Domingo de la gratitud



De bien nacido es ser agradecido. Así recuerda un refrán la importancia de la gratitud. La teología ascético-mística, evidentemente desde otro ángulo, nos dice que la gratitud es virtud cristiana y parte potencial de la justicia. Virtud, por supuesto, reservada para espíritus más elevados e inteligencias mejor desarrolladas. Virtud, en fin, que nos hace tener memoria para reconocer a las personas que nos han ayudado cuando lo hemos necesitado. Todos, quién más quién menos, pasamos en la vida por momentos mejores y peores, y nadie es una isla. Lo cual indica que el género humano es, a la postre, un colectivo de menesterosos. Nos necesitamos unos a otros.

Y no una, ni dos, ni tres. Son numerosas las veces en que precisamos de los demás. Lo cual así dicho, conduce a reconocer también, por justa y bien traída consecuencia, que debemos ser capaces de pagar y devolver con la misma moneda. La gratitud enseña a corresponder con el benefactor. Que las buenas maneras nunca estuvieron de más.

Lo malo es cuando la esperada gratitud no comparece porque ha sido suplantada por el feo pecado de su contraria. De ahí que la ingratitud, por eso mismo, empiece siendo un fraude. El pragmatismo enseña que es propia de personas criadas con exceso de gratificaciones, en una vida muelle y llena de mimos. No es difícil que brote en la tierra todavía virgen de los niños consentidos. A menudo porque no se les enseña a valorar lo que otros les dan. Sus padres inculcan al pequeño, que no tarda en hacerse el cacique de la casa, la idea de que lo merece todo, por ser quien es.

Quien ha pasado por dificultades y las ha resuelto, sabe largo del inmenso valor que la ayuda de otros tiene para su vida. Nada como sentirse impedido para algo, o atrapado por algo, o vencido en algo: entonces sí que se entiende que la mano que otro tiende es verdadero regalo del cielo. Se dice que los peores ricos son quienes un día fueron pobres. Por esa misma regla de tres podemos añadir que los más ingratos son quienes un día, tal vez no tan lejano, probaron el potingue o la pócima de la ingratitud. Algo tendrá que decir a esto la psicología.

El diccionario afirma que la gratitud es el sentimiento propio de la persona a quien se ha hecho un favor o un servicio y lo acepta como tal, deseando corresponder a él. A menudo va en plural: estas o aquellas gratitudes de que a usted le hablé, etc. Tiene dicho concepto nutrida nómina de sinónimos: agradecimiento, correspondencia, complacencia, gratificación, retribución y por ahí seguido. Es claro que por esa escondida senda discurre también, según los etimologistas, el verbo agradecer, de tan marcada presencia en la sagrada liturgia, que de él se vale y a él se remite para expresar el hondo sentido de la Eucaristía, por ejemplo.

Porque el término Eucaristía deriva del griego εὐχαριστία, eucharistía, «acción de gracias». De modo que si desde su raíz etimológica, significa ni más ni menos que «acción de gracias», hemos de saber que no tardó en pasar de ahí a otros significados afines y designar de igual modo la Cena del Señor, Fracción del Paz, Sagrada Comunión, elementos sacramentales, la misma acción eucarística, en fin, que es acción de gracias. Los domingos rendimos culto al Dios misericordioso con la Eucaristía. Y este vigésimo octavo del tiempo ordinario –Ciclo C-, podría, en concreto, denominarse perfectamente El domingo de la gratitud. Sus lecturas proponen ejemplos de extranjeros que agradecen, que vuelven a dar gracias, matiz que le imprime, si se quiere, un repunte de interés a los dos pintorescos episodios.

¿Quién no recuerda la historia del poderoso Naamán, general sirio aquejado de lepra? ¿Y aquel monótono ejercicio de bañarse siete veces en el Jordán? Costó lo suyo hasta dar su brazo a torcer. Pero al fin lo hizo y el milagro se produjo. Regresó Naamán al profeta Eliseo, por quien había sido sanado de su lepra, y alabó al Señor (2Re 5, 14-17). Regresó para agradecer, para darle gracias a Eliseo, impulsado por la gratitud al Dios del profeta de Israel.



Otro tanto hizo el leproso extranjero con Jesús cuando se sintió curado (Lc 17, 11-19), pero esta vez con el añadido de su condición samaritana, que el divino Maestro destaca entre gozoso y entristecido: « ¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?» (Lc 17,17-18). Tuvo que ser un samaritano, como cuando el hombre molido a palos por unos bandidos camino de Jerusalén a Jericó.

Las aguas del Jordán devuelven la salud a Naamán, que reconoce públicamente al Dios del profeta. Reconocer es ya un modo manifiesto de agradecer. El evangelista de la misericordia san Lucas precisa que de los diez leprosos curados por Cristo vuelve uno solo, samaritano él, para dar gracias.

Los signos litúrgicos revelan la intervención salvífica de Dios en la historia de la salvación. Un sirio y un samaritano vuelven para agradecer el don de la curación. Al hilo de lo cual, conviene recordar también que Dios ha intervenido en la historia resucitando a Cristo. San Pablo lo hace magníficamente con los verbos mantener y permanecer: si nos mantenemos firmes, también reinaremos con él (2Tm 2, 12), porque también él permanece fiel (2Tm 2, 13). Los que perseveran reinarán con él. Y perseverar es tanto como agradecer la salvación que el Señor nos ha reportado. Es reclinarse en el regazo de la gratitud.

Insiste el refranero: Con sólo ser bien agradecido, la mitad pagas de lo debido. Y por el reverso de la medalla lo hace también Don Quijote replicando a Sancho: La ingratitud es hija de la soberbia, y uno de los mayores pecados que se sabe, y la persona que es agradecida a los que bien le han hecho, da indicio que también lo será a Dios, que tantos bienes le hizo y de continuo le hace.

Agradecer, según san Agustín, equivale a dar gloria a Dios. Litúrgicamente sería tanto como adentrarnos en el mistérico mundo de las doxologías. Precisamente comentando el Evangelio de este Domingo, predicaba el Obispo de Hipona a sus fieles, allá en el 414:

«La lectura del Evangelio nos mostró a los diez leprosos que habían sido curados y al único de ellos, un extranjero, que se volvió a dar las gracias a quien lo había limpiado […] Sólo uno se mostró agradecido; los restantes eran judíos; él, extranjero, y simbolizaba a los pueblos extraños. A Cristo, por tanto, le debemos la existencia, la vida y la inteligencia; a él debemos el ser hombres, el haber vivido bien y el haber entendido con rectitud. Nuestro no es nada, a no ser el pecado que poseemos. Pues ¿qué tienes que no hayas recibido? Así, pues, vosotros, sobre todo quienes entendéis lo que oís: que es preciso curarse de la enfermedad, elevad a lo alto vuestro corazón purificado de la variedad y dad gracias a Dios» (Sermón 176, 1.6).



Elevar en alto el corazón y darle gracias a Dios: estamos en el pórtico mismo del Prefacio de la Misa, que tantas veces no viene a ser sino el dintel por donde entrar en el santuario misterioso y mistérico de la vida. Estamos con ello, en fin, ante la suprema ciencia de la gratitud.Adiestrarse en la práctica del agradecimiento es como aprender de Jesús a ser misericordiosos: misericordia de la gratitud. Gratitud de la misericordia.

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