Mujer, qué grande es tu fe



La sagrada liturgia nos ofrece en este vigésimo domingo del tiempo ordinario Ciclo A un singular ejemplo de fe (Mt 15,21-28): una mujer cananea pidiendo a Jesús que cure a su hija, que «está malamente endemoniada» (v.22). Pero el Señor no hace caso a sus insistentes invocaciones y, según refiere el evangelista san Mateo, parece no ceder ni siquiera cuando los mismos discípulos interceden por ella. Al final, la perseverancia y la humildad de la desconocida ganan. Jesús condesciende y ensalza a la desventurada orante: «Mujer, ¡qué grande es tu fe! Que se cumpla lo que deseas» (Mt 15, 21-28).

Jesús, pues, señala admirado a esta humilde mujer como ejemplo de fe indómita, de fe robusta, de fe ciega y de fe crecedera. Su insistencia invocando constituye para nosotros hoy un persistente estímulo a jamás desalentarnos y nunca desesperar de la infinita bondad, ni siquiera en medio de las pruebas más duras de la vida. Que el Señor, humilde y manso siempre, jamás cierra los ojos ante las necesidades de sus hijos y, si a veces parece insensible a sus peticiones, es sólo para ponerlos a prueba y templar su fe.

Comienza el fragmento evangélico, reparemos en ello, con los detalles sobre la región que Jesús iba a visitar: Tiro y Sidón, el noroeste de Galilea, tierra pagana. Y es aquí donde tiene lugar su encuentro con la mujer cananea, que se dirige a Él para pedirle que cure a su hija atormentada por un demonio. San Marcos matiza su nacionalidad diciendo que se trata de una sirofenicia de nacimiento (Mc 7,26). Era «griega», no de raza puesto que era sirofenicia, sino de cultura, es decir, aquí, para todos los efectos, mujer pagana. Ya en esta petición, se puede observar un inicio del camino de la fe, que en el diálogo con el divino Maestro crece y se refuerza hasta arrancar el milagro. La mujer no tiene miedo de gritarle a Jesús «Piedad de mí» -expresión esta que aparece en los Salmos-, lo llama «Señor» e «Hijo de David», manifestando con ello firme esperanza de ser escuchada.

¿Y cuál es entonces la actitud de Jesús ante el grito de dolor de una mujer pagana y oprimida por sentimientos tales? A primera vista el silencio puede antojarse punto menos que desconcertante, tanto que suscita la intervención de los discípulos,quienes, acercándose, le ruegan: «Concédeselo» (Mt 15,23). Piden al Maestro, sí, que la despida, pero concediéndole lo que pide, porque «viene gritando detrás de nosotros» (v.23). La respuesta constituye todo un jarro de agua fría: «No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (v.24).

Aquella pobre mujer, sin embargo, lejos de abatirse, insiste: «¡Señor, socórreme!» (v.25). Y Jesús reitera con otra dura prueba: «No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos» (v.26). Llevada tanto del instinto maternal como del temor reverencial, ella entonces ataja con agudeza: «Sí, Señor, pero también los perritos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos» (v.27). Y así es como su envite de humildad termina saliéndose con la suya.«Entonces Jesús le responde: “Mujer, grande es tu fe: que te suceda como deseas”. Y desde aquel momento quedó curada su hija» (v.28).

Quizás no sobre, más que nada por evitar abatimientos, precisar algo sobre la aparente dureza de las respuestas del divino Maestro. A Jesús se le alcanza su entrega a la salvación de los judíos, «hijos» de Dios y de las promesas, antes de ocuparse de los paganos, que a los ojos de los judíos no eran más que «perros». El carácter tradicional de imagen tal, y la forma diminutiva empleada -«perrillos»-, atenúan en sus labios lo despectivo que el epíteto podía tener. Era, si bien repara uno en ello, una referencia a la diversidad étnica entre israelitas y cananeos que Jesús, Hijo de David, no podía ignorar en su comportamiento práctico, claro es, pero a la que alude con finalidad metodológica para provocar la fe.

