es nuestra total Esperanza.

La Ascensión, siendo así, prolonga el triunfo de la Resurrección añadiendo dimensiones supraterrenas y cósmicas: Cristo «ascendió a lo más alto del cielo». No estará de más aclarar qué entendemos por «Padre nuestro que estás en el cielo», o que alguien «se ha ido al cielo». La Biblia se adapta, en casos así, a nuestro hablar popular. También lo hacemos, en la era científica, cuando decimos que el sol «sale» o que el sol «se pone». Pero la Biblia sabe y enseña que Dios «está en el cielo, en la tierra y en todo lugar», que es él quien «ha creado los cielos». Y si los ha creado, no puede estar «encerrado» en ellos. Dios, pues, no vive en los espacios siderales más allá de las nubes.

Profesamos en el Credo que Jesucristo «subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso». Sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del profeta Daniel respecto del Hijo del hombre: «A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás» (Dn 7,14).

Estar sentado a la derecha del Padre es, como decía el catecismo de nuestra niñez, tener igual gloria que Él en cuanto Dios, y mayor que otro ninguno en cuanto hombre». «Por derecha del Padre –comenta el Damasceno-entendemos la gloria y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos como Dios y consustancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue glorificada».



Con la escenificación literaria de la Ascensión se quiere expresar una teofanía bíblica, o sea que Cristo fue exaltado como Señor junto a la gloria del Padre. Es un modo de representar, por un lado, la falta de presencia física y perceptible de Jesús en este mundo y, por otro lado, su elevación sobre todo lo mundano, su nueva existencia gloriosa y su total señorío. Ser elevado es señal de exaltación y de gloria. Jesús, además, está sentado a la derecha del Padre. La derecha es el lugar de honor, y el estar sentado es postura de majestad.

La Ascensión sólo marca el final de la cercanía especial que mostró el Resucitado con sus discípulos a lo largo de los cuarenta días después de su resurrección. Acabado este tiempo, Jesús entró con toda su humanidad en la gloria de Dios. La Sagrada Escritura expresa esto mediante los símbolos de la «nube» y «el cielo». «El hombre, dice Benedicto XVI, encuentra sitio en Dios». La Ascensión significa que Jesús ya no está en la tierra en forma visible, pero está presente.

Es la Ascensión, al mismo tiempo, despedida (fin del tiempo pascual), elevación (misterio de glorificación) y promesa: «Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). No retorna, por tanto, Jesús al cielo sin más, sino que cumple una nueva misión: estar presente en la Iglesia por medio del Espíritu Santo y retornar al final de los tiempos. Entre Ascensión y retorno de Jesús está el tiempo de la Iglesia.

Al ser hijos adoptivos de Dios Padre, hermanos redimidos por Cristo y templos del Espíritu Santo, los cristianos somos familiares de Dios (Ef 2,19). Cristo es la Cabeza de la Iglesia (cf 1 Cor 12,12), su Cuerpo (Ef 1,23), cuyos miembros somos nosotros. Obviamente, Cabeza y Cuerpo son inseparables. De modo que ni se concibe una cabeza sin cuerpo, ni tampoco un cuerpo sin cabeza. Afirma san Pablo en la segunda Lectura de este domingo, refiriéndose a Cristo: «El (el Dios de nuestro Señor Jesucristo) puso todas las cosas bajo sus pies y lo constituyó, por encima de todo, Cabeza de la Iglesia, que es su Cuerpo y la Plenitud de Aquel que llena completamente todas las cosas» (Ef 1, 22-23).

El papa san León Magno comenta que «La Ascensión de Cristo es nuestra elevación, porque el Cuerpo está llamado por la esperanza a estar allí donde nos precedió la gloria de la Cabeza. Exultemos con dignos sentimientos de júbilo, y alegrémonos con piadosas acciones de gracias. Hoy no solo hemos sido confirmados como poseedores del Paraíso, sino que también hemos entrado con Cristo a lo más alto de los cielos» (Homilía 73, 4).

Anhelar el cielo es la grande y definitiva esperanza. ¿Y qué es la vida eterna? Nuestra meta. Nos dice san Agustín: « Nuestro Señor Jesucristo ha subido hoy al cielo; suba con él nuestro corazón» (Serm. 263 A, 1). La Ascensión, siendo así, no es anuncio de una «ausencia», sino de una «presencia». Como dice el prefacio I de la Ascensión: «No se ha ido para desentenderse de este mundo». Sigue presente, con una presencia misteriosa e invisible, más real incluso que la física o geográfica que tenía antes de su Pascua.

Está presente también con otro protagonista, asimismo invisible, que es el Espíritu Santo, a quien Jesús ha prometido enviar como «fuerza de lo alto» y cuya venida sobre la Iglesia celebraremos de un modo especial en Pentecostés. Las últimas palabras de Jesús antes de ascender al cielo fueron: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1,8). El prefacio III de la Ascensión afirma precisamente que Jesús «ahora intercede por nosotros, como mediador que asegura la perenne efusión del Espíritu».

«El que ahora está sentado a la derecha del Padre como nuestro abogado, vendrá de allí a juzgar a vivos y muertos […]. Veis ciertamente, queridísimos, cómo hasta en las mismas palabras del santo símbolo, cual conclusión de toda norma que se refiere al misterio de la fe, se añade una especie de suplemento, es decir, «por la santa Iglesia». […]. Alejad, por todos los modos, vuestro espíritu y vuestro oído de todo el que no es católico, para que podáis alcanzar la remisión de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna mediante la Iglesia, verdadera, santa y católica, que es aquella en la que se conoce al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, un único Dios, a quien corresponde el honor y la gloria por los siglos de los siglos» (San Agustín, Serm. 215, 8).

«Si habéis resucitado con Cristo, gustad las cosas de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha del Padre; buscad las cosas de arriba, no las de la tierra (Col 3,1-2). Como él ascendió sin apartarse de nosotros, de idéntica manera también nosotros estamos ya con él allí, aunque aún no se haya realizado en nuestro cuerpo lo que tenemos prometido [...] Él no se alejó del cielo cuando descendió de allí hasta nosotros, ni tampoco se alejó de nosotros cuando ascendió de nuevo al cielo [...] Descendió del cielo por misericordia y no asciende nadie sino él, puesto que también nosotros estamos en él por gracia [...] No se trata de diluir la dignidad de la cabeza en el cuerpo, sino de no separar de la cabeza la unidad del cuerpo» (Serm. 263 A, 1-2). «La resurrección del Señor es nuestra esperanza; su ascensión, nuestra glorificación» (Serm. 261,1).

Los primeros versos de la oda inmortal de Fray Luis, En la Ascensión, por último, encierran todo el sublime sentido de una solemnidad litúrgica y la más alta cima clásica de nuestra lírica. Mejor broche, pues, para estas reflexiones, imposible:

« ¿Y dejas, Pastor santo,
tu grey en este valle hondo, escuro,
con soledad y llanto;
y tú, rompiendo el puro
aire, te vas al inmortal seguro?».

(Fray Luis de León,
En la Ascensión).


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