Un documento lleno de humanidad



¿Cómo puede complacer a todos la Exhortación Apostólica Postsinodal Amoris Laetitia (= AL) después de la que se organizó cuando los Sínodos? Imposible. En aquella parrilla de salida primaban sobre indecisos y decididos y veletas a la redonda únicamente dos escuderías: la de los previamente convencidos, para quienes hasta el Sínodo sobraba, por cuya razón para ese viaje no se necesitaban alforjas, y la de los que no iban a dejarse convencer por más que Francisco le diera y le siguiera dando a la manivela con dosis bien calculadas de misericordina en el Año de la Misericordia. Hace unos días decidí adentrarme con ganas de aprender en la fascinante escuela de AL. Procedí dejando a un lado el enorme caudal de comentarios descargados en mi ordenador, donde, la verdad sea dicha, hay de todo, como en botica. Lo hice solo resuelto a bogar mar adentro de su prosa con la serenidad de quien ansía únicamente pensar, ajeno lo mismo a especialistas bien concertados, que los hay afortunadamente, que a las burradas esas de comentaristas despendolados, que tampoco faltan, por desdicha.

La despejada inteligencia del cardenal Kasper, al que por aquellas kalendas sinodales no se le dejaba en paz ni a sol ni a sombra, ha sabido esta vez escurrir el bulto y desaparecer con elegancia de las cabeceras mediáticas escritas, audiovisuales y digitales para evitar así lo que no deja de resultar estériles enfrentamientos hasta con eminentísimos, algunos –se vio cuando el Sínodo- prontos a establecer punto menos que una Ligne Maginot entre lo kasperiano y lo antikasperiano. Como si el Sínodo lo hubiera convocado Kasper.

Estos discrepantes de salón se ve que habían olvidado el brillante historial teológico del antiguo catedrático de Tubinga. Querer competir en teología con quien hoy es considerado uno de los primerísimos teólogos de la Iglesia católica, y sacar para ello incluso libros más que pasados de la raya de la cortesía, a uno ciertamente se le antoja como pretender comparar las piruetas rasantes del gorrión con el vuelo de cóndor.

Menos mal que nos queda Francisco, aunque solo sea para gozo de los partidarios de una Iglesia del siglo XXI. La alegría, sin necesidad de que sea la alegría de la huerta, va por barrios, pero visita más a quien se lo merece. Cuántas veces nos habrán aconsejado, que procede mirar al triunfo y al fracaso «como a dos impostores». Nos viene costando algún tiempo, las cosas como son, aprender que es preferible echarle una ojeada al primero. Ganando se aprende, del mismo modo que perdiendo uno se hunde poco a poco en la desesperanza. Lástima que en lo de aprender, haya quienes entienden la victoria como el derecho de humillar al vencido. Y así no hay manera, claro, ni con exhortaciones ni sin exhortos bien compuestos y armoniosos. Que dentro de una familia bien avenida no hay vencedores ni vencidos, como, en consecuencia, tampoco debe haberlos en la Iglesia.

Esto de andar a la greña y esgrimir a las primeras de cambio el dogma como arma arrojadiza me parece que debiera haberse evitado a raíz de la publicación de AL, que al fin y al cabo no deja de ser un regalo del papa Francisco a la Iglesia. Tener al menos la mitad del respeto que él mismo adopta en el documento hubiera supuesto, ya de salida, contar con media etapa de la comprensión recorrida. Lo cierto es que la convivencia cristiana, ese esperanto en el que podemos entendernos todos, porque todos cabemos en ella, está sirviendo esta vez más para separar que para unir.

En algo hay que entretenerse, que diría el otro, pero lo malo es cuando dicho entretenimiento conduce a dividir los ánimos y encrespar las voluntades. Y todo, las más de las veces, por empecinarse en mantener el reloj de la eclesiología parado. Habrá quien diga que hasta el más torpe sabe hacer relojes. Y tampoco han de faltar los avispados capaces de probar que hasta los relojes parados dan la hora exacta dos veces al día, no lo dudo. Pero sería preferible que una oportuna visita al relojero hiciera que la diesen no dos, sino a todas horas.

Gran esfuerzo el del papa Francisco en la AL por reflejar los diversos tipos de familia que hoy mismo se exhiben en las vitrinas del mundo, tan dispares a veces ellos, pero siempre tan enriquecedores dentro de un cuadro global. Creo que el documento de marras representa el primer avance cualitativo de Roma por comprender a la familia no tanto de modo monolítico y centralizado, sino de forma vanguardista, comprometida y conciliadora: por decirlo con herramientas ecuménicas, a base de salvaguardar la pluralidad dentro de la unidad.

Digno de aplauso entiendo también ese estilo suyo, genuinamente pastoral, de proponer y no imponer, esa probada buena voluntad de abrir franquicias y no de sellar barreras. Realista con lo que hay, y evangélico para lo que se perfila en el horizonte inmediato de cara a una familia que es iglesia doméstica, la primera escuela en los valores humanos, que vive su espiritualidad propia siendo al mismo tiempo iglesia doméstica y célula vital para transformar el mundo. Porque la familia ha sido siempre el «hospital más cercano» (n. 321).

Una familia, por otra parte, tantas y tantas veces atacada, ninguneada, perseguida y calumniada. Algo tendrá el agua cuando la bendicen, suele decirse. De parejo modo cabe agregar que algo tendrá la familia cuando tanto se la ataca. Por eso mismo, frente a esa familia tan vulnerable desde múltiples puntos de vista, que se ve obligada a remar contra corriente dentro de esta decadencia cultural, en la que prima por encima de cualquier otro supuesto la «cultura de lo provisorio» (n. 39), Francisco ha querido apostar, y lo ha hecho bien, muy bien, por retratar a los miembros familiares en proceso de madurez creciente y bien concertada para superar la crisis del desconcierto.

Da Francisco en la diana cuando suelta frases con fuerza axiomática de piedra blanca, como «No hay mayor alegría que un bien compartido» (n. 129). El agustinólogo que uno lleva dentro, sabedor de que «todo este documento es profundamente tomístico», según decía el cardenal dominico Schönborn el día de la presentación –que, por cierto, la única vez que citó a san Agustín lo citó mal, además de traerlo a redropelo- se contenta con estas dos frases de corte típicamente agustiniano: «Una sociedad sin madres sería inhumana» (n. 174). Y sobre todo esta otra: «Quiero expresar especialmente mi gratitud a todas las madres que oran incesantemente, como lo hacía santa Mónica, por los hijos que se han alejado de Cristo» (n. 288).

A mí así, a bote pronto, hay sobre todo tres donde Francisco queda retratado total. Son ellas: «Hoy la pastoral familiar debe ser fundamentalmente misionera» (n. 230); «El camino de la Iglesia es el de no condenar a nadie para siempre» (n. 296); y «La Iglesia no es una aduana, es la casa paterna» (n. 310). Cada una -hay más, muchas más, claro- vale por uno de esos libros que sirven para mejorar la existencia de quienes navegamos en este revuelto mar de la vida. Con ellas el papa Francisco, lo mismo que a través de la propia Exhortación, alcanza sobradamente, a mi modo de ver, la expresión misericordiosa del cuadro que sor Isabel Guerra acaba de pintar para la Conferencia Episcopal Española.

AL, en resumen, enseña a ser felices de un modo nuevo. De ahí que refleje todo el Evangelio de Jesús –que es la Buena Noticia- en categorías de familia y clave de misericordia. Novedad del Evangelio para una familia nueva en un mundo nuevo. La Exhortación Apostólica Postsinodal AL ella misma, en fin, refleja también a un papa Francisco lleno de humanidad.
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