No hay, por tanto, insensibilidad, aunque lo parezca, ante el dolor de aquella mujer. Al contrario, creo que san Agustín comenta de modo convincente la escena cuando explica: «Ella gritaba, ansiosa de obtener el beneficio, y llamaba con fuerza; él disimulaba, no para negar la misericordia, sino para estimular el deseo» (Sermón 77,1). Un delicioso pensamiento, este del hijo de santa Mónica y pastor de almas Agustín de Hipona, que repite en otros sermones y hasta expone con tanta o más subida belleza, como cuando dice en el Sermón 77 A, 1: «Ya oísteis cómo aquella mujer que gritaba tras el Señor buscó, pidió, llamó, y cómo le abrieron. Así nos enseña a buscar para que encontremos; a pedir, para que recibamos; a llamar, para que nos abran. ¿Por qué entonces el Señor se negaba a dar lo que le pedían? ¿Acaso carecía de misericordia? No, pero quien difería el conceder, sabía cuándo había que conceder; no negaba su propio beneficio, sino que ejercitaba el deseo del orante […] (Que) por mucho que progresemos en Dios, vivimos de misericordia […] Luchemos (pues): conoce nuestro combate el que sabe contemplarlo y ayudar».



Indudablemente que también nosotros estamos llamados a crecer en la fe, a abrirnos y acoger con libertad el don de Dios, a tener confianza y gritar resueltos a Jesús: «¡Danos la fe, ayúdanos a encontrar el camino!». Es el camino que Jesús pidió que recorrieran sus discípulos, la cananea y los hombres de todos los tiempos y de todos los pueblos, cada uno de nosotros. La fe nos abre a conocer y acoger la identidad real de Jesús, su novedad y unicidad, su Palabra, como fuente de vida, para vivir una relación personal con él.

El conocimiento de la fe crece con el deseo de encontrar el camino. Es un don de Dios, que se revela a nosotros no como cosa abstracta, sin rostro y sin nombre. La fe responde, más bien, a una Persona, que quiere entrar en relación de amor profundo con nosotros y comprometer nuestra vida toda. Por eso, cada día nuestro corazón debe vivir la experiencia de la conversión, del pasar del hombre encerrado en sí mismo al abierto a la acción de Dios, al que se deja interpelar por la Palabra y abre su propia vida al Amor.

Resulta llamativo cuando menos el episodio de la cananea que no cesaba de pedir ayuda a Jesús para su hija atormentada cruelmente por un demonio. Y de modo especial impresiona todavía más, si cabe, cuando se postró en demanda de favor. Fue la suya insistiendo ante Jesús una súplica de veras conmovedora. No extrañe, pues, que su respuesta final, tan humilde, tan elegante y a la vez confiada, alcanzase de Jesús lo que pedía, y que dicho milagro pase ante la espiritualidad de hoy como llamada a la fe. Suceso, por otra parte, difícil de olvidar, sobre todo si se piensa en los innumerables «cananeos» de todo tiempo, país, color y condición social que tienden su mano para pedir comprensión y ayuda en sus necesidades.

Hoy como entonces, el milagro es un signo del poder y del amor de Dios que salvan al hombre en Cristo. Pero, precisamente por esto es, al mismo tiempo, una llamada del hombre a la fe. Debe llevar a creer sea al destinatario del milagro, sea a sus testigos.

El principio de la fe, por tanto, es básico en la relación con Cristo, ya como condición para el milagro, ya como fin por el que el milagro se ha realizado. Esto pone bien de manifiesto el final del Evangelio de Juan: «Muchas otras señales hizo Jesús en presencia de los discípulos que no están escritas en este libro; y éstas fueron escritas para que creáis que Jesús es el Mesías, Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre» (Jn 20, 30-31).



También a nosotros se nos pide hoy crecer en la fe, abrirnos a la esperanza y acoger con libertad el don de Dios: tener confianza y gritar a Jesús: «¡Danos la fe, ayúdanos a encontrar el camino!». Ese que Jesús pidió que recorrieran sus discípulos, la cananea y los hombres de todos los tiempos y de todos los pueblos, cada uno de nosotros. La fe nos abre a conocer y acoger la identidad real de Jesús, su novedad y unicidad, su Palabra, como fuente de vida, para vivir una relación personal con él.

Nuestro corazón debe vivir cada día la experiencia de pasar del hombre encerrado en sí mismo al espiritual que se deja interpelar por la divina Palabra. Alimentemos, pues, a diario nuestra fe con la escucha profunda de la Voz de Dios, con la celebración ferviente de los sacramentos y con la oración personal dicha como «grito» cananeo a él dirigido y en caridad incesante hacia el prójimo.

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