El icono de la Santísima Trinidad



San Sergio de Rádonezh (1313-92) no legó tratado alguno de teología, pero su vida toda estuvo consagrada por entero a la Santísima Trinidad. A solo siete años de su muerte, ya uno de sus discípulos, san Nicono, encargaba al famoso Andrés Rublev pintarla en memoria suya. Puesto manos a la obra, logró transmitir en su celebérrimo icono (1425) el ritmo mismo de la vida trinitaria, su diversidad única y el movimiento de amor que identifica las Personas sin confundirlas. Icono de los iconos, el Concilio de los Cien capítulos lo erige siglo y medio más tarde en modelo pictórico de la Trinidad adorable.

Es su fuente Juan 17,21: «para que todos sean uno». Y el trasfondo, la historia salutis. Y su inspiración, la «teofanía de Mambré» u «hospitalidad de Abraham» (Gn 18,1-10a). «Hospitalidad» en griego da filoxenía, amor al extranjero, antónimo de xenofobia. Leemos en Heb 13,2: «No os olvidéis de la hospitalidad (filoxenía); gracias a ella hospedaron algunos, sin saberlo, a ángeles». Es decir, a Dios. Junto a la encina de Mambré ofreció Abraham, en efecto, una cena de acogida a unos viajeros desconocidos.

Es idea común en Oriente que tanto el que acoge como el acogido participan de una bendición. Abraham y Sara son bendecidos por sus huéspedes, y dicha bendición hará florecer el desierto de su esterilidad. Nada volverá a ser como antes. Algunos Padres de la Iglesia, san Agustín por ejemplo, llegaron a detectar en estos tres personajes una prefiguración trinitaria. Los tres tienen el mismo rostro. Los tres, teología sublime. Los tres, comunión divina y repercusión ecuménica.

El del centro representa a Cristo, cuyo color marrón de la túnica es signo de su humanidad. Una tira, estola dorada, sobre su hombro derecho muestra que es el Mesías rey. Viene de un largo camino de cruz. De ahí que el cuello de la túnica esté ligeramente descolocado. El árbol a sus espaldas no es sino la encina de Mambré convertida en árbol de vida: el del conocimiento del bien y del mal del que comieron Adán y Eva. La liturgia juega con los árboles del Edén y del Calvario: «el que venció en un árbol fuera en un árbol vencido» (Prefacio de la Exaltación de la Santa Cruz).

La mano se apoya sobre la mesa: los dos dedos extendidos muestran que en Él se unen lo humano y lo divino. Cabeza y mirada se dirigen hacia su derecha. Llevados de este movimiento también nosotros somos conducidos al Padre. Que Cristo no solo no nos retiene, sino que nos muestra el rostro del Padre: «Las palabras que os digo, no las digo por mi cuenta; el Padre que permanece en mí es el que realiza las obras» (Jn 14,10). Su mano derecha reproduce el gesto del Padre: la bendición.

El de la izquierda es el Padre. Un manto de color indefinible cubre la túnica azul. Origen sin origen y Dios inefable, está en postura de reposo. Sus manos sostienen el bastón, símbolo de serena autoridad. La casa sobre su cabeza: morada de Dios, de la que Jesús dice: «En la casa de mi Padre hay muchas mansiones…, voy a prepararos un lugar» (Jn 14,2). «Si alguno me ama, guardará mi Palabra; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14,23). El poder de su amor se refleja en la mirada del ángel del centro: «Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6).

Las líneas del lado derecho del ángel central se amplifican conforme se acercan al de la izquierda. En el lenguaje simbólico de líneas las curvas convexas designan siempre la palabra, el despliegue, la revelación. Las cóncavas, por contra, denotan obediencia, abnegación, receptividad. El Padre está vuelto hacia el Hijo. Le habla. El movimiento que recorre su ser es el éxtasis. Se expresa enteramente en el Hijo: «Todo lo que tiene el Padre es mío» (Jn 16,15).

El ángel de la derecha representa al Espíritu Santo. Sobre la túnica azul, signo de su divinidad, lleva un manto verde yerba que simboliza su poder para renovar la vida sobre la tierra. Detrás, una montaña, lugar del encuentro con Dios: Moisés, en el Sinaí. Elías, en el Horeb. Jesús en el Tabor. Su mano toca la mesa, y comunica a la Tierra la divina santidad. Parece buscar apoyo en la mesa como para levantarse. Está como inclinado en medio del Padre y del Hijo: es el Espíritu de la comunión. El movimiento parte de él.

El Padre inclina su cabeza hacia el Hijo. La posición vertical del Hijo traduce toda su atención, su rostro está como cubierto por la sombra de la cruz; pensativo, manifiesta su acuerdo con el mismo gesto de la bendición. Si la mirada infinita del Padre contempla el único camino de salvación, la elevación apenas perceptible de la mirada del Hijo traduce su consentimiento. El Espíritu Santo se inclina hacia el Padre; está sumergido en la contemplación del misterio, su brazo tendido hacia el mundo muestra el movimiento descendente, Pentecostés.



