Evangelización y unidad de los cristianos



La oportunidad del título salta a la vista teniendo a tiro de piedra el Domund, basado este año jubilar de la misericordia en el mandato de Dios al patriarca Abrahán: «Sal de tu tierra» (Gen 12,1). Hoy cumplen de modo ejemplar ese divino mandato los misioneros, que este año precisamente hacen propia la expresión del papa Francisco: «Una Iglesia en salida».

Decía Benedicto XVI a la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y las Iglesias orientales ortodoxas: «La Evangelización exige recuperar la unidad de los cristianos». Dicha Comisión celebraba su cuarta reunión plenaria, con cita en Roma del 30 de enero al 3 de febrero de 2007 bajo la presidencia del cardenal W. Kasper, presidente del Pontificio Consejo para la promoción de la unidad de los cristianos, y del metropolita Anba Bishoy, de la Iglesia copta ortodoxa (Zenit: jueves 1.II.2007).

El 28 de mayo de 2007, reiteraba en el Vaticano, esta vez ante su beatitud Isaac Cleemis Thottunkal, cabeza y pastor de los católicos siro-malankares (India): «Ahora es el tiempo de la nueva evangelización…un tiempo de diálogo constantemente renovado y convencido con todos nuestros hermanos y hermanas que comparten la fe cristiana. Pues el compromiso evangelizador necesita renovarse continuamente, mientras procuramos construir la paz, en la justicia y la solidaridad, para toda la familia humana» (ACI: lunes 28.V.2007). Benedicto XVI enviaba un especial saludo por el 75 aniversario del establecimiento de la jerarquía siro-malankar".



Afrontar el desarrollo de la misión evangelizadora de la Iglesia, implica tener en cuenta, según los manuales de Historia de la Iglesia, las diversas divisiones que al respecto se han sucedido. Por no extenderme en demasía, me limitaré a distinguir solo tres tiempos: dos grandes etapas ya cubiertas y, en consecuencia, históricas; y otra, que es nueva, y en ella estamos. Dicho más en concreto y en sucinta brevedad:

1ª- Una larga etapa de quince siglos, durante cuyo decurso se realiza la evangelización de Europa y parte de África y de Asia.

2ª- A partir del siglo XV, otra ceñida sobremanera a los descubrimientos, con la expansión del Evangelio a otros continentes, en concreto a América, África y Asia con Oceanía.

3ª- Una nueva, «que suele situarse ya a las puertas del 2000, y de cara a ese gran acontecimiento que supuso el cambio de siglo y de milenio. Abre, siendo así, la dinámica de la historia una nueva etapa, la tercera. Se conoce ya como de la nueva evangelización, promovida por el papa Pablo VI en su Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, que vino a coincidir con el pronunciamiento que sobre la Evangelización hizo la V Asamblea del Consejo Ecuménico de las Iglesias en Nairobi (1975), y su gran Mensaje Final sobre el mismo tema.

El objetivo de la nueva evangelización persigue re-cristianizar al mundo descristianizado y promover la civilización del amor en toda la humanidad, haciendo frente así a la civilización del terror y de la muerte, que es la que prevalece y persiste en nuestros días. Cuando nos las prometíamos tan felices y seguras al estrenar milenio aún no se habían producido ni el 11 S, ni el 11 M, ni el atentado de Londres, ni la guerra de Irak y la actual vorágine del terrorismo por los cuatro costados del orbe y con singular crudeza en Oriente Próximo, donde el mismo nombre de cristiano corre peligro de extinción. Ciñámonos al año 1910 en Edimburgo.



Todo buen ecumenista reconoce que el moderno movimiento de la unidad arranca de la Conferencia Mundial de Misiones celebrada en Edimburgo el año 1910. Juan Pablo II, por ejemplo, lo proclamó abiertamente en la homilía de apertura de la Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos el año de 1994: «Saludamos -dijo entonces- sea a los representantes de las Iglesias ortodoxas, especialmente de la antiquísima Iglesia copta en Egipto y en Abisinia, sea a aquellos de las Iglesias y de las comunidades nacidas después de la Reforma: anglicanos, luteranos y reformados. Saludamos a cuantos confiesan que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, verdadero Dios y verdadero hombre, sea que pertenezcan a la población indígena o hayan venido de otros Países como misioneros. Es justamente a ellos a quienes debemos de modo particular el relanzamiento del empeño por la unidad de los cristianos en la época moderna».

Edimburgo 1910, en efecto, concitó a representantes de las sociedades misioneras protestantes tras haberse constatado los daños que las divisiones intereclesiales venían infligiendo a la causa misionera. Entre sus raíces estaba la del esfuerzo evangelizador desplegado desde la segunda mitad del siglo XIX por movimientos juveniles nacidos del protestantismo, pero que se presentaban como aconfesionales antes de llegar a ser interconfesionales, dispuestos a aceptar a todos los cristianos capaces de «confesar a Jesucristo como Dios y Salvador, según las Escrituras». Junto a la predicha asociación cristiana juvenil estaba la Federación universal de las asociaciones cristianas de estudiantes, encargada mayormente de relacionarse con las Iglesias ortodoxas.



