El don de piedad




Hay que estar muy sobre aviso de la teología y no confundir la casualidad con la providencia para comprender que Dios ni juega a los dados ni falta que le hace, porque ganaría siempre. Llevado por la convicción de que la vida es una rara mezcla de azar, destino y carácter, Nietzsche aseguraba que ningún triunfador cree en el acaso. El buen teólogo, no obstante, sabe que la vida toda está en las manos de Dios, de modo que, acasos y casualidades aparte, gobierna el mundo y el trasmundo. Un Dios, además, para terminar de ponerlo todavía más difícil, que es a la vez Padre, Hijo y Espíritu Santo. Dios Unidad y Trinidad, en cuyas acciones ad extra floren primero los grandes misterios de la Creación y de la Redención, y a cuya vida íntima nos invita el Espíritu Santo Paráclito, que ejerce de tal con nosotros precisamente a través de sus dones.

No es fácil atisbar cómo y de qué manera sucede todo esto. Lo que sí resulta de veras atractivo y consolador es comprobarlo en alguno de sus dones, y muy en particular por el llamado don de piedad. Un don que mantiene viva en el corazón la llama del amor a nuestro Padre que está en el cielo, para que oremos a él cada día con confianza y ternura de hijos amados; para que no olvidemos la realidad fundamental del mundo y de esa vida de cada uno, cuya idea básica se cifra en que Dios existe, y asimismo en que Dios me conoce y espera mi respuesta a su proyecto. El Decretum Damasi se refiere a él como al «Espíritu de verdad y lo sustenta con la famosa cita de Jesús: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14,6)» [Denz. 83]. Ya el término piedad contiene de suyo un timbre lírico y sonoro, sobremanera evangélico y celestial. Hablar, pues, de piedad en el Evangelio es como aludir a las mismas entrañas paternales y misericordiosas de Dios.

Lo cierto es que podemos definir el don de piedad como hábito sobrenatural infundido con la gracia santificante para excitar en la voluntad, por instinto del Espíritu Santo, un afecto filial hacia Dios considerado como Padre y un sentimiento de fraternidad universal para con los hombres todos en cuanto hermanos nuestros e hijos del mismo Padre, que está en los cielos. Y es que así como la virtud de la piedad es la virtud familiar por excelencia, así también el de piedad, en un plano más alto y universal, desde luego, es el don que une y congrega bajo la amorosa mirada del Padre celestial a la gran familia de los hijos de Dios.

El don de piedad, en este mismo orden de cosas, es completamente necesario para perfeccionar hasta el heroísmo la materia relativa a la virtud de la justicia y sus derivadas, en especial la religión y la piedad, sobre las que el susodicho don recae de manera más inmediata y principal. ¡Y qué distinto es, por ejemplo, practicar el culto a Dios entendido como Creador y Dueño soberano de todo cuanto existe, a proceder por el instinto del don de piedad, que nos hace ver en Dios a un Padre amoroso, dispuesto a perdonarnos y amarnos con infinita ternura!

Resultan de maravilla los efectos que la actuación intensa del don de piedad produce en el alma. Hace brotar en ella, por ejemplo, ternura verdaderamente filial hacia nuestro Padre del cielo. Porque no se olvide que la vida cristiana toda, como toda la santidad, se reduce a ser por gracia nosotros lo que por naturaleza es Jesús. San Pablo deja claramente aludido este don cuando escribe a los Romanos: «Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Rm 8, 15-16). Texto bien conocido, sin duda, que apunta de lleno al don de piedad, aunque tantos lo ignoren u omitan, y otros tantos no sepan siquiera por dónde sopla el aire.

Nos hace este don, por otra parte, adorar el misterio inefable de la paternidad divina dentro de la misma esfera trinitaria; es decir, nos lleva de la mano para que nos adentremos en el misterio de la vida íntima de Dios a base de darnos un sentimiento vivísimo de la divina paternidad del Padre con respecto al Verbo Eterno. No se trata ya sólo, pues, de su paternidad espiritual hacia nosotros por medio de la gracia, sino de su divina paternidad eternamente fecunda en el seno de la Trinidad adorable.

En trance de tal índole, siente el alma la necesidad de anonadarse, el deseo de callar, el ansia de abismarse y la fuerza incoercible de amar, sin más lenguaje ni más sublimes y secretos recursos, según los especialistas, que el de la adoración y el de las lágrimas. Refieren los biógrafos que este sentimiento era muy familiar a santa Isabel de la Trinidad.