De las dos copas, una es visible sobre la mesa. La otra, visualizada siguiendo los perfiles de los personajes que representan al Padre y al Espíritu. Ambas, signo del cáliz eucarístico. La rodean los tres y está ubicada en el corazón de otra más grande que dibujan los dos ángeles laterales. El tema de la conversación no puede ser sino la copa eucarística. En ella está el cordero que Abraham ofreció a los ángeles. Es el Cordero de Dios. A través del amor de Cristo, que se nos ofrece en la Eucaristía, se realiza la nueva creación, tiempo de salvación y apertura a la eternidad de Dios.

Compartir la copa eucarística es adentrarse en el misterio del amor que mana de Cristo, el salvador que viene de un largo camino de muerte, simbolizado por el cuello descolocado de su túnica, pero también de resurrección y de gloria reflejas en la estola dorada que luce. La invitación de Dios en la Eucaristía es un exhorto a hacernos hijos en el Hijo: no sólo compartimos la copa, sino que nos hacemos parte de ella, el sacrificio y el triunfo de Cristo son también nuestro sacrificio y nuestro triunfo.

Las miradas denotan la relación interna de las tres divinas personas. Las manos, su participación en la historia salutis. Hay cruce de miradas entre el Padre y el Hijo en cuyo centro se introduce la del Espíritu Santo: es la vida interna de la Trinidad de Dios, incesante generación de amor entre el Padre y el Hijo e infinita presencia de amor en el Espíritu. Divino amor que, lejos de estar destinado a permanecer encerrado en Dios, se derrama en el mundo. La mesa en el centro es el altar. El mundo entero se convierte así en el ara y relicario de celebración cuando compartimos. La Santísima Trinidad es misteriosa comunión. Pero este círculo, si bien se nota en la tercera foto, no está cerrado. Se abre para incluir un cuarto personaje. ¡Ese personaje eres tú, soy yo, somos los redimidos, invitados todos al banquete de la boda mística!

Al practicar la acogida, Dios mismo nos acoge en la comunión del Padre, Hijo y Espíritu Santo. Dios, que está a punto de levantarse y salir a nuestro encuentro. Ahora se dirige a nuestra vida para colmarla de divinidad. Si al contemplar el Misterio nos adentrábamos en su Vida, es ahora Dios mismo quien quiere posesionarse de la nuestra. Podríamos concluir la escena, bajar el telón y marcharnos, señal en dicho supuesto de habernos sentado a la mesa como convidados de piedra. También cabe, sin embargo, la posibilidad de abrir nuestra historia -¡ojalá!- y dejar que el Unitrino se llegue a ella, la envuelva y plenifique en sus pliegues más íntimos hasta reposarse y regalarnos con su infinita misericordia.



Los colores iconográficos poseen su propio lenguaje. En Rublev alcanzan una riqueza inigualable. El púrpura oscuro (amor divino) y el denso azul (verdad celeste) con el oro rutilante de las alas (abundancia divina) forman armonía perfecta que se perpetúa y se vuelve a encontrar en una tonalidad dulcificada como una revelación con los matices rosa pálido y lila claro a la izquierda, azul más suave y verde plateado a la derecha. El llamado «azul de Rublev» traduce el color del cielo de la Trinidad y del Paraíso.

En clave de «economía divina», los tres forman «el consejo eterno» y el paisaje entonces cambia de significado: la tienda de Abraham se convierte en palacio-templo; la encina de Mambré, en árbol de la vida. El ternero ofrecido como alimento hace sitio a la copa eucarística. Los tres muestran cuerpos muy alargados, de alada contextura que lleva a lo inmaterial. Conversan entre sí, quizás sobre el texto de Juan: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3,16).

Detrás del Padre se alza un edificio que simboliza la casa de Dios. Aparecen los ángeles con la cabeza ligeramente inclinada, serenos ellos y concordes: suaves, aplacientes. Cuesta diferenciarlos, pues tienen el mismo rostro, como si nos invitaran a meditar sobre el misterio trinitario. No faltan especialistas para quienes el personaje del centro no sería Cristo sino el Padre. Sea quien fuere, el propio Rublev, en todo caso, nunca quiso identificarlos: su voluntad era, más bien, que el alma, lejos de pararse sobre ninguno en concreto, se adentrase a la vez en los tres dejándose abismar en la Trinidad Santísima: Icono de los iconos en alabanza al Misterio de los misterios.

Icono, en resumen, de gran belleza y armonía, modélico para la iconografía bizantina rusa de las épocas posteriores a san Sergio de Rádonezh y hasta san Serafín de Sarov, el san Francisco de Asís ortodoxo del siglo XIX. Sublime compendio pictórico de teología oriental, a menudo tan diversa ella de la occidental en sus manifestaciones iconográficas, aunque siempre idéntica en la realidad misma de los misterios.

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