Edimburgo instituyó un Comité de continuidad presidido por el laico metodista americano John Raleigh Mott, el cual, con el apoyo de personalidades como J. H. Oldham y William Paton, dio vida en 1912 a The International Review of Missions, quizás la revista más prestigiosa hoy sobre misiones. Él asimismo se preocupó de organizar, corriendo junio de 1920, la primera reunión en Crans, junto a Ginebra. Sacó adelante planes muy precisos para el futuro Consejo Internacional de las Misiones (CIM), organismo que, según Wisser't Hooft, prosiguió autónomo su camino, bien por claridad de fines, bien por eficiencia operativa, frente a otras formaciones ecuménicas, hasta que, en Nueva Delhi (1961), acabó por integrarse en el Consejo Ecuménico de las Iglesias (CEI).

Ya en la conferencia de Madrás (1938) se había visto claro que era preciso establecer algún nexo con los organismos de los que diez años después surgiría el CEI. Se decidió, pues, entonces que en la primera asamblea general del CEI (Amsterdam 1948), fuese reconocido de modo oficial que ambas organizaciones estaban «asociadas» entre sí. El tipo de ligazón se reveló desde el principio muy útil, pero, a medida que el rodaje fue a más, se hizo también acuciante la pregunta sobre la oportunidad o no de mantener separadas ambas organizaciones. La exigencia más significativa de plena integración llegó de las Iglesias africanas y asiáticas, las cuales, deseosas de una estricta solidaridad con las europeas y americanas, amén de participar a fondo en el movimiento ecuménico, sobrellevaban de mala gana el tener que encabezar estas dos organizaciones mundiales por separado.

En los países de Iglesias con más antigua tradición el problema era otro: la responsabilidad misionera era asumida por las Sociedades misioneras independientes formadas como tales porque las Iglesias no se habían tomado en serio la misionología.

Tampoco dejaron de surgir pronto inquietantes preguntas a propósito de todo aquello. Y así, una total integración del CIM en el CEI, ¿no supondría debilitar, más que intensificar, la solicitud evangelizadora en el mundo? ¿Estaban dispuestas las Iglesias a correr con la responsabilidad de un apostolado a escala mundial? Estos y otros interrogantes parecidos provocaron en el decenio 1948-58 frecuentes y acaloradas discusiones. Admitido que la Iglesia de Jesucristo está en un «mundo no-cristiano» y habida cuenta de su naturaleza esencialmente misionera, muchas Iglesias se mostraron resueltas a participar con todas sus energías en el común trabajo misionero. Vista por tanto en 1958 la posibilidad de integrarse plenamente ambos organismos, la fusión llegó por fin, queda ya dicho, en Nueva Delhi el año 1961.

Las Iglesias y sociedades misioneras de cada país fueron libres de seguir el ejemplo. De hecho, en ámbito local, un buen número procedieron a una integración similar. Las Iglesias, en consecuencia, acabaron asumiendo más directa responsabilidad en la actividad misional y las sociedades misioneras, por su parte, terminaron también por unirse más estrechamente, en este esfuerzo, a la Iglesias. Éxito, digámoslo así para entendernos, necesario por cuanto no sólo fuera, sino dentro de las mismas Iglesias, venían abriéndose camino, insisto, serios interrogantes que, sobre afectar a los métodos misioneros, tocaban la misma razón de ser de las misiones.

Era, por tanto, obvio que el moderno relativismo y el sincretismo, entre otros peligrosos ismos, dejaran sentir su peso. Los participantes en la solicitud ecuménica, pues, debían aclarar que la verdadera razón de ser de las misiones arranca, como diré esta misma semana en otra entrega, de un preciso mandato del Señor a la Iglesia que nada tiene que ver con el imperialismo cultural. Más aún, cumplía poner de relieve que, en línea de principio, no hay diferencia entre la actividad evangelizadora de la Iglesia en países de tradición cristiana y la desarrollada en países con prevalencia de otras religiones, pues no existe parte alguna del orbe donde la Iglesia no sea misionera.

Esto fue tratado en las asambleas del CEI y en la reunión de la Comisión para las misiones y la evangelización del mundo tenida en Ciudad de México (1963). El Departamento para la evangelización (rama del CEI) se dedicó entretanto a «la estructura misionera de la comunidad (cristiana)» y el suyo fue un estudio que, más que ninguno de los emprendidos años después por el CEI, abordó en profundidad las agudas exigencias del mundo contemporáneo.

Era tanto como imprimir un sesgo nuevo a un cometido antiguo, trabajado con metodología misionera desde muchos años antes, sí, aunque desprovista esta entonces de las preocupaciones ecuménicas que empezaron a dejarse oír en la Conferencia mundial de misiones de Edimburgo-1910. La misionología y el ecumenismo se hicieron así a la vela de una nueva singladura, la que desde entonces presidió los esfuerzos intereclesiales de la cristiandad. Aún tardaría la Iglesia católica en sumarse a tan singular hazaña de confraternización. Pero la hora profética sonó cuando san Juan XXIII, el concilio Vaticano II y luego el beato Pablo VI embarcaron a la Iglesia católica en esta fascinante aventura del Evangelio poniendo el reloj de la eclesiología católica en hora.

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