El don de consejo



Coloca el Decretum Damasi en tercer lugar: «Espíritu de consejo: Y se llamará su nombre ángel del gran consejo (Is. 9,6; LXX)» [Denz. 83]. El sabio refranero no se anda por las ramas: «Más vale buen consejo que fortuna» y «un buen consejo no es pagado con dinero», pues «no tiene precio». Tampoco lo tiene, aplicado a conductas de periferias, con este oportuno matiz: «Otro gallo le cantara si buen consejo tomara». Y si así nos previene la ciencia humana, ¿qué no dirá y hará el Espíritu Santo aconsejando? Vaya por delante que perfeccionar la virtud de la prudencia es oficio del don de consejo. De modo que prudencia y consejo vienen a ser así primos hermanos.

El don de consejo se hace inevitable para perfeccionar la virtud de la prudencia, sobre todo en ciertos casos repentinos, imprevistos, difíciles de resolver, que, sin embargo, requieren celérica intervención, puesto que el pecado y el heroísmo resultan, a menudo, cosa de un instante. Casos así, por lo común frecuentes más que raros, no pueden resolverse con el trabajo lento y laborioso de la virtud de la prudencia: es preciso que actúe el don de consejo, el cual nos dará la solución instantánea de lo que debe hacerse por esa especie de instinto característico de los dones.

Digamos, tirando de casuística, que a veces se hace no digo ya imposible, aunque sí más que difícil, conciliar suavidad con firmeza, necesidad de guardar un secreto sin faltar a la verdad, vida interior con apostolado, cariño afectuoso con castidad más exquisita, la prudencia de la serpiente con la sencillez de la paloma. Para estas y tantas otras cosas afines que pudieran acudir a la pluma no bastan las luces de la prudencia: se requiere, repito, el don de consejo.

Salta bien a la vista que quienes ejercen funciones de gobierno, sobre todo el de la dirección de almas, necesitan, más que nadie, este don. Y va de suyo que sería craso error el de quienes opinen que los más sabios son los más indicados para cargos y dirección de almas. La verdad es que los talentos naturales, la ciencia y la prudencia humanas pintan poco en conducta espiritual comparados a las luces sobrenaturales que el Espíritu Santo comunica, cuyos dones –quede bien asumido- están por encima de la razón.

Entre los principales efectos del don de entendimiento, considero dignos de nota el de preservarnos del peligro de una falsa conciencia; el de resolver con infalible seguridad y acierto multitud de situaciones difíciles e imprevistas; el de inspirarnos los medios más oportunos para gobernar con santidad y acierto a los demás; y, en suma, el de aumentar extraordinariamente nuestra docilidad y sumisión a los legítimos superiores.

Claro es que tampoco en este don faltan palos en la rueda. Se le oponen, por defecto, la precipitación, que es la mejor manera de tirar por el camino de en medio, en vez de consultar al Espíritu Santo; y la tenacidad, que supone una falta de atención a las luces de la fe y a la inspiración divina por excesiva confianza en uno mismo. Ni que decir tiene que, por exceso, también se le opone la lentitud, pues, de no acudir pronto a la práctica, las circunstancias pueden cambiar y las ocasiones perderse para no volver.

En cuanto a medios de fomentar el don de consejo, además de los comunes a otros dones, cumple señalar algunos aquí específicos, como profunda humildad para reconocer nuestra ignorancia y demandar luces de lo alto; la costumbre de proceder uno siempre reflexivo y sin apresuramiento; la escucha silenciosa al Maestro interior; y, en fin, extremar docilidad y obediencia a quienes Dios ha puesto en su Iglesia para que nos gobiernen.

El Espíritu de Dios sale con este don a nuestro encuentro y guía desde dentro al alma, iluminándola sobre lo que debe hacer, sobremanera cuando se trata de opciones importantes (por ejemplo, de dar respuesta a la vocación), o de un camino a recorrer entre depresiones, claroscuros y asperezas montaraces. La experiencia, en realidad, confirma que, según dice el Libro de la Sabiduría, «los pensamientos de los mortales son tímidos e inseguras nuestras ideas» (9,14).

El don de consejo actúa como un soplo nuevo en la conciencia, sugiriéndole lo que es lícito, lo que corresponde, lo que más conviene al alma. Se convierte entonces la conciencia en el «ojo sano» del que habla el Evangelio (Mt 6,22), y adquiere una especie de nueva pupila, gracias a la cual le es posible ver mejor qué hay que hacer en una determinada circunstancia, aunque sea la más confusa y difícil.

Con ayuda de este don, el cristiano penetra en el verdadero sentido de los valores evangélicos, en especial de los que pone de relieve el Sermón de la montaña (cf. Mt 5-7). Pentecostés resulta ocasión óptima para impetrar el don de consejo al Espíritu Santo, sobre todo para los Pastores de la Iglesia, con frecuencia llamados, en virtud de su ministerio, a tomar decisiones arduas y penosas. Y si no, ahí tenemos a mano el tema de la pederastia, donde más de uno y más de dos, dentro y fuera de España, no aciertan a dar la talla, con lo que implícitamente vienen a decirnos que este divino don les vendría como agua de mayo. A veces dan la impresión de que, más que pastores, sean borregos. Pero también a nosotros mismos, tantas veces pastores de nuestras vidas en nuestro propio corazón, nos apremia este rocío del Espíritu Septiforme.



Bien merece la pena, pues, que elevemos esta súplica al Espíritu Santo por intercesión de Aquella a quien saludamos en las letanías como Mater Boni Consilii, o sea nuestra Señora, Madre del Buen Consejo, ese hermoso título mariano al que tan entrañablemente unida está, y se siente, la Orden de San Agustín.

Bajo la guía del Espíritu de Consejo, la Virgen María, en efecto, acogió totalmente el eterno Consejo de recapitular todas las cosas en Cristo (cf. Ef 1,10). Al honrarla bajo advocación tan bella, queremos implorar del Paráclito el don de consejo, para que nos haga conocer lo que agrada a Dios. El ilustre Genazzano de plegarias y peregrinaciones múltiples para Italia y fuera de Italia, sigue siendo, mientras tanto, trono y cumbre y relicario donde la dulce Madre del Consejo tiene su asiento, y finísimo, sin duda, y abundantísimo el amor que, por medio de su maternal consejo, «en los pechos enamorados de Cristo cría el Espíritu Santo» (Fray Luis de León, Los nombres de Cristo. L. 3. Amado).
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