Pone igualmente en el alma el don de piedad un filial abandono en los brazos del Padre celestial, y es capaz de hacernos ver en el prójimo, además, a un hijo de Dios y hermano en Jesucristo, lo cual así dicho no es sino consecuencia natural de la filiación adoptiva de la gracia. Este don de marras, concluyendo, mueve a mucho amor y gran devoción en las personas y cosas que participan de algún modo de la paternidad o de la fraternidad cristiana. En virtud entonces de este don de piedad se perfecciona e intensifica en el alma, por ejemplo, el amor filial hacia la Santísima Virgen María, a la que considera como Madre tierna y llena de bondad con quien tener todas las confianzas y atrevimientos de un hijo para con la mejor de las madres.





Por descontado que entre sus vicios opuestos militan los que podrían ser agrupados bajo el genérico nombre de impiedad. San Gregorio Magno, uno de los grandes santos Padres y Doctores latinos, opone la dureza de corazón cuando dice que el Espíritu Santo con sus dones da «contra la dureza, piedad» (Moral.49).

Dureza de corazón que nace del amor desordenado de nosotros mismos: porque este amor hace que naturalmente no seamos sensibles más que a nuestros propios intereses, y que nada nos afecte sino lo que se relaciona con nosotros; que veamos las ofensas de Dios sin lágrimas y las miserias del prójimo sin compasión. Claro indicio de un corazón hecho pedernal.

Dureza de corazón, por otra parte, que resulta extrema en los grandes del mundo, esos políticos subnormales a los que les da igual beberse un güisqui que apretar el botón de la silla eléctrica y mandar al otro mundo a un pobre hemipléjico. Dureza extrema igualmente en los ricos avaros, con el corazón oriniento de corrupción y pederastia; o en las personas sensuales y en los que no ablandan su corazón ni a la de tres por muchos ejercicios de piedad que arrimen a pie de obra.

Se encuentra también con frecuencia dicha dureza en los sabios que no juntan la devoción con la ciencia. Lo que pasa es que, a la luz de un desapasionado análisis del fenómeno, cae uno pronto en la cuenta de que los verdaderos sabios nunca fueron los más piadosos. Basta echar un vistazo a san Agustín, santo Tomás, san Buenaventura, san Bernardo, amén de un largo etcétera de nombres, cuya magnitud es, gracias a Dios, tan grande que se hace imposible de abarcar.

En cuanto a medios eficaces de fomentar el don de piedad, los expertos señalan especialmente cultivar en nosotros el espíritu de hijos adoptivos de Dios; considerar todas las cosas, comprendidas las puramente materiales, es decir, la creación entera, como pertenecientes a la casa del Padre; fomentar el espíritu de total abandono en brazos de Dios.





En la audiencia general del 4 de junio de 2014, el papa Francisco glosó el don de piedad, acerca de cuya naturaleza dijo que no tiene aquí el sentido superficial con que a veces utilizamos dicha palabra: tener lástima de alguien. La piedad, como don del Espíritu Santo, se refiere, más bien, a nuestra relación con Dios, al auténtico espíritu religioso de confianza filial, que nos permite rezar y darle culto con amor y sencillez, como un hijo que habla con su padre.


Es sinónimo de amistad con Dios, siguió diciendo luego, de esa amistad en la que nos introdujo Jesús, y que cambia nuestra vida y nos llena el alma toda de alegría, de gozo y de paz. De ahí que el don de piedad nos haga vivir como verdaderos hijos de Dios, nos lleve también a amar al prójimo y a reconocer en él a un hermano.

En este sentido, la piedad incluye la capacidad de alegrarnos con quien está alegre y de llorar con quien llora, de acercarnos a quien se encuentra solo o angustiado o deprimido; de corregir al que yerra, de consolar al afligido, de atender y socorrer a quien lo necesita. El Septenerario que pronto vamos a concluir viene a ser así, en consecuencia, desde el punto de vista litúrgico sobre todo, la ocasión propicia para pedir al Señor que este don de su Espíritu venza nuestros miedos y nuestras dudas, y nos convierta en testigos valerosos del Evangelio, y en incondicionales servidores de las maravillas de Pentecostés, de puro pedírselo con humilde insistencia al Espíritu Septiforme, por cuyo medio se difunde la caridad en nuestros corazones.

Volver